Poco después de la muerte de Clara recuperé todos sus vinilos y su equipo de música.
Aldo desapareció cuando me negué a vender la casa.
Todas las tardes me voy a la sala de la música, me siento en la butaca donde ella fumaba y escuchaba el jazz, pongo uno de sus discos por estricto orden alfabético y mientras lo escucho me abro la carne con el cúter. Es una forma suave de sentir dolor. Tiene una cualidad pictórica que me llama la atención. No abro mi carne caprichosamente sino que tajo con un criterio geométrico. Luego la sangre fluye con languidez. Yo cierro los ojos.
He descubierto que, al igual que mi abuela, tampoco sé despedirme. Ni siquiera de mí misma.
Fin.
Aldo desapareció cuando me negué a vender la casa.
Todas las tardes me voy a la sala de la música, me siento en la butaca donde ella fumaba y escuchaba el jazz, pongo uno de sus discos por estricto orden alfabético y mientras lo escucho me abro la carne con el cúter. Es una forma suave de sentir dolor. Tiene una cualidad pictórica que me llama la atención. No abro mi carne caprichosamente sino que tajo con un criterio geométrico. Luego la sangre fluye con languidez. Yo cierro los ojos.
He descubierto que, al igual que mi abuela, tampoco sé despedirme. Ni siquiera de mí misma.
Fin.
A los veintiséis años Aldo y yo nos casamos. Mi nombre es Alba. El de mi abuela Clara.
Fueron ocho años de una insolencia propia de una grandísima hija de puta. Luego he aprendido que no existen las grandísimas hijas de puta ni las insolencias imperdonables. ¡Cómo envejeció Clara! Envejeció en esos ocho años lo que no había envejecido los ochenta anteriores.
Aldo, Aldo, pedazo de cabrón. Un día que pude reírme le dije: Lo tuyo conmigo ha sido un Aldazo en toda regla. Cuando pude reírme. Lo ocurrido en aquellos ochos años fue una simple y absurda equivocación. Quiero en todo caso aceptar mi responsabilidad. Aldo entra en mi vida porque yo quiero que Aldo entre en mi vida. ¿Qué buscaba yo en Aldo? ¿Por qué necesitaba acabar con mi abuela, con mi vida de chica normal destinada a terminar una carrera y encontrarse en el campus con un Alberto, un Javi o un Nacho y tener una boda por lo civil, tres críos, una hipoteca, cenas y aniversarios? ¿Qué me llevó a liarme con ese medio danés que lo único que quería era pillar drogas y luego follarme o primero follarme y luego pillar drogas? Al principio de aquel frenesí, yo era feliz. Nunca se me había ocurrido ponerme hasta las cejas todos los días ni siquiera los fines de semana. No empecé por los petas, directamente me dio a probar MDMA. Siempre recordaré la belleza de la tarde, el ocaso en las montañas y los polvos que echamos mientras mi abuela escuchaba en la sala de música a la orquesta de Count Basie, el disco Back to Back, a todo trapo y a mí, que nunca me había gustado el jazz, esa tarde, esa primera tarde del resto de mi vida, me gustó y moví mis caderas al ritmo de la música que atravesaba la puerta de mi habitación y sentí que toda la alegría del mundo se condensaba en esas horas atentísimas en la piel y los orgasmos.
No sé cuándo fue la primera vez que le robamos a la abuela Clara. Sé que fueron unas cucharillas de plata que no usábamos nunca. Sería falso decir que fue Aldo quien me empujó a robar. Fui yo quien lo hizo. No hace mucho alguien me dijo: Bueno, pero la idea no fue tuya. Él te obligó. Yo le respondí: No importa de quien fuera la idea. La acción es miserable. Yo fui una miserable. Lo que me sorprendió de todos aquellos robos, porque fueron muchos: toda la plata de la casa; un par de cuadros que tenían algún valor; unos mantones de Manila que habían sido de mi bisabuela; los gemelos de oro de mi abuelo; las joyas de mi abuela; por supuesto el dinero que había en casa, lo que me sorprendió digo es que mi abuela nunca dijo nada. Nunca me preguntó ni por los objetos, ni por las joyas, ropas o dinero. Tan sólo envejecía y escuchaba su música de jazz cada vez más alta, como si aquello la aislara del mundo.
Yo fui consumiéndome, adelgazando, cada vez más atada a Aldo (también creo haber descubierto que las acciones miserables unen mucho a las personas que las cometen quizá porque son las únicas que no te las pueden reprochar). En la nebulosa de aquellos años creo recordar la aparición de alguna antigua amiga del colegio, su intento de hacerme ver que me estaba destrozando la vida y de paso la de mi abuela o aquella otra que un día me trajo información sobre Aldo que había conseguido un amigo que siempre estuvo enamorado de mí y que ahora estaba con ella pero eso no le había impedido querer ayudarme. Querían ayudarme decían. Y yo me iba con gesto de conmiseración y vergüenza por dentro. Porque yo sabía lo que estaba haciendo pero no cómo pararlo. No quería pararlo. En cuanto llegaba Aldo con una papelina de lo que fuera todo mi ser, toda mi atención se fijaba en el papel de aluminio, en que lo abriera, en que me dejara meterme el speed o la coca, lo que fuera con tal de volver a ese lugar donde la realidad se comportaba de una forma tan caprichosa.
Dos días antes de casarnos (él me lo pidió un día en el que me ofreció a un tipo por un gramo de coca) maté a mi abuela. Tenía que matarla de una forma deshonesta, por supuesto. En el continuo trapicheo que nos traíamos Aldo y yo apareció un tipo que nos daba una buena pasta por la colección de vinilos y el equipo de música de la vieja (entonces la llamaba así: la vieja. O también: La Vieja Oscura, haciendo alarde del más pobre de los ingenios y jugando en oposición con su nombre, Clara). Aceptamos. Nos corrimos una buena celebración con las ganancias.
Volví una semana después de haberme casado. Clara estaba en la sala de música. En silencio. Quizá fuera ese silencio el que me hizo ver lo vacía que estaba la casa, lo desolada. Había arrasado con todo. Me puse frente a ella y le dije que lo de los discos era sólo un préstamo, que los había empeñado para invitar a los amigos, que me había casado, abuela, y ella no había querido venir, que jamás se lo perdonaría. Se lo dije, le dije, Jamás te perdonaré que no hayas venido a mi boda. Mañana nos venimos a vivir aquí.
Mi abuela ni siquiera me miró. Siguió con las manos cruzadas, con la mirada fija en el mueble de la música. Tenía la misma actitud que cuando escuchaba... La dejé de allí y me fui a mi habitación y entonces, por primera vez, lo hice. No sé cómo se me ocurrió. Quizá se lo había visto hacer a alguien en pleno pedo y no lo recordaba aunque más bien creo que fue una idea original porque fue un flash. Vi el cuter encima de la mesa y no lo pensé dos veces, sencillamente lo cogí, me levanté la manga de la camisa y empecé a hacerme cortes en el brazo, no muy profundos, no en las venas, no para morirme, quizá para sufrirme y cada corte era un alivio y ¿ver mi sangre correr por mi brazo era vaciarme de la sangre de mi abuela?
Ese desangrarme tan despacio me hizo quedarme dormida. Desperté en la madrugada con mucha sed. Camino de la cocina vi que mi abuela seguía sentada en la sala de música. Bebí agua y por un recuerdo de la infancia, por una reminiscencia de tiempos mejores o por nostalgia de cuando quería a mi abuela entré en la sala para decirle que ya era muy tarde y que se fuera a la cama. Ya era muy tarde, desde entonces ya fue tarde para siempre. Mi abuela estaba muerta. Y yo le grité, llena de rabia: ¡Asquerosa! ¿Así te despides? ¿Así me dejas? Nunca supiste despedirte. ¡Nunca, nunca! y caí a sus pies y me abracé a sus piernas y sentí en esa madrugada larga y callada el terror más grande que jamás había sentido, un terror físico, un terror que me erizaba la piel y me recorría la columna vertebral y me dejaba helada, sin apenas poder respirar, tan incapaz de moverme como el cadáver al que estaba abrazada.
Fueron ocho años de una insolencia propia de una grandísima hija de puta. Luego he aprendido que no existen las grandísimas hijas de puta ni las insolencias imperdonables. ¡Cómo envejeció Clara! Envejeció en esos ocho años lo que no había envejecido los ochenta anteriores.
Aldo, Aldo, pedazo de cabrón. Un día que pude reírme le dije: Lo tuyo conmigo ha sido un Aldazo en toda regla. Cuando pude reírme. Lo ocurrido en aquellos ochos años fue una simple y absurda equivocación. Quiero en todo caso aceptar mi responsabilidad. Aldo entra en mi vida porque yo quiero que Aldo entre en mi vida. ¿Qué buscaba yo en Aldo? ¿Por qué necesitaba acabar con mi abuela, con mi vida de chica normal destinada a terminar una carrera y encontrarse en el campus con un Alberto, un Javi o un Nacho y tener una boda por lo civil, tres críos, una hipoteca, cenas y aniversarios? ¿Qué me llevó a liarme con ese medio danés que lo único que quería era pillar drogas y luego follarme o primero follarme y luego pillar drogas? Al principio de aquel frenesí, yo era feliz. Nunca se me había ocurrido ponerme hasta las cejas todos los días ni siquiera los fines de semana. No empecé por los petas, directamente me dio a probar MDMA. Siempre recordaré la belleza de la tarde, el ocaso en las montañas y los polvos que echamos mientras mi abuela escuchaba en la sala de música a la orquesta de Count Basie, el disco Back to Back, a todo trapo y a mí, que nunca me había gustado el jazz, esa tarde, esa primera tarde del resto de mi vida, me gustó y moví mis caderas al ritmo de la música que atravesaba la puerta de mi habitación y sentí que toda la alegría del mundo se condensaba en esas horas atentísimas en la piel y los orgasmos.
No sé cuándo fue la primera vez que le robamos a la abuela Clara. Sé que fueron unas cucharillas de plata que no usábamos nunca. Sería falso decir que fue Aldo quien me empujó a robar. Fui yo quien lo hizo. No hace mucho alguien me dijo: Bueno, pero la idea no fue tuya. Él te obligó. Yo le respondí: No importa de quien fuera la idea. La acción es miserable. Yo fui una miserable. Lo que me sorprendió de todos aquellos robos, porque fueron muchos: toda la plata de la casa; un par de cuadros que tenían algún valor; unos mantones de Manila que habían sido de mi bisabuela; los gemelos de oro de mi abuelo; las joyas de mi abuela; por supuesto el dinero que había en casa, lo que me sorprendió digo es que mi abuela nunca dijo nada. Nunca me preguntó ni por los objetos, ni por las joyas, ropas o dinero. Tan sólo envejecía y escuchaba su música de jazz cada vez más alta, como si aquello la aislara del mundo.
Yo fui consumiéndome, adelgazando, cada vez más atada a Aldo (también creo haber descubierto que las acciones miserables unen mucho a las personas que las cometen quizá porque son las únicas que no te las pueden reprochar). En la nebulosa de aquellos años creo recordar la aparición de alguna antigua amiga del colegio, su intento de hacerme ver que me estaba destrozando la vida y de paso la de mi abuela o aquella otra que un día me trajo información sobre Aldo que había conseguido un amigo que siempre estuvo enamorado de mí y que ahora estaba con ella pero eso no le había impedido querer ayudarme. Querían ayudarme decían. Y yo me iba con gesto de conmiseración y vergüenza por dentro. Porque yo sabía lo que estaba haciendo pero no cómo pararlo. No quería pararlo. En cuanto llegaba Aldo con una papelina de lo que fuera todo mi ser, toda mi atención se fijaba en el papel de aluminio, en que lo abriera, en que me dejara meterme el speed o la coca, lo que fuera con tal de volver a ese lugar donde la realidad se comportaba de una forma tan caprichosa.
Dos días antes de casarnos (él me lo pidió un día en el que me ofreció a un tipo por un gramo de coca) maté a mi abuela. Tenía que matarla de una forma deshonesta, por supuesto. En el continuo trapicheo que nos traíamos Aldo y yo apareció un tipo que nos daba una buena pasta por la colección de vinilos y el equipo de música de la vieja (entonces la llamaba así: la vieja. O también: La Vieja Oscura, haciendo alarde del más pobre de los ingenios y jugando en oposición con su nombre, Clara). Aceptamos. Nos corrimos una buena celebración con las ganancias.
Volví una semana después de haberme casado. Clara estaba en la sala de música. En silencio. Quizá fuera ese silencio el que me hizo ver lo vacía que estaba la casa, lo desolada. Había arrasado con todo. Me puse frente a ella y le dije que lo de los discos era sólo un préstamo, que los había empeñado para invitar a los amigos, que me había casado, abuela, y ella no había querido venir, que jamás se lo perdonaría. Se lo dije, le dije, Jamás te perdonaré que no hayas venido a mi boda. Mañana nos venimos a vivir aquí.
Mi abuela ni siquiera me miró. Siguió con las manos cruzadas, con la mirada fija en el mueble de la música. Tenía la misma actitud que cuando escuchaba... La dejé de allí y me fui a mi habitación y entonces, por primera vez, lo hice. No sé cómo se me ocurrió. Quizá se lo había visto hacer a alguien en pleno pedo y no lo recordaba aunque más bien creo que fue una idea original porque fue un flash. Vi el cuter encima de la mesa y no lo pensé dos veces, sencillamente lo cogí, me levanté la manga de la camisa y empecé a hacerme cortes en el brazo, no muy profundos, no en las venas, no para morirme, quizá para sufrirme y cada corte era un alivio y ¿ver mi sangre correr por mi brazo era vaciarme de la sangre de mi abuela?
Ese desangrarme tan despacio me hizo quedarme dormida. Desperté en la madrugada con mucha sed. Camino de la cocina vi que mi abuela seguía sentada en la sala de música. Bebí agua y por un recuerdo de la infancia, por una reminiscencia de tiempos mejores o por nostalgia de cuando quería a mi abuela entré en la sala para decirle que ya era muy tarde y que se fuera a la cama. Ya era muy tarde, desde entonces ya fue tarde para siempre. Mi abuela estaba muerta. Y yo le grité, llena de rabia: ¡Asquerosa! ¿Así te despides? ¿Así me dejas? Nunca supiste despedirte. ¡Nunca, nunca! y caí a sus pies y me abracé a sus piernas y sentí en esa madrugada larga y callada el terror más grande que jamás había sentido, un terror físico, un terror que me erizaba la piel y me recorría la columna vertebral y me dejaba helada, sin apenas poder respirar, tan incapaz de moverme como el cadáver al que estaba abrazada.
Aldo le gustó a mi abuela. Subió ocho meses después de haberse mudado al piso de abajo, después de algunos magreos tras la caja del ascensor. En realidad Aldo le gustaría a cualquier mujer. Y mi abuela lo era. Aldo tenía ese no sé qué que queda balbuciendo en el corazón de una mujer después de que los ojos de Aldo se hubieran fijado en ella. Porque sus ojos eran de un negro melancólico y parecían transmitir al mismo tiempo desamparo y deseo de amar. O nada de esto es cierto. O sólo quise yo creerlo y me enamoré como una tonta. O no me enamoré sino que tan sólo quise enfrentarme a mi abuela. Porque había llegado el momento de rebelarse y mi abuela cometió conmigo un error que en realidad fue mi propio error. Porque al oír la verdad, decidí desmentirla (y escribo a propósito este infinitivo). Desmentir la verdad supuso...
Cuando Aldo y yo llevábamos saliendo unos meses, a la hora de la comida, mi abuela empezó a hablar de una película que habíamos visto hacía poco titulada A Place in the Sun protagonizada por Montgomery Cliff, Sellie Winters y Elisabeth Taylor. Comentó que Aldo le recordaba a Montgomery Cliff. Yo pensé que se refería al físico. Ella no quiso dejarme ni siquiera con una miajita de incertidumbre. Como siempre que me iba a decir algo contundente me miró a los ojos, No, no se parece físicamente. Siempre desconfío de los hombres que gustan a las mujeres. Desconfío de Aldo. Ándate con cuidado.
No creo que fuera por lo que había dicho de él por lo que exploté. Quizá fuera que acababa de cumplir los dieciocho años, que me quería sentir mayor, que había llegado la hora de rebelarme (como mi abuela había predicho muchos años antes). Con una frialdad que aún hoy me deja pasmada, ofendida porque mi abuela pensara que era una niñata, le contesté, A ti lo que te pasa es que has sido mal follada toda tu vida y no puedes soportar que un hombre tan guapo y maravilloso como él se haya enamorado de mí. Ella pareció no ofenderse y contestó con cierta ironía, Tu abuelo era muy buen mozo de joven.
No me dejó contestarla. Sin terminar el plato, se levantó y se fue.
Así, con una advertencia, dieron comienzo los años oscuros.
Cuando Aldo y yo llevábamos saliendo unos meses, a la hora de la comida, mi abuela empezó a hablar de una película que habíamos visto hacía poco titulada A Place in the Sun protagonizada por Montgomery Cliff, Sellie Winters y Elisabeth Taylor. Comentó que Aldo le recordaba a Montgomery Cliff. Yo pensé que se refería al físico. Ella no quiso dejarme ni siquiera con una miajita de incertidumbre. Como siempre que me iba a decir algo contundente me miró a los ojos, No, no se parece físicamente. Siempre desconfío de los hombres que gustan a las mujeres. Desconfío de Aldo. Ándate con cuidado.
No creo que fuera por lo que había dicho de él por lo que exploté. Quizá fuera que acababa de cumplir los dieciocho años, que me quería sentir mayor, que había llegado la hora de rebelarme (como mi abuela había predicho muchos años antes). Con una frialdad que aún hoy me deja pasmada, ofendida porque mi abuela pensara que era una niñata, le contesté, A ti lo que te pasa es que has sido mal follada toda tu vida y no puedes soportar que un hombre tan guapo y maravilloso como él se haya enamorado de mí. Ella pareció no ofenderse y contestó con cierta ironía, Tu abuelo era muy buen mozo de joven.
No me dejó contestarla. Sin terminar el plato, se levantó y se fue.
Así, con una advertencia, dieron comienzo los años oscuros.
Nude de Willie Kessels (1930)
Aldo y yo.
Antes de Aldo y yo, quiero escribir sobre mi abuela y la niñez.
Decía mi abuela, Los niños sois personas. Cuando seas mayor nunca trates a un niño con tu idea de lo que es un niño, trata a un niño con tu idea de lo que es una persona. Yo estoy aquí sentada, frente a ti, y yo veo en tí al ser más maravilloso del mundo. Eso no quita para que el ser más maravilloso del mundo lo sea justamente porque está vacío. Lo maravilloso de los niños es que estáis vacíos. Por eso te digo: cuando estés con un niño y tú seas mayor sé muy cuidadosa, a ver con que lo llenas porque si lo llenas con caprichos será caprichoso, si lo llenas con tiranía será tirano, si lo llenas con alegría será alegre, si con amor, amoroso, si con dolor, doliente. Yo te educaré con amor, con disciplina y con rectitud. No consentiré caprichos por tu parte, los castigaré con severidad ni por supuesto te dejaré ser tirana porque me rebelaré contra ti y toda la fuerza de mi razón caerá sobre tu corazón. Amarte será respetar tu personalidad, sea ésta cual sea e intentar enderezar lo que mi sentido común considere que ha de ser enderezado; amarte será mantenerte lo más vacía posible de mí y también será amarte protegerte; amarte será enseñarte el miedo porque lo haré con cuidado y lo aprenderás para siempre; amarte será estar siempre, siempre a tu lado; la disciplina consistirá en que aprendas con los medios que sean necesarios el respeto hacia ti y hacia los demás; de hecho lo medios que habré de utilizar para disciplinarte me los sugerirás tú con tu actitud y porque estaré atenta a la disciplina que necesites también te amaré. Es muy posible que sufras mi disciplina porque al estar vacía no entenderás que haya que domar la vacuidad porque no alcanzarás a entender hasta muy entrada en la treintena -y eso si es que llegas a pensarlo alguna vez- que la vacuidad se disciplina porque vivir es ir llenándola para más tarde intentar vaciarla otra vez. La disciplina entonces permite, mediante el ejercicio de unas obligaciones, desechar lo inútil cuando llegue el momento de empezar a vaciarse. La rectitud sólo tiene como meta enseñarte una norma y tan sólo para que cuando te llegue el momento de rebelarte -que ha de llegar y es bueno que llegue- sepas con absoluta claridad contra qué te rebelas; es decir yo no te enseñaré una moral porque considere que es la mejor sino para que la conozcas al dedillo y puedas enfrentarte a ella bien armada. El mejor arma es el conocimiento de lo otro.
No sé si la primera vez que recuerdo estas palabras de mi abuela fue la primera vez que me las dijo. Tengo la cuasi seguridad de que no. Yo tenía cinco años. Estaba en el salón de la música. Mi abuela me sentó frente a ella en una butaca que me parecía el trono inmenso de una reina. Me habló despacio, con su voz rasposa de fumadora; en su mirada había una extraña mezcla de ternura y dureza que a mí me inquietó e hizo que me echara a llorar. Mi abuela pareció no inmutarse. Seguía hablando y fumando. Cuando terminó yo lloraba a raudales. Entonces me dijo: Ven, acércate. Yo bajé del trono de la reina y me quedé frente a ella con la barbilla baja e hipando. Ella extendió sus brazos. Yo me lancé a ellos. Mi abuela me abrazó con una ternura infinita (desde entonces el olor a tabaco siempre me emociona) y me susurró al oído: Tengo que enseñarte a que te vayas, pequeñaja. Luego calló. Me sentó en sus rodillas y apoyó mi cabeza en su corazón. Aunque no la vi, sé que ella no lloró.
Antes de Aldo y yo, quiero escribir sobre mi abuela y la niñez.
Decía mi abuela, Los niños sois personas. Cuando seas mayor nunca trates a un niño con tu idea de lo que es un niño, trata a un niño con tu idea de lo que es una persona. Yo estoy aquí sentada, frente a ti, y yo veo en tí al ser más maravilloso del mundo. Eso no quita para que el ser más maravilloso del mundo lo sea justamente porque está vacío. Lo maravilloso de los niños es que estáis vacíos. Por eso te digo: cuando estés con un niño y tú seas mayor sé muy cuidadosa, a ver con que lo llenas porque si lo llenas con caprichos será caprichoso, si lo llenas con tiranía será tirano, si lo llenas con alegría será alegre, si con amor, amoroso, si con dolor, doliente. Yo te educaré con amor, con disciplina y con rectitud. No consentiré caprichos por tu parte, los castigaré con severidad ni por supuesto te dejaré ser tirana porque me rebelaré contra ti y toda la fuerza de mi razón caerá sobre tu corazón. Amarte será respetar tu personalidad, sea ésta cual sea e intentar enderezar lo que mi sentido común considere que ha de ser enderezado; amarte será mantenerte lo más vacía posible de mí y también será amarte protegerte; amarte será enseñarte el miedo porque lo haré con cuidado y lo aprenderás para siempre; amarte será estar siempre, siempre a tu lado; la disciplina consistirá en que aprendas con los medios que sean necesarios el respeto hacia ti y hacia los demás; de hecho lo medios que habré de utilizar para disciplinarte me los sugerirás tú con tu actitud y porque estaré atenta a la disciplina que necesites también te amaré. Es muy posible que sufras mi disciplina porque al estar vacía no entenderás que haya que domar la vacuidad porque no alcanzarás a entender hasta muy entrada en la treintena -y eso si es que llegas a pensarlo alguna vez- que la vacuidad se disciplina porque vivir es ir llenándola para más tarde intentar vaciarla otra vez. La disciplina entonces permite, mediante el ejercicio de unas obligaciones, desechar lo inútil cuando llegue el momento de empezar a vaciarse. La rectitud sólo tiene como meta enseñarte una norma y tan sólo para que cuando te llegue el momento de rebelarte -que ha de llegar y es bueno que llegue- sepas con absoluta claridad contra qué te rebelas; es decir yo no te enseñaré una moral porque considere que es la mejor sino para que la conozcas al dedillo y puedas enfrentarte a ella bien armada. El mejor arma es el conocimiento de lo otro.
No sé si la primera vez que recuerdo estas palabras de mi abuela fue la primera vez que me las dijo. Tengo la cuasi seguridad de que no. Yo tenía cinco años. Estaba en el salón de la música. Mi abuela me sentó frente a ella en una butaca que me parecía el trono inmenso de una reina. Me habló despacio, con su voz rasposa de fumadora; en su mirada había una extraña mezcla de ternura y dureza que a mí me inquietó e hizo que me echara a llorar. Mi abuela pareció no inmutarse. Seguía hablando y fumando. Cuando terminó yo lloraba a raudales. Entonces me dijo: Ven, acércate. Yo bajé del trono de la reina y me quedé frente a ella con la barbilla baja e hipando. Ella extendió sus brazos. Yo me lancé a ellos. Mi abuela me abrazó con una ternura infinita (desde entonces el olor a tabaco siempre me emociona) y me susurró al oído: Tengo que enseñarte a que te vayas, pequeñaja. Luego calló. Me sentó en sus rodillas y apoyó mi cabeza en su corazón. Aunque no la vi, sé que ella no lloró.
El momento de la muerte de mi abuelo llegó a las 19 horas y 43 minutos. Mi abuela, con el cigarrillo en los labios, abrió la caja del reloj de pie que había en el pasillo y lo detuvo en esa hora para siempre; a continuación fue a la sala y puso en el tocadiscos el Summertime en la versión de Charlie Mingus y mientras lo bailaba se puso a reír y a llorar y rompió todas las copas de cristal del aparador de la derecha mientras gritaba, ¡Jodío viejo, siempre tienes que irte tú primero! Luego se calmó, repentinamente, justo cuando el tema terminaba y me pidió si podía recoger los cristales rotos. Así fue como descubrí que mi abuela no soportaba las despedidas.
Cuando murió mi abuelo yo tenía trece años. Y aunque los años pasan lentos en esa etapa de la vida, fueron pasando. Mi abuela se mantenía igual que siempre, parecía que en ella la vida se había detenido. Pensaba a veces que era porque su rutina llevada a rajatabla la había detenido en el tiempo. O por ser más correcta pensaba que la rutina detiene el tiempo. Y como yo no quería que el tiempo se detuviera mi vida se fue convirtiendo en un desorden descomunal: alteraba horarios, unas veces me levantaba a las tres de la madrugada y otras a las siete y otras me acostaba a las seis de la tarde; pasaba temporadas desayunando la cena y cenando el desayuno o una semana besaba a mi abuela en el oído derecho y la siguiente besaba su mano izquieda (bueno sólo el dedo meñique); luego me dio por teñirme el pelo e incluso una temporada corté mi pelo según me levantaba por la mañana; el desorden de mi armario era antológico, mi habitación entera rezumaba anarquía.Todo esto que ahora escribo no es más que una interpretación quizá mi actitud fuera la explosión de las hormonas o ese tedio nervioso que surge en la adolescencia y que sólo es síntoma de unas ganas desastrosas de que te muerdan la boca. También puede ser interpretación el que mi abuela mantuviera su inmovilidad tan sólo para no tener que despedirse de mí.
Me resulta curioso que esta aparente discordia entre los hábitos de mi abuela y los míos no provocaran mayor conflicto que el que un día ella escuchara a todo volumen un tema de Billie Holiday (por ejemplo Strange Fruit) mientras yo hacía lo propio con, por ejemplo, The Stranglers y su Golden Brown, sabiendo que yo llevaba todas las de perder porque su equipo era mucho más potente que el mío.
Una tarde en que esta batalla musical entre el pop y el jazz se había alargado más de dos horas, me di, como siempre, por vencida y decidí salir a airearme. Nosotras vivíamos en el séptimo piso y yo solía bajar y subir por las escaleras; me gustaba porque los escalones eran de madera y su sonido me resultaba cómodo y muy, muy mío (sonido de un bosque que nunca conocí, sonido del viento que debía de correr entre sus árboles; sonido de las estrellas en sus noches; sonidos de sus animales viviendo y muriendo; y también sonido de una cabaña y dentro de ella el crepitar de una chimenea y el sueño tranquilo de un perro; un bosque que yo ubicaba en algún lugar de Nueva Zelanda). Así es que ese día bajé como siempre trotando y en el sexto me tropecé, literalmente, con un chico nuevo en la casa, vecino nuevo. Yo tenía diecisiete años y él acaba de cumplir los veinte. Llevaba una caja. Él no me vio. Yo no le vi. La caja cayó al suelo. Ambos escuchamos la rotura de algo. Yo me disculpé. Él se sonrió y me dijo: Me llamo Aldo. Ya te diré lo que me debes. Yo no respondí, seguí bajando las escaleras y por primera vez sentí que un día, no sabía cuándo, tendría que irme de allí. Tendría que despedirme de mi abuela.
Cuando murió mi abuelo yo tenía trece años. Y aunque los años pasan lentos en esa etapa de la vida, fueron pasando. Mi abuela se mantenía igual que siempre, parecía que en ella la vida se había detenido. Pensaba a veces que era porque su rutina llevada a rajatabla la había detenido en el tiempo. O por ser más correcta pensaba que la rutina detiene el tiempo. Y como yo no quería que el tiempo se detuviera mi vida se fue convirtiendo en un desorden descomunal: alteraba horarios, unas veces me levantaba a las tres de la madrugada y otras a las siete y otras me acostaba a las seis de la tarde; pasaba temporadas desayunando la cena y cenando el desayuno o una semana besaba a mi abuela en el oído derecho y la siguiente besaba su mano izquieda (bueno sólo el dedo meñique); luego me dio por teñirme el pelo e incluso una temporada corté mi pelo según me levantaba por la mañana; el desorden de mi armario era antológico, mi habitación entera rezumaba anarquía.Todo esto que ahora escribo no es más que una interpretación quizá mi actitud fuera la explosión de las hormonas o ese tedio nervioso que surge en la adolescencia y que sólo es síntoma de unas ganas desastrosas de que te muerdan la boca. También puede ser interpretación el que mi abuela mantuviera su inmovilidad tan sólo para no tener que despedirse de mí.
Me resulta curioso que esta aparente discordia entre los hábitos de mi abuela y los míos no provocaran mayor conflicto que el que un día ella escuchara a todo volumen un tema de Billie Holiday (por ejemplo Strange Fruit) mientras yo hacía lo propio con, por ejemplo, The Stranglers y su Golden Brown, sabiendo que yo llevaba todas las de perder porque su equipo era mucho más potente que el mío.
Una tarde en que esta batalla musical entre el pop y el jazz se había alargado más de dos horas, me di, como siempre, por vencida y decidí salir a airearme. Nosotras vivíamos en el séptimo piso y yo solía bajar y subir por las escaleras; me gustaba porque los escalones eran de madera y su sonido me resultaba cómodo y muy, muy mío (sonido de un bosque que nunca conocí, sonido del viento que debía de correr entre sus árboles; sonido de las estrellas en sus noches; sonidos de sus animales viviendo y muriendo; y también sonido de una cabaña y dentro de ella el crepitar de una chimenea y el sueño tranquilo de un perro; un bosque que yo ubicaba en algún lugar de Nueva Zelanda). Así es que ese día bajé como siempre trotando y en el sexto me tropecé, literalmente, con un chico nuevo en la casa, vecino nuevo. Yo tenía diecisiete años y él acaba de cumplir los veinte. Llevaba una caja. Él no me vio. Yo no le vi. La caja cayó al suelo. Ambos escuchamos la rotura de algo. Yo me disculpé. Él se sonrió y me dijo: Me llamo Aldo. Ya te diré lo que me debes. Yo no respondí, seguí bajando las escaleras y por primera vez sentí que un día, no sabía cuándo, tendría que irme de allí. Tendría que despedirme de mi abuela.
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Cuentecillos
Colección
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Recuerdos
Reflexiones para antes de morir
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
El mes de noviembre
Listas
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Agosto 2013
Saturnales
Citas del mes de mayo
Reflexiones
Marea
Mosquita muerta
Sincerada
Sinonimias
Sobre la verdad
El Brillante
El viaje
No fabularé
El espejo
Desenlace
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Velocidad de escape
Derivas
Carta a una desconocida
Asturias
Sobre la música
Biopolítica
Las manos
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Ciclos
Tríptico de los fantasmas
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023 y 2024 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Cuento
Tags : Desenlace Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/01/2014 a las 12:21 | {2}