Capítulo 4. Nuria
Nuria sabía que iba a morir pronto y aún así cada vez que entraba en el cuarto se miraba en el espejo y se arreglaba -aunque no hiciera falta- el pañuelo que cubría la calva de su cabeza. La leucemia avanzaba rápida. Había días en los que Nuria llegaba con una vitalidad insultante. Había días en los que Nuria no hablaba y mantenía la mirada en el suelo mientras sus manos, blancas y huesudas, se retorcían sobre sí mismas como si no pudieran desenredar el nudo gordiano de su vida y de su muerte. Había días en los que Nuria parecía que iba a morirse allí, delante de todos los pacientes, en plena sesión terapéutica. Había días en los que Nuria era bellísima, con esa belleza de los tísicos, con esa belleza de los enfermos. A menudo Enrique le decía que era igualita a Clauwdia, la enferma rusa de La Montaña Mágica. Enrique se repetía. Era un hombre que tras haber descubierto cierto ingenio en una frase, se agarraba a ella como si así, de alguna forma, el veneno de la teta de su madre fuera contrarrestado con la gracia madura, antídoto milagroso, de una frase que él creía afortunada. Nuria le solía responder que ella no leía y él aseguraba que la lectura aliviaría mucho su dolor. Entonces Nuria callaba para no dejarse ir por la ira o por la tristeza o por la desesperación o por la sorna porque todas estas reacciones -según el día- podía tener ella. A veces pensaba que Enrique se sentiría muy dichoso si pudiera acostarse con ella; sería algo así como una obra de caridad, podría contárselo a sus nietos: hace muchos años, niños, alivié la agonía de una mujer haciéndole el amor. Yo le decía, eres igualita a Clauwdia, etcétera.
Nuria era hermosa. Su extremada delgadez no impedía que sus ojos verdes fueran bosques que miran o sus pómulos fueran salientes de un acantilado que se enfrenta al mar con toda su dureza; su boca pálida, de labios gruesos, se abría en ocasiones en una sonrisa que parecía deslumbrar al propio espejo y tenía su voz la sonoridad grave y bien timbrada de una cantante que dejó hace años el cabaret; su cuerpo debió de ser, antes de consumirse, estilizado y voluptuoso; ahora la enfermedad la había ido deshilachando y había dejado como mojones de aquella belleza unos senos de limón y unas caderas antiguas. Vestía con la dulzura de la auténticas hippies y solía llevar en el escote o sobre su pecho izquierdo un broche de una libélula (la libélula vaga de la vaga ilusión...).
Nuria: La fatiga es agotadora. Y las náuseas. Hay madrugadas en que me despierto o me despierta el niño y tan sólo porque pienso que hoy es uno de los últimos días en que me podré levantar... los últimos días... intento no pensar en ello. Intento no pensarlo así. Otras veces la fatiga me lleva a mi propio velatorio. Me veo vestida con el vestido rojo, tumbada en el féretro, tras la ventana de la sala mortuoria del tanatorio de la M-30. Adolfo está con nuestro hijo en brazos. Ambos me miran. Yo quiero abrir los ojos pero una fuerza suave y amable me lo impide. Una voz me dice: no, no los abras; los asustarías. No quiero morir. Quiero aprender a morir. Por eso estoy aquí. Aprender a morir a los treinta y dos años, con un niño de tres y un marido al que encuentro encantador. No sé decirlo de otra forma. Noto en su mirada la tristeza. Siento el esfuerzo que hace por no llorar cuando me abraza por las noches y aprieta su pecho velludo contras mis costillas. Interpreto sus largas estancias en el baño. Y los silencios sentados en el sofá mientras vemos la televisión cuando el niño se ha quedado dormido y él, de repente, me coge la mano y la aprieta un poquito, muy poquito como si temiera quebrarme las huesos. Y yo no tengo fuerzas para mirarle con la intensidad de nuestros primeros años; siento la veladura que la quimioterapia ha posado sobre mis ojos; quisiera abrazarle, sentir que la enfermedad, por un segundo, no, no, ya puesta a desear, quiero media hora. Sí, sentir que la enfermedad por media hora ha desaparecido y puedo entregarle todas mis caricias, todas mis miradas, mi cuerpo entero. Mi cuerpo en el velatorio del tanatorio de la M-30; mi madre enjugándose las lágrimas y mi padre a su lado vestido con su uniforme de gala y aguantando las lágrimas como un pavo por la muerte de su hija. ¡Qué militar tan poco aguerrido! Le recuerdo los domingos por la mañana, en pijama y mandil, haciendo tostadas con mantequilla y tortillas francesas para toda la familia; en una radio escuchaba música clásica y solía canturrear mientras trajinaba. Luego se quitaba el delantal y nos iba despertando con besos muy pequeños en la nariz. ¡Qué pequeños los besos de mi padre! Me echará tanto de menos. Has de ser fuerte, le dije un día y él me respondió, No tengo que ser nada y menos aún fuerte. Nunca lo he sido. Tú lo sabes bien.
Hoy la oncóloga me ha regalado una sonrisa. No suele hacerlo. Es más bien seca. Imagino que será su necesaria armadura contra tanta muerte. Esa sonrisa me ha preocupado y se lo he dicho. Ella se ha puesto seria y me ha contestado: Las cosas no van bien. Cuando me lo ha dicho, no he sentido nada pero luego, al salir de la consulta, he querido estar en Formentera cuando tenía diecinueve años y Adolfo y yo hacíamos el amor y nos llenábamos el culo de arena. Recuerdo que mientras lo hacíamos vimos aparecer a unas vacas muy grandes, cerca de nosotros; se acercaron hasta la orilla y se quedaron mirando el horizonte. Yo me puse a reír y les grité: Pero seréis tontas, el espectáculo está aquí. Quiero volver a Formentera y que las vacas estén en la orilla y decirles: tenéis razón, el espectáculo está en el horizonte. Me aterra la agonía y el dolor de mi padre. No sé cuánto tiempo podré mantener el tipo. No sé morir.
Nuria era hermosa. Su extremada delgadez no impedía que sus ojos verdes fueran bosques que miran o sus pómulos fueran salientes de un acantilado que se enfrenta al mar con toda su dureza; su boca pálida, de labios gruesos, se abría en ocasiones en una sonrisa que parecía deslumbrar al propio espejo y tenía su voz la sonoridad grave y bien timbrada de una cantante que dejó hace años el cabaret; su cuerpo debió de ser, antes de consumirse, estilizado y voluptuoso; ahora la enfermedad la había ido deshilachando y había dejado como mojones de aquella belleza unos senos de limón y unas caderas antiguas. Vestía con la dulzura de la auténticas hippies y solía llevar en el escote o sobre su pecho izquierdo un broche de una libélula (la libélula vaga de la vaga ilusión...).
Nuria: La fatiga es agotadora. Y las náuseas. Hay madrugadas en que me despierto o me despierta el niño y tan sólo porque pienso que hoy es uno de los últimos días en que me podré levantar... los últimos días... intento no pensar en ello. Intento no pensarlo así. Otras veces la fatiga me lleva a mi propio velatorio. Me veo vestida con el vestido rojo, tumbada en el féretro, tras la ventana de la sala mortuoria del tanatorio de la M-30. Adolfo está con nuestro hijo en brazos. Ambos me miran. Yo quiero abrir los ojos pero una fuerza suave y amable me lo impide. Una voz me dice: no, no los abras; los asustarías. No quiero morir. Quiero aprender a morir. Por eso estoy aquí. Aprender a morir a los treinta y dos años, con un niño de tres y un marido al que encuentro encantador. No sé decirlo de otra forma. Noto en su mirada la tristeza. Siento el esfuerzo que hace por no llorar cuando me abraza por las noches y aprieta su pecho velludo contras mis costillas. Interpreto sus largas estancias en el baño. Y los silencios sentados en el sofá mientras vemos la televisión cuando el niño se ha quedado dormido y él, de repente, me coge la mano y la aprieta un poquito, muy poquito como si temiera quebrarme las huesos. Y yo no tengo fuerzas para mirarle con la intensidad de nuestros primeros años; siento la veladura que la quimioterapia ha posado sobre mis ojos; quisiera abrazarle, sentir que la enfermedad, por un segundo, no, no, ya puesta a desear, quiero media hora. Sí, sentir que la enfermedad por media hora ha desaparecido y puedo entregarle todas mis caricias, todas mis miradas, mi cuerpo entero. Mi cuerpo en el velatorio del tanatorio de la M-30; mi madre enjugándose las lágrimas y mi padre a su lado vestido con su uniforme de gala y aguantando las lágrimas como un pavo por la muerte de su hija. ¡Qué militar tan poco aguerrido! Le recuerdo los domingos por la mañana, en pijama y mandil, haciendo tostadas con mantequilla y tortillas francesas para toda la familia; en una radio escuchaba música clásica y solía canturrear mientras trajinaba. Luego se quitaba el delantal y nos iba despertando con besos muy pequeños en la nariz. ¡Qué pequeños los besos de mi padre! Me echará tanto de menos. Has de ser fuerte, le dije un día y él me respondió, No tengo que ser nada y menos aún fuerte. Nunca lo he sido. Tú lo sabes bien.
Hoy la oncóloga me ha regalado una sonrisa. No suele hacerlo. Es más bien seca. Imagino que será su necesaria armadura contra tanta muerte. Esa sonrisa me ha preocupado y se lo he dicho. Ella se ha puesto seria y me ha contestado: Las cosas no van bien. Cuando me lo ha dicho, no he sentido nada pero luego, al salir de la consulta, he querido estar en Formentera cuando tenía diecinueve años y Adolfo y yo hacíamos el amor y nos llenábamos el culo de arena. Recuerdo que mientras lo hacíamos vimos aparecer a unas vacas muy grandes, cerca de nosotros; se acercaron hasta la orilla y se quedaron mirando el horizonte. Yo me puse a reír y les grité: Pero seréis tontas, el espectáculo está aquí. Quiero volver a Formentera y que las vacas estén en la orilla y decirles: tenéis razón, el espectáculo está en el horizonte. Me aterra la agonía y el dolor de mi padre. No sé cuánto tiempo podré mantener el tipo. No sé morir.
Capítulo Tercero. Enrique
Enrique se sienta desde el primer día que entró en el cuarto a la izquierda del espejo. Es un hombre joven, de unos treinta y seis años, con la cabeza calva; es pequeño, menudo, de ademanes nerviosos y en su cara, como miniatura, se adivina la tensión y es su voz enronquecida, la que clama su represión de la cólera. Viste siempre de traje excepto cuando no va al trabajo -en una sucursal bancaria donde es cajero- y entonces viste vaqueros y pullover.
Desde el primer día mostró una actitud racional, con esto se define la actitud del hombre que está dispuesto a entender lo incomprensible; también se intenta definir con el término racional la compostura de quien se encuentra realizando un máster de empresas: piernas cruzadas, postura relajada como dejando que el cuerpo se escurra un poco por la silla; la expresión corporal abierta de quien ha estado en muchas entrevistas de trabajo y sabe que cruzar los brazos denota cerrazón o que mirar de soslayo es una clara muestra de desconfianza; suele asentir a todas las enseñanzas de la Terapeuta (al principio escribimos Maestra pero iremos cambiando su denominación según de qué persona hablemos. Para Enrique la Maestra es su Terapeuta) con gestos y sonidos de aprobación.
Es -al igual que Luis- macho en la reunión de mujeres. Porque en las reuniones hay siete mujeres y dos hombres y esa situación, de forma civilizada, se muestra en ambos machos y en las siete hembras. Al ser civilizada, la manifestación de la masculinidad se da en el afán dominador y excelso de cada uno de los machos que se traduce en la exposición de sus conocimientos y en la dialéctica de la que hacen gala cada vez que tienen ocasión ya sea por exceso o por defecto. Colas de pavo real. Y una gran tristeza.
Enrique: Como acabas de decir (se refiere a lo que ha dicho la Terapeuta) la nutrición es fundamental. Entiendo perfectamente. Perfectamente. Podría decir que has abierto en mí una vía de conocimiento, has dejado con tus palabras en mí una camino por el que, sin duda, podré descubrir uno de -permitidme la broma- los arcanos de mi personalidad. Mi infancia, claro, mi infancia. Ahí está la llave. En ese mundo que viene dado como los libros contables con su debes y haberes. Yo recuerdo, bueno no lo recuerdo, la figura de mi madre. ¡Ah, sí, mi madre! Claro, mi madre. Has dicho (se refiere de nuevo a la Terapeuta) que cuando somos niños -por cierto en una imagen preciosa, preciosa, no exactamente preciosa, quiero decir, mejor, impactante, sí impactante- si nos alimentan con un biberón de leche y veneno -leche y veneno, impresionante- cuando seamos mayores creeremos que el veneno nos da la vida. Estoy muy de acuerdo. Sí muy de acuerdo. Sólo que yo quisiera, quisiera saber ¿cuál es el veneno de mi infancia? ¿por qué siento esta mansedumbre cuando estoy en la ventanilla del banco y veo pasar la vida como veo pasar los billetes de la caja a las manos de los clientes? ¿cuál fue ese veneno mezclado con el pecho de mi madre, la leche de mi madre? ¿qué se ponía en los pezones? Perdonad, ya sé que sois mayoría de mujeres. Espero que no os ofenda el uso de estas palabras. Quiero decir, ¿qué leche me dio mi madre? ¿la envenenó ella? ¿la envenenó mi padre? Quiero decir ¿le pondría poco antes de la toma -por seguir con su hermosa imagen- veneno de mansedumbre? ¿Por eso me siento manso? ¿Me pellizcaba mi padre? ¿Me sometía en la lucha del amor por mi madre que era su mujer? Eso quería decir. Pero muy bueno, muy bueno ¿eh? todo lo que dice. Estoy muy de acuerdo. Me abre la mente. Me, me enseña, seguro. Seguro. (Se hace un silencio. La Terapeuta le hace un gesto para seguir ella hablando)Sí, sí, siga. No tengo nada más que decir por el momento. No molesto ¿no? ¿Puedo hablar siempre que lo necesite?
Desde el primer día mostró una actitud racional, con esto se define la actitud del hombre que está dispuesto a entender lo incomprensible; también se intenta definir con el término racional la compostura de quien se encuentra realizando un máster de empresas: piernas cruzadas, postura relajada como dejando que el cuerpo se escurra un poco por la silla; la expresión corporal abierta de quien ha estado en muchas entrevistas de trabajo y sabe que cruzar los brazos denota cerrazón o que mirar de soslayo es una clara muestra de desconfianza; suele asentir a todas las enseñanzas de la Terapeuta (al principio escribimos Maestra pero iremos cambiando su denominación según de qué persona hablemos. Para Enrique la Maestra es su Terapeuta) con gestos y sonidos de aprobación.
Es -al igual que Luis- macho en la reunión de mujeres. Porque en las reuniones hay siete mujeres y dos hombres y esa situación, de forma civilizada, se muestra en ambos machos y en las siete hembras. Al ser civilizada, la manifestación de la masculinidad se da en el afán dominador y excelso de cada uno de los machos que se traduce en la exposición de sus conocimientos y en la dialéctica de la que hacen gala cada vez que tienen ocasión ya sea por exceso o por defecto. Colas de pavo real. Y una gran tristeza.
Enrique: Como acabas de decir (se refiere a lo que ha dicho la Terapeuta) la nutrición es fundamental. Entiendo perfectamente. Perfectamente. Podría decir que has abierto en mí una vía de conocimiento, has dejado con tus palabras en mí una camino por el que, sin duda, podré descubrir uno de -permitidme la broma- los arcanos de mi personalidad. Mi infancia, claro, mi infancia. Ahí está la llave. En ese mundo que viene dado como los libros contables con su debes y haberes. Yo recuerdo, bueno no lo recuerdo, la figura de mi madre. ¡Ah, sí, mi madre! Claro, mi madre. Has dicho (se refiere de nuevo a la Terapeuta) que cuando somos niños -por cierto en una imagen preciosa, preciosa, no exactamente preciosa, quiero decir, mejor, impactante, sí impactante- si nos alimentan con un biberón de leche y veneno -leche y veneno, impresionante- cuando seamos mayores creeremos que el veneno nos da la vida. Estoy muy de acuerdo. Sí muy de acuerdo. Sólo que yo quisiera, quisiera saber ¿cuál es el veneno de mi infancia? ¿por qué siento esta mansedumbre cuando estoy en la ventanilla del banco y veo pasar la vida como veo pasar los billetes de la caja a las manos de los clientes? ¿cuál fue ese veneno mezclado con el pecho de mi madre, la leche de mi madre? ¿qué se ponía en los pezones? Perdonad, ya sé que sois mayoría de mujeres. Espero que no os ofenda el uso de estas palabras. Quiero decir, ¿qué leche me dio mi madre? ¿la envenenó ella? ¿la envenenó mi padre? Quiero decir ¿le pondría poco antes de la toma -por seguir con su hermosa imagen- veneno de mansedumbre? ¿Por eso me siento manso? ¿Me pellizcaba mi padre? ¿Me sometía en la lucha del amor por mi madre que era su mujer? Eso quería decir. Pero muy bueno, muy bueno ¿eh? todo lo que dice. Estoy muy de acuerdo. Me abre la mente. Me, me enseña, seguro. Seguro. (Se hace un silencio. La Terapeuta le hace un gesto para seguir ella hablando)Sí, sí, siga. No tengo nada más que decir por el momento. No molesto ¿no? ¿Puedo hablar siempre que lo necesite?
Capítulo Segundo: María
Son las ocho menos veinte de la tarde. Se ha hecho la noche. Fuera sopla el viento del norte, borracho, dando bandazos por las aceras, desnudando sin pudor a los árboles de hoja caduca. María -recta la espalda, las manos apoyadas en las rodillas, las piernas juntas, mirando a La Maestra- habla.
Maria: Cuando siento el viento, me ahogo. Mi nariz husmea antes de salir, como si en su punta tuviera un sensor que me avisara de la velocidad del aire. Hoy me ha costado llegar. Sentía que llevaba faldas y se me veían las bragas. Cuando me ponía la mano por detrás para que no se levantaran, me daba cuenta de que llevaba pantalones. Entonces me tranquilazaba. Colocaba la mano en su posición lógica. Pero al poco rato estaba otra vez detrás.
No soporto las miradas en el autobús. Ni el olor a sudor de las mujeres. En los hombres lo aguanto mejor. Los hombres son sucios y pueden oler mal. Deben oler mal. Sé o puedo llegar a pensar que no hay olores buenos o malos, que todo eso son cuestiones culturales, que un buen entrenamiento podría conseguir que me agradase el olor de la mierda, como les ocurre a los perros, que no hacen más que oler mierda y nunca tienen arcadas. Por eso lo sé. Yo tengo muchas arcadas. Por las mañanas, antes de desayunar suelo tener arcadas. Sólo el aroma del café me las calma. No soporto las frutas por la mañana. Sólo de noche, justo antes de dormir, me gusta tomarme unas uvas o una pera de agua. Me duermo dulce (María sonríe con su broma. Entrelaza las manos. Relaja un poco la rectitud de su espalda. Mira un poquito a los lados. Traga saliva. Se retira un mechón de su cabello que caía por su mejilla derecha. María tendrá unos cuarenta y cinco años). No sé cuándo se inició todo esto. Me han dicho que tuvo que ser en la infancia. No sé por qué todo ha de ocurrir en la infancia. Quisiera tener una imagen clara. No sé, algún acto brutal. Me dicen que seguro que lo hay, que esas fobias, ¿por qué son fobias? También veo volar la mantequilla y siento una especial predilección por las uñas. He venido aquí porque no me encuentro bien. No, no me encuentro bien. Tampoco sé porque sé que no me encuentro bien. Quizá, me digo, porque en la mañana me siento triste y no entiendo por qué estoy respirando, por qué la respiración no es voluntaria, ni tampoco el latir del corazón o la presión arterial. Recuerdo a una mujer que tenía que estar tumbada en la cama porque su presión arterial era tan baja que si se ponía de pie, la sangre se le bajaba a las piernas y moría por falta de riego en el cerebro. Esa mujer aprendió a controlar su presión arterial y pudo al fin levantarse tres horas al día -o más-. (Se queda callada. Baja la mirada. Respira hondo. Parece tomar fuerzas. Eleva la mirada. Se mira, desde la lejanía, en el espejo). Yo no soy una buena mujer. Y tengo asco al contacto, al viento y al olor a sudor en las mujeres. Trabajo lo menos posible. Camino rápido para no tener que detenerme ante nada. Quisiera huir. No estar aquí ahora mismo. Estar callada. Quedarme callada. Sólo que la Maestra me obliga a hablar. Me dice que será bueno pra mí. Me exige para permitirme estar aquí el que diga estas cosas. Las cuales, por cierto, no sé si son ciertas. Sí, sí, puedo estar mintiendo. Puedo ser perfectamente una mujer normal que llega a su casa los días laborables, se quita la ropa de calle, se lava, se hace un café y se sienta a ver el televisor, concursos de palabras o documentales sobre la condición humana y alguna serie algo melodramática que me haga recordar y me ponga tierna. No sé por qué es anormal no desear a los hombres y que sienta repugnancia cuando me despìerto en la noche con la mano en mi sexo y me tenga que levantar y lavarme. (Se vuelve a quedar callada. Esbozan sus labios dos sonrisas muy rápidas que más parecen calambres en su boca, movimientos involuntarios de sus músculos risorios, que verdaderas sonrisas). Ya no quiero hablar más. (María se queda callada con las piernas, las manos y los brazos en su posición inicial).
Maria: Cuando siento el viento, me ahogo. Mi nariz husmea antes de salir, como si en su punta tuviera un sensor que me avisara de la velocidad del aire. Hoy me ha costado llegar. Sentía que llevaba faldas y se me veían las bragas. Cuando me ponía la mano por detrás para que no se levantaran, me daba cuenta de que llevaba pantalones. Entonces me tranquilazaba. Colocaba la mano en su posición lógica. Pero al poco rato estaba otra vez detrás.
No soporto las miradas en el autobús. Ni el olor a sudor de las mujeres. En los hombres lo aguanto mejor. Los hombres son sucios y pueden oler mal. Deben oler mal. Sé o puedo llegar a pensar que no hay olores buenos o malos, que todo eso son cuestiones culturales, que un buen entrenamiento podría conseguir que me agradase el olor de la mierda, como les ocurre a los perros, que no hacen más que oler mierda y nunca tienen arcadas. Por eso lo sé. Yo tengo muchas arcadas. Por las mañanas, antes de desayunar suelo tener arcadas. Sólo el aroma del café me las calma. No soporto las frutas por la mañana. Sólo de noche, justo antes de dormir, me gusta tomarme unas uvas o una pera de agua. Me duermo dulce (María sonríe con su broma. Entrelaza las manos. Relaja un poco la rectitud de su espalda. Mira un poquito a los lados. Traga saliva. Se retira un mechón de su cabello que caía por su mejilla derecha. María tendrá unos cuarenta y cinco años). No sé cuándo se inició todo esto. Me han dicho que tuvo que ser en la infancia. No sé por qué todo ha de ocurrir en la infancia. Quisiera tener una imagen clara. No sé, algún acto brutal. Me dicen que seguro que lo hay, que esas fobias, ¿por qué son fobias? También veo volar la mantequilla y siento una especial predilección por las uñas. He venido aquí porque no me encuentro bien. No, no me encuentro bien. Tampoco sé porque sé que no me encuentro bien. Quizá, me digo, porque en la mañana me siento triste y no entiendo por qué estoy respirando, por qué la respiración no es voluntaria, ni tampoco el latir del corazón o la presión arterial. Recuerdo a una mujer que tenía que estar tumbada en la cama porque su presión arterial era tan baja que si se ponía de pie, la sangre se le bajaba a las piernas y moría por falta de riego en el cerebro. Esa mujer aprendió a controlar su presión arterial y pudo al fin levantarse tres horas al día -o más-. (Se queda callada. Baja la mirada. Respira hondo. Parece tomar fuerzas. Eleva la mirada. Se mira, desde la lejanía, en el espejo). Yo no soy una buena mujer. Y tengo asco al contacto, al viento y al olor a sudor en las mujeres. Trabajo lo menos posible. Camino rápido para no tener que detenerme ante nada. Quisiera huir. No estar aquí ahora mismo. Estar callada. Quedarme callada. Sólo que la Maestra me obliga a hablar. Me dice que será bueno pra mí. Me exige para permitirme estar aquí el que diga estas cosas. Las cuales, por cierto, no sé si son ciertas. Sí, sí, puedo estar mintiendo. Puedo ser perfectamente una mujer normal que llega a su casa los días laborables, se quita la ropa de calle, se lava, se hace un café y se sienta a ver el televisor, concursos de palabras o documentales sobre la condición humana y alguna serie algo melodramática que me haga recordar y me ponga tierna. No sé por qué es anormal no desear a los hombres y que sienta repugnancia cuando me despìerto en la noche con la mano en mi sexo y me tenga que levantar y lavarme. (Se vuelve a quedar callada. Esbozan sus labios dos sonrisas muy rápidas que más parecen calambres en su boca, movimientos involuntarios de sus músculos risorios, que verdaderas sonrisas). Ya no quiero hablar más. (María se queda callada con las piernas, las manos y los brazos en su posición inicial).
Capítulo Segundo: María
María se suele sentar en la tercera silla, ante la pared de la ventana grande. Su cabeza se ve reflejada en el espejo. A ella parece no importarle. Al principio se sienta erguida como si tuviera alma de bailarina. Llega pronto. Deja la zamarra en el perchero de la habitación contigua, a la que se accede desde la calle.
La casa tiene tres habitaciones: la de la entrada, el cuarto y una tercera habitación que es una sala multiusos, también con un espejo muy grande, más grande que el del cuarto. Hay un cuarto de baño, muy pulcro, de mujer.
María tiene una voz y unos ademanes suaves; su pelo es rizado y negro y su nariz algo ganchuda anuncia su condición judía. También sus ojos, grandes y oscuros, parecen provenir de grandes extensiones secas y tiene su mirar algo de desafío en el desierto; su cuerpo es esbelto, generoso su pecho, estrechas sus caderas, largas sus piernas.
A lo largo de la sesión María suele asentir a las explicaciones de la Maestra y emite un sonido gutural, una especie de "ajá" muy cálido, que debe de sonar muy grato en el oído del amante cuando encima de ella hace el amor y María con los ojos cerrados, da su conformidad --ajá o ujú más bien- al ritmo del amante.
A lo largo de la sesión suele cambiar de postura: primero se mantiene erguida, con las manos apoyadas en los muslos, extendidas hacia las rodillas. Al rato cruza las piernas y dobla un brazo sobre el regazo y apoya el codo del otro en perpendicular dejando la mano como apoyo del rostro que se inclina ligeramente para descansar; más tarde cruza las piernas; luego suele volver a la posición original y siempre antes de terminar hace unos ejercicios de estiramiento de brazos, cuello y espalda.
No toma notas. Graba la sesión entera. Cuando termina, se levanta, saluda a todo el mundo, recoge su zamarra y sale a la noche a paso muy ligero quizá porque ha de coger un medio de trasporte con horario o porque quiere huir aunque sepa que volverá o porque la noche le asusta o quizás sean las hojas de los árboles por el suelo que le traen a la memoria viejos recuerdos que tienen algo de dolor y algo de nostalgia.
La casa tiene tres habitaciones: la de la entrada, el cuarto y una tercera habitación que es una sala multiusos, también con un espejo muy grande, más grande que el del cuarto. Hay un cuarto de baño, muy pulcro, de mujer.
María tiene una voz y unos ademanes suaves; su pelo es rizado y negro y su nariz algo ganchuda anuncia su condición judía. También sus ojos, grandes y oscuros, parecen provenir de grandes extensiones secas y tiene su mirar algo de desafío en el desierto; su cuerpo es esbelto, generoso su pecho, estrechas sus caderas, largas sus piernas.
A lo largo de la sesión María suele asentir a las explicaciones de la Maestra y emite un sonido gutural, una especie de "ajá" muy cálido, que debe de sonar muy grato en el oído del amante cuando encima de ella hace el amor y María con los ojos cerrados, da su conformidad --ajá o ujú más bien- al ritmo del amante.
A lo largo de la sesión suele cambiar de postura: primero se mantiene erguida, con las manos apoyadas en los muslos, extendidas hacia las rodillas. Al rato cruza las piernas y dobla un brazo sobre el regazo y apoya el codo del otro en perpendicular dejando la mano como apoyo del rostro que se inclina ligeramente para descansar; más tarde cruza las piernas; luego suele volver a la posición original y siempre antes de terminar hace unos ejercicios de estiramiento de brazos, cuello y espalda.
No toma notas. Graba la sesión entera. Cuando termina, se levanta, saluda a todo el mundo, recoge su zamarra y sale a la noche a paso muy ligero quizá porque ha de coger un medio de trasporte con horario o porque quiere huir aunque sepa que volverá o porque la noche le asusta o quizás sean las hojas de los árboles por el suelo que le traen a la memoria viejos recuerdos que tienen algo de dolor y algo de nostalgia.
Capítulo Primero: El cuarto
Siempre es por la tarde. Ahora que es invierno ya ha anochecido. Así se podría decir que siempre es por la noche. Cuando llegue la primavera, si siguen vivos, se verán con más luz. Todo empezó tiempo atrás -eso creen: que existe ese tiempo atrás; que existe la direccionalidad en el tiempo; es más creen que el tiempo existe-, cuando comenzaba el verano. Entonces se veían por la mañana. En el mismo cuarto. Se vieron un sábado y un domingo.
El cuarto es cuadrangular. Sus paredes están pintadas de color verde claro. En dos de ellas hay ventanas. En las otras dos hay diplomas y reproducciones de cuadros de Kandinsky, Miró y Mondrian; una de las paredes, la que se encuentra a la derecha según se entra, soporta un gran espejo rectangular. Hay tres mesas. Una de despacho en cristal. Las otras dos son bajas y de mimbre trenzado. Tiene ocho sillas. Tiene dos alfombras. El cuarto no tiene luz cenital. Hay cuatro lámparas. Una de pie, junto al espejo, y frente a él, dos lámparas de mesa colocadas en unas repisas que enmarcan con su luz la oscuridad de la ventana. La cuarta está en el suelo, en el rincón opuesto a la de pie, y nunca hasta ahora se ha encendido. Sobre cada una de las mesas de mimbre hay un cenicero y una caja de pañuelos de papel. Sobre la mesa de despacho hay un bote con lápices, bolígrafos, sacapuntas y gomas, varios tomos encuadernados con una espiral, un cartapacio de cuero y un cenicero de roca.
Este es el cuarto donde se conocieron. Aquí transcurrirá la historia que hoy empieza. Tan sólo en alguna ocasión ocurrirá algo en el cuarto contiguo o un poco más allá, en el porche de entrada. Quizá nunca ocurra nada en el porche de entrada.
El cuarto es cuadrangular. Sus paredes están pintadas de color verde claro. En dos de ellas hay ventanas. En las otras dos hay diplomas y reproducciones de cuadros de Kandinsky, Miró y Mondrian; una de las paredes, la que se encuentra a la derecha según se entra, soporta un gran espejo rectangular. Hay tres mesas. Una de despacho en cristal. Las otras dos son bajas y de mimbre trenzado. Tiene ocho sillas. Tiene dos alfombras. El cuarto no tiene luz cenital. Hay cuatro lámparas. Una de pie, junto al espejo, y frente a él, dos lámparas de mesa colocadas en unas repisas que enmarcan con su luz la oscuridad de la ventana. La cuarta está en el suelo, en el rincón opuesto a la de pie, y nunca hasta ahora se ha encendido. Sobre cada una de las mesas de mimbre hay un cenicero y una caja de pañuelos de papel. Sobre la mesa de despacho hay un bote con lápices, bolígrafos, sacapuntas y gomas, varios tomos encuadernados con una espiral, un cartapacio de cuero y un cenicero de roca.
Este es el cuarto donde se conocieron. Aquí transcurrirá la historia que hoy empieza. Tan sólo en alguna ocasión ocurrirá algo en el cuarto contiguo o un poco más allá, en el porche de entrada. Quizá nunca ocurra nada en el porche de entrada.
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Olmo Z. ¿2024?
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Reflexiones
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Cuento
Tags : El espejo Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/01/2012 a las 21:37 | {0}