El mismo día en el que el joven al que llamamos Olmo descubrió la oquedad cubierta por las aguas en el acantilado de la izquierda mientras recogía lapas, ocurrieron dos hechos más de singular importancia para esta historia.
La primera ocurrió a la caída de la tarde. Hasta entonces el día había transcurrido dentro de la normalidad -si podemos aplicar este sustantivo al hecho de encontrar a un joven de veintiún años en la más absoluta soledad, viviendo en una cueva y sin apenas medios de subsistencia- porque si bien a Olmo se le podría tachar de estrafalario o directamente de anormal por vivir en las condiciones en las que vivía, lo cierto es que tenía una rutina digna de Emmanuel Kant. Así es que digamos que cuando veía que el sol declinaba, él solía dar una vuelta por el bosque excepto cuando tenía necesidad de ir a por agua. En ese caso subía por el sendero hasta lo alto del monte y allí tomaba un camino que llevaba directamente hasta la casa abandonada con su pozo. La tarde a la que nos referimos Olmo fue en busca de agua. Llegó hasta el pozo. Llenó el bidón -de cinco litros- y regresó. La luna aquel día estaba llena. Y aquí hay que dar a conocer una característica de la personalidad de Olmo: no amaba la luna llena y -él lo sabía- la luna llena no le amaba a él. Siempre que la luna llena se hacía dueña del cielo a Olmo le entraba un nerviosismo lunar, su respiración se alteraba y sus pensamientos podían rozar la obsesión; también se alteraba su sueño y sus sueños se convertían en pesadillas. En ocasiones Olmo le hablaba a la luna llena y le solía decir éstas o parecidas palabras, ¡No me jodas esta noche, zorra! ¡Enséñale a otro tu culo! Eres sucia y lo sabes. Eres poderosa y lo sé. Por eso sólo te pido que sencillamente nos ignoremos. Cosas así hablaba Olmo con la luna y la luna parecía responderle éstas o parecidas palabras, ¡Jovencito, nunca te librarás de mí! Porque mi blancura impura te pone cachondo y quisieras follarme toda la noche hasta quedar dormido para que yo rielara sobre ti. Cachorro de hombre, haré contigo lo que quiera cuando quiera. Esta noche, por ejemplo, te haré soñar con un coño dentado al que tú te sentirás atraído y no podrás evitar que te desgarre el sexo cuando, incauto, vengas a mí y creas que puedes poseerme. Hombre necio como todos los hombres. Deberías aprender que una mujer jamás es poseída. Cosas así hablaba la luna con Olmo. Y en esta inquietud se encontraba Olmo de vuelta a su cueva cuando ocurrió el primer hecho singular y fue que -surgida de la nada. Aparecida como fantasma. Espectral y linda- una gata se cruzó en el camino de Olmo; una gata negra de ojos grandes y verdes. Olmo se asustó y pegó un grito. La gata se sentó frente a él y maulló dulcemente. La noche estaba cayendo pero aún a lo lejos los colores del atardecer de septiembre añiles, naranjas y rosas luchaban por permanecer. Olmo se recompuso y rodeo a la gata para seguir su camino. La gata le seguía. Olmo le dijo, Seguro que tienes hambre o sed porque compañía no te hace falta. Decía mi abuela que los gatos no tienen dueño, los gatos tienen casa y riendo añadía y las gatas más aún. Olmo se calló y la noche era cuando llegaba a la cueva. Entró y encendió una vela. La gata se quedó en el umbral moviendo -como si fuera sierpe- su cola. En una cáscara de coco Olmo le puso agua. En una piedra lisa le puso algo del arroz con lapas. Luego encendió el fuego y se hizo un té. La luna reinaba sobre el cielo cuando Olmo salió para tomarse el té y fumarse un cigarrillo antes de irse a dormir. Hasta entonces la gata se había mantenido en el umbral en la misma posición, con el mismo movimiento de la cola. Olmo se apoyó en la pared del acantilado y maldijo la luna llena. La gata ronroneó y se acurrucó a su lado. Olmo no la acarició pero la dejó estar. Empezaba a hacer frío. Era finales de septiembre.
El segundo hecho singular ocurrió cuando Olmo llevaba unas horas dormido. El viento se había levantado. Sonaba el mundo batido por el viento y las olas parecían haberse desperezado y ahora llegaban hasta la arena como un tumulto que fuera creciendo. Entre el tumulto y el batir del mundo, Olmo empezó a oír -a medida que se despertaba- una canción en la voz de una mujer. La luna iluminaba la entrada de la cueva y la silueta de la gata -sentada de nuevo en el umbral, de espaldas a él- se recortaba; parecía el conjunto un dibujo de Hugo Pratt. A Olmo le costaba despertar. O más bien Olmo no sabía si estaba despierto. Lo único que parecía estar en completa vigilia era su sentido del oído. Las olas, el viento y la voz de la mujer que canta le inundaban y al mismo tiempo le paralizaban. Y así, paralizado y escuchando, se volvió a quedar domido.
Despertó cuando la luz del día había amanecido. A sus pies la gata dormía. Olmo se levantó. Tomó el cuaderno y escribió:
No escribió más. No sabía si aquellas palabras las había pronunciado la mujer que había cantado la noche anterior. No sabía si la noche anterior una mujer había cantado.
La primera ocurrió a la caída de la tarde. Hasta entonces el día había transcurrido dentro de la normalidad -si podemos aplicar este sustantivo al hecho de encontrar a un joven de veintiún años en la más absoluta soledad, viviendo en una cueva y sin apenas medios de subsistencia- porque si bien a Olmo se le podría tachar de estrafalario o directamente de anormal por vivir en las condiciones en las que vivía, lo cierto es que tenía una rutina digna de Emmanuel Kant. Así es que digamos que cuando veía que el sol declinaba, él solía dar una vuelta por el bosque excepto cuando tenía necesidad de ir a por agua. En ese caso subía por el sendero hasta lo alto del monte y allí tomaba un camino que llevaba directamente hasta la casa abandonada con su pozo. La tarde a la que nos referimos Olmo fue en busca de agua. Llegó hasta el pozo. Llenó el bidón -de cinco litros- y regresó. La luna aquel día estaba llena. Y aquí hay que dar a conocer una característica de la personalidad de Olmo: no amaba la luna llena y -él lo sabía- la luna llena no le amaba a él. Siempre que la luna llena se hacía dueña del cielo a Olmo le entraba un nerviosismo lunar, su respiración se alteraba y sus pensamientos podían rozar la obsesión; también se alteraba su sueño y sus sueños se convertían en pesadillas. En ocasiones Olmo le hablaba a la luna llena y le solía decir éstas o parecidas palabras, ¡No me jodas esta noche, zorra! ¡Enséñale a otro tu culo! Eres sucia y lo sabes. Eres poderosa y lo sé. Por eso sólo te pido que sencillamente nos ignoremos. Cosas así hablaba Olmo con la luna y la luna parecía responderle éstas o parecidas palabras, ¡Jovencito, nunca te librarás de mí! Porque mi blancura impura te pone cachondo y quisieras follarme toda la noche hasta quedar dormido para que yo rielara sobre ti. Cachorro de hombre, haré contigo lo que quiera cuando quiera. Esta noche, por ejemplo, te haré soñar con un coño dentado al que tú te sentirás atraído y no podrás evitar que te desgarre el sexo cuando, incauto, vengas a mí y creas que puedes poseerme. Hombre necio como todos los hombres. Deberías aprender que una mujer jamás es poseída. Cosas así hablaba la luna con Olmo. Y en esta inquietud se encontraba Olmo de vuelta a su cueva cuando ocurrió el primer hecho singular y fue que -surgida de la nada. Aparecida como fantasma. Espectral y linda- una gata se cruzó en el camino de Olmo; una gata negra de ojos grandes y verdes. Olmo se asustó y pegó un grito. La gata se sentó frente a él y maulló dulcemente. La noche estaba cayendo pero aún a lo lejos los colores del atardecer de septiembre añiles, naranjas y rosas luchaban por permanecer. Olmo se recompuso y rodeo a la gata para seguir su camino. La gata le seguía. Olmo le dijo, Seguro que tienes hambre o sed porque compañía no te hace falta. Decía mi abuela que los gatos no tienen dueño, los gatos tienen casa y riendo añadía y las gatas más aún. Olmo se calló y la noche era cuando llegaba a la cueva. Entró y encendió una vela. La gata se quedó en el umbral moviendo -como si fuera sierpe- su cola. En una cáscara de coco Olmo le puso agua. En una piedra lisa le puso algo del arroz con lapas. Luego encendió el fuego y se hizo un té. La luna reinaba sobre el cielo cuando Olmo salió para tomarse el té y fumarse un cigarrillo antes de irse a dormir. Hasta entonces la gata se había mantenido en el umbral en la misma posición, con el mismo movimiento de la cola. Olmo se apoyó en la pared del acantilado y maldijo la luna llena. La gata ronroneó y se acurrucó a su lado. Olmo no la acarició pero la dejó estar. Empezaba a hacer frío. Era finales de septiembre.
El segundo hecho singular ocurrió cuando Olmo llevaba unas horas dormido. El viento se había levantado. Sonaba el mundo batido por el viento y las olas parecían haberse desperezado y ahora llegaban hasta la arena como un tumulto que fuera creciendo. Entre el tumulto y el batir del mundo, Olmo empezó a oír -a medida que se despertaba- una canción en la voz de una mujer. La luna iluminaba la entrada de la cueva y la silueta de la gata -sentada de nuevo en el umbral, de espaldas a él- se recortaba; parecía el conjunto un dibujo de Hugo Pratt. A Olmo le costaba despertar. O más bien Olmo no sabía si estaba despierto. Lo único que parecía estar en completa vigilia era su sentido del oído. Las olas, el viento y la voz de la mujer que canta le inundaban y al mismo tiempo le paralizaban. Y así, paralizado y escuchando, se volvió a quedar domido.
Despertó cuando la luz del día había amanecido. A sus pies la gata dormía. Olmo se levantó. Tomó el cuaderno y escribió:
Canción de la Mujer
No te distraigas muchacho.
Mi boca se ha hecho ancha.
Mi corazón se estrecha.
No te distraigas muchacho
la barca sólo vendrá una vez
No te distraigas muchacho.
Mi boca se ha hecho ancha.
Mi corazón se estrecha.
No te distraigas muchacho
la barca sólo vendrá una vez
No escribió más. No sabía si aquellas palabras las había pronunciado la mujer que había cantado la noche anterior. No sabía si la noche anterior una mujer había cantado.
El joven se dedica a su oficio artesano. Está en la playa. Desnudo. La cala está desierta. Recuerda los días de verano cuando estaba llena de jóvenes iguales a él. Recuerda el sonido de los diferentes idiomas y el sabor a sal en el cuerpo de una muchacha austriaca un anochecer. Mientras labora ve bajar por el sendero a una pareja de guardias rurales. Ambos llevan escopetas colgadas del hombro y pistolas al cinto. También son jóvenes. Llegan hasta él y le hacen preguntas acerca de dónde viene, cuánto tiempo lleva en la isla, cuánto piensa estar. Él les invita a sentarse y a fumar un cigarrillo. Ello se sientan y fuman. El joven responde. Uno de los guardias le indica dónde se encuentra el cuartelillo por si necesita algo y le avisa de que llega la tramontana. Haciéndole un saludo militar la pareja se marcha.
El joven -al que llamaremos Olmo- decide coger lapas de la roca para añadir a su arroz. Se ata un redecilla al muslo y toma su navaja. El agua turquesa y calmada ya empieza a estar fría. Nada Olmo hacia el acantilado de su izquierda y empieza laboriosamente a despegar las lapas y mientras lo hace el tiempo pasa, la vida sigue, el mundo gira, las galaxias se mueven y se acercan unas a otras, puede que alguien esté atravesando un agujero de gusano; es seguro -en todo caso- que alguien ríe y alguien llora mientras él recolecta lapas a lo largo del acantilado y se detiene cuando descubre una oquedad apenas cubierta por las aguas del mar. Olmo se sumerge y descubre que la oquedad es una entrada al interior de la montaña.
El joven -al que llamaremos Olmo- decide coger lapas de la roca para añadir a su arroz. Se ata un redecilla al muslo y toma su navaja. El agua turquesa y calmada ya empieza a estar fría. Nada Olmo hacia el acantilado de su izquierda y empieza laboriosamente a despegar las lapas y mientras lo hace el tiempo pasa, la vida sigue, el mundo gira, las galaxias se mueven y se acercan unas a otras, puede que alguien esté atravesando un agujero de gusano; es seguro -en todo caso- que alguien ríe y alguien llora mientras él recolecta lapas a lo largo del acantilado y se detiene cuando descubre una oquedad apenas cubierta por las aguas del mar. Olmo se sumerge y descubre que la oquedad es una entrada al interior de la montaña.
Érase una vez un joven que se enamoró de la desnudez y del mar. Fue tanto su enamoramiento que se fue a vivir a una isla y en la isla encontró una cala y en la cala una cueva que se hallaba en la ladera de un monte que iba a morir al mar. El joven se dedicó la primera mañana a recoger paja y piedras y con ellas se hizo un lecho. La paja la cubrió con una vieja tela que siempre llevaba consigo. Era una tela que tenía bordado el árbol del Mundo. Era una tela de color azul. En un rincón -cerca de la boca de la cueva- hizo un hogar donde poder cocinar su alimento. Todo su alimento era arroz integral y té. El joven volvió a salir y recogió leña que amontonó al fondo de la cueva. Su equipaje era un saco de dormir, una muda, dos camisetas, dos pantalones -uno corto y otro largo-, un jersey, un chubasquero, dos pares de zapatillas, un tubo de dentífrico, un cepillo de dientes, un botiquín de primeros auxilios, un espejillo, un cuaderno, dos plumas y dos tinteros -uno de tinta azul y otro verde-, dos libros: La Biblia de Jerusalem y la Historia Natural de Plinio, un bidón para el agua, una navaja, una cuchara de madera, un manojo de velas, un telar para hacer pulseras de hilo, hilos de varios colores, tabaco de liar, papelillos y cerillas. El joven dejó la ropa dentro de la mochila, fue sacando los demás enseres y los distribuyó por el espacio de la cueva que tendría unos seis metros desde la entrada hasta el fondo por cuatro metros de pared a pared. Cuando hubo terminado de hacer la distribución bajó -por un sendero- hasta la cala. El día se había hecho corto y ya era la tarde. Una tarde de septiembre, en una isla del mediterráneo. El joven desnudo era bello porque lo bello de los jóvenes es su juventud. Tenía los cabellos largos y castaños. Su piel estaba bronceada. Sus ojos eran grandes, oscuros. Su boca se dibujaba nítida. Su torso era muy delgado. Su sexo se aposentaba cálido entre sus muslos; unos muslos que como fuste de columna empujaron con delicadeza las aguas del mar. El joven se bañó. La cala miraba a poniente. Antes de que anocheciera se acercó a las ruinas de una casa donde había un pozo. Sacó agua. La vertió en el bidón y volvió a su cueva. La primera noche cayó y un mundo de estrellas cubrió la naturaleza: el joven cocinaba su arroz, las olas lamían la arena, una brisa dulcísima interpretaba sonidos en árboles, matorrales, caminos y piedras. Tras cenar dedicó un rato a su labor de artesanía y fabricó en su rudimentario telar seis pulseras de hilo. Fumó un cigarrillo en la entrada de la cueva, intuyendo el mar -la luna era nueva-, buscando las constelaciones que conocía, afinando su oído para ubicar a la cigarra que cantaba.
Dijo, Siento el mundo dentro de una pesadilla.
Dijo, Deberíamos emprender el vuelo como lo hizo el Che Guevara y también, a su manera, Jesús de Nazaret (aunque no existiera. No hace falta existir para volar).
Dijo, Os amaré con toda mi bondad; os amaré con la alabanza y el tedio de los domingos; os amaré sometido a una indisciplina que reconozco impropia de este mundo (el del interior de la pesadilla).
Dijo, He volado demasiadas veces y he sido un descarado. Cuando me encontré con un canalla se lo dije a la cara; cuando quisieron someterme rugí como una fiera. No me arrepiento. Sólo lo sentiría si tú, mon semblable, mon frère, no lo valoras como un grito y un espaldarazo a tu propia dignidad.
Dijo, He perdido dinero.
Dijo, He perdido la cadena.
Dijo, Ese dios no es luz, no es cobijo. Porque soy bueno te lo digo. Porque escupo fuego te lo digo. Porque soy capaz de saber a partir de la primera frase todo lo que vendrá después, te lo digo. Porque se me acercan siempre personas buenas.
Dijo, No voy a huir. No me vas a echar de menos antes de tiempo. Voy a seguir aquí amarrado a mi elección.
Dijo, Deberías saberlo.
Dijo, Deberías creerlo.
Dijo, Haberme conocido. Haberme tenido cerca. No sabes cuánto bien te he hecho.
Dijo, Me dice una joven, Vives en un mundo demasiado amable. Ese es mi destino. No renuncio a él. ¡Ése, ése es!
Al terminar de hablar se alejó por el sendero. Lentamente se fue hundiendo en el corazón del bosque. Tan sólo la compañía del perro o los sonidos de las aves canoras o el siseo de la maleza y las calladas patas de las hormigas, confluían en sus sentidos otorgando al mundo un atisbo de comunidad. Erguida la cabeza, la congoja le atacaba. Sabía al no saber y al no saber vivía. La noche iba arropándole. Creyó oír muy lejos el aviso del lobo. Pensó en buscar refugio. Una víbora atravesó el camino. ¿Cuánto queda? se preguntó.
Dijo, Deberíamos emprender el vuelo como lo hizo el Che Guevara y también, a su manera, Jesús de Nazaret (aunque no existiera. No hace falta existir para volar).
Dijo, Os amaré con toda mi bondad; os amaré con la alabanza y el tedio de los domingos; os amaré sometido a una indisciplina que reconozco impropia de este mundo (el del interior de la pesadilla).
Dijo, He volado demasiadas veces y he sido un descarado. Cuando me encontré con un canalla se lo dije a la cara; cuando quisieron someterme rugí como una fiera. No me arrepiento. Sólo lo sentiría si tú, mon semblable, mon frère, no lo valoras como un grito y un espaldarazo a tu propia dignidad.
Dijo, He perdido dinero.
Dijo, He perdido la cadena.
Dijo, Ese dios no es luz, no es cobijo. Porque soy bueno te lo digo. Porque escupo fuego te lo digo. Porque soy capaz de saber a partir de la primera frase todo lo que vendrá después, te lo digo. Porque se me acercan siempre personas buenas.
Dijo, No voy a huir. No me vas a echar de menos antes de tiempo. Voy a seguir aquí amarrado a mi elección.
Dijo, Deberías saberlo.
Dijo, Deberías creerlo.
Dijo, Haberme conocido. Haberme tenido cerca. No sabes cuánto bien te he hecho.
Dijo, Me dice una joven, Vives en un mundo demasiado amable. Ese es mi destino. No renuncio a él. ¡Ése, ése es!
Al terminar de hablar se alejó por el sendero. Lentamente se fue hundiendo en el corazón del bosque. Tan sólo la compañía del perro o los sonidos de las aves canoras o el siseo de la maleza y las calladas patas de las hormigas, confluían en sus sentidos otorgando al mundo un atisbo de comunidad. Erguida la cabeza, la congoja le atacaba. Sabía al no saber y al no saber vivía. La noche iba arropándole. Creyó oír muy lejos el aviso del lobo. Pensó en buscar refugio. Una víbora atravesó el camino. ¿Cuánto queda? se preguntó.
Cuando vengas al otro lado te quedarás dormida. Recordarás entonces lo que no viviste: la cueva milenaria, el pigmento y la representación de un hombre con el falo erecto. Te verás también sentada en un sillón de cuero mientras escuchas a un hombre, cocainómano en su intimidad, diciéndote y solemne que la angustia es la consecuencia del rechazo. Quizá te veas -eso ya es más difícil, apenas quedan rastros en tu imaginación- pergeñando un canto que se asemeje a Dios o que le alabe en una mañana sucia, al norte de París, encerrada en una celda, con el suelo de paja que huele a tu orín. Luego serás un personaje bíblico, un nombre inusual que leiste en la solución que tu madre puso en el damero maldito de los domingos; un personaje que podría ser la mujer de Putifar o tantas otras mujeres, tratadas como mujeres, en esta historia bestial en la que estamos; entonces volverás a tu presente y sabrás que tienes la cabeza abierta, que te derrapó el coche y te saliste y caiste no sabes cuánto tiempo; sabrás que es la noche, la última y en ese esfuerzo por continuar vivos llegarás hasta un castillo, son tus trenzas largas, hay un hombre al que deseas cuyo caballo es negro con un lucero blanco entre los ojos; a lo lejos escuchas el bramar del toro y sabes que tras esa nube aparecerá la luna con su figura de espada sarracena; el hombre viste armadura. Tú estás desnuda. No quieres morir. Nunca queremos morir. Escuchas -aun oyes- los sonidos de la noche y quisieras besar por última vez a tu hijo y abrir la puerta de la nevera y beber un trago directamente de la botella, un trago de zumo de mango y manzana e ir por el pasillo hacia tu habitación y desnudarte y ponerte tu pijama y recordar la frase que tantas veces te dice tu amante cuando le llamas y meterte en la cama y coger la novela... te acabas de dar cuenta de que ya nunca sabrás cómo se resuelve la historia de Camelia y levemente, como si fueras ella, estás en un tren a vapor; en tu compartimento la penumbra es azul y un hombre con sombrero, corpulento, fuma y la brasa, intermitentemente, crea una llama naranja en la penumbra azul; sabes que ese hombre es tu contacto y que está en vuestras manos que la guerra se decante por uno u otro bando sólo que no estáis solos; al lado del hombre una anciana parece dormir; a tu lado un presbítero tuerto parece disfrazado de presbítero. Quizás arriba todo se está movilizando; alguien ha visto el accidente, ha llamado a una ambulancia que ya está de camino y dentro de nada escucharás a los bomberos bajar por la ladera y pronto una voz te intentará calmar mientras otras voces establecen el plan de acción para sacarte de ese cúmulo de chatarra en la que estás apresada como lo estás en la bodega del barco, tratada como una esclava, sucia y sedienta; han dicho que os llevan a un nuevo mundo, que allí seréis libres y tan sólo tendréis prohibido volver; junto a ti hay una niña también condenada y al mirarla sabes que nunca llegará a puerto. Hace frío. Ahora te quedarás dormida. Ya está pasando todo. Ya estás llegando.
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Tags : Marea Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/06/2016 a las 23:52 | {0}