Vamos caminando por la calle. Nos llama un amigo común y nos dice que el Rey nos dará audiencia. Ninguno habíamos pedido audiencia al rey. Es un rey, además, que ya no es rey; es un rey abdicado, un rey muy viejo y muy alto. Aceptamos. Entramos en el zaguán de un edificio de la calle Ortega y Gasset en el barrio de Salamanca de la ciudad de Madrid en España. La casa parece estar distribuida alrededor de un patio central -al verla me recuerda a una casa de mi infancia, la casa del torero Antonio Bienvenida, a la que fuimos un día mi madre y yo con nuestra perra Pocholita, una pekinesa negra, a la que la madre del torero quería cruzar con su pekinés negro- . Al entrar nos topamos con el viejo rey apoyado en la baranda que rodea el patio. Nos encontramos en un primer piso, en una especie de galería; el patio abajo tiene ecos de un jardín francés en miniatura. El rey nos saluda. Nosotros -como si fuéramos cortesanos de toda la vida- inclinamos la cabeza en señal de respeto. Él nos ofrece la mano y al estrechármela la siento flácida y sudorosa. Desaparece el Rey. Nos dicen que en un momento seremos recibidos, parece que su majestad va a hacer un anuncio importante. Me doy cuenta de que mi amigo ha desaparecido. Me doy cuenta de que la aparente sencillez de la distribución de la casa alrededor de un patio central, no era tanta. Me he perdido. Deambulo por habitaciones, pasillos, gabinetes, estancias que no sé a qué están destinadas; la casa se empieza a llenar de gente, cientos y cientos de personas que vagan de un sitio para otro seguramente buscando lo mismo que yo; hay un momento en el que buscando a mi amigo y la sala de audiencias acabo en la cocina y allí veo un ejército de cocineros y pinches y una cantidad pantagruélica de comida. Alguien comenta que el rey renuncia a ser emérito. Por fin veo al rey a través de la rendija de una puerta, está inclinado sobre una mesa iluminada por una lámpara y parece estar absorto en la lectura de un documento mientras en su mano izquierda tiembla, trémula, una pluma.
Es un pueblo hermoso y pequeño, de casas blancas. Estoy acompañando a una muchacha a su casa. Yo también soy un muchacho. Estoy nervioso. Siento que le gusto. A mí ella me gusta mucho. Llegamos a la puerta de su casa. Me dice, Ya hemos llegado. Le pregunto si no podemos estar un poco más juntos. Me dice que sí pero que no haga ruido que su madre está en casa. Entramos. Vamos a su habitación. Me encanta esa muchacha. Tengo unos deseos ardientes de besarla, de tocarla. Entramos en su habitación. Nos sentamos en su cama. Es la habitación de una chica que no ha llegado a los veinte años. Nos besamos. Nos acaloramos. Nos acariciamos. Cuando toco sus senos siento una erección como nunca jamás la había sentido, es la pura flecha de Cupido entre mis piernas. Suavemente, como si me matara con una canción, acerco mi mano al botón de su pantalón; ella detiene mi mano cuando la punta de mi dedo corazón empieza a sentir el vello de su pubis. Me dice, No hasta que no conozcas a mi madre. Saco la mano. Le pregunto si no sería posible conocerla ahora y por un motivo que no acierto a recordar pero que hila esa pregunta con lo que sigue a continuación, me responde que sí pero que ese pueblo fue durante muchos años como el cortijo de una familia llamada Puertas. A mí me sorprende, porque yo conozco a esa familia, le digo, de hecho esa familia es la familia de una novia que tuve (en realidad le digo que yo fui yerno en esa familia. Que estuve casado con la hija de uno de los miembros de esa familia). Entonces ella me enseña una fotografía de esa familia y, en efecto, resultan ser ellos. Me llama la atención en la foto sus dentaduras, las de todos, unos dientes grandes, blancos, casi agresivos en su risotada (parece que en la foto se carcajean). Me presenta la muchacha a su madre que resulta ser A. -la madre real de la mujer con la que estuve casado- y comenta, mirando la fotografía que me había enseñado su hija, que en efecto esa es la familia que durante años se creyó la dueña del pueblo. La madre me devuelve la foto. Me mira con una mirada terrible y dice, Pero hace muchos años que ya no viven.
Era la última hora de la tarde. Tras las montañas el cielo había adquirido unos tonos bermellones que parecían, de tan bellos, abrirse a los infiernos. Estaba sentado en lo alto de su jardín, en una silla de madera con un cojín que hacía más cómodo el asiento. No bebía nada. No fumaba nada. Respiraba, miraba, escuchaba, sentía en su piel el final del día, la caída en la noche de la tarde. Dejaba que su mente vagara. Había vivido muchos más años de los que él mismo siempre había creído. Desde niño, sí, pensó que moriría pronto, no más allá de los cuarenta, no mucho más allá. Si hubiera muerto a los treinta y ocho no habría tenido la hija. Pensó su nombre una vez más. Recordó la película Testament del director canadiense Denys Arcand. En ella la directora de una residencia de ancianos cuenta que desde hace catorce años no sabe nada de su única hija. Él no sabe nada desde hace cuatro años de la suya. ¡Qué abismo se ha abierto en su vida! ¡Qué agujero negro que absorbe casi toda su energía! Ahora, por lo menos, puede volver a sentir los bermellones del atardecer tras las montañas y cree que quizá llegue a asumir esa idea de los aborígenes australianos que entienden la educación como un acompañamiento y no como un lazo eterno, si no dogal, si no collar. Aún así la echa de menos y recuerda su nombre cada día y siente ese prurito de culpa y luego lo desdeña, lo aparta, como si tuviera materia, con un gesto de la mano, se levanta de la silla con cojín, entra en su casa, va hasta la cocina, se hace una cena, recuerda el rostro de su hija cuando apenas levanta un palmo del suelo y le desea desde lo más sincero de su ser que la vida le sea intensa y le dice en voz muy baja, muy, muy baja, porque ésa es la única manera de que se pueda oír en cualquier parte, que nunca, nunca, aunque su ausencia lo arrase, la dejará de querer.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/06/2024 a las 16:59 | {0}Logro llegar hasta la terraza. Son dos gatos los que he de salvar. ¿De quién los gatos? Por el suelo de la terraza se esparcen unas bolas oscuras, muy pequeñas, como cuentas de un rosario. Cuando pongo mi primer pie en la terraza, las bolas se mueven por sí solas y conforman varios cuerpos en todo semejantes a los cuerpos de las serpientes. Los gatos se han encaramado en unas repisas que están fijadas en la pared opuesta a una ventana y ésta se abre a un interior oscuro. Los seres ofídicos que se han creado a partir de las bolas oscuras -son cinco, de distintas dimensiones, pero ninguno tendrá menos de un metro- saltan y se introducen por la ventana. El miedo, el repelús que me provocan esos seres nacidos de tantas partes no me impiden dirigirme a la habitación pero no por la ventana sino por la puerta. Cuando llego a ella -no sé cómo llego. No sé por qué ahora la habitación está en penumbra, tan sólo iluminada por una lamparilla de noche- y voy a traspasar su umbral aparece, surgida de una oscuridad que se había abierto a mi izquierda, E., una mujer con la que mantuve una relación de pareja hace muchos, muchos años. Está muy estropeada. Está muy gorda. Está pintarrajeada, como si no hubiera tenido tiempo de desmaquillarse tras hacer una función expresionista. Con una voz aguardentosa me grita, ¡Ni si te ocurra entrar en mi habitación! Le respondo, No pensaba entrar. Ella insiste y me escupe en la cara, ¡Sí, sí, ibas a entrar! ¡Ni se te ocurra, hijo de puta! ¿Y los gatos? le pregunto ¿Y esos bichos que se han formado a partir de las bolas que había en la terraza? Los ojos de E. tienen la mirada de los moribundos. Se queda un instante callada. Le tiemblan las manos regordetas y con las uñas sucias. Por fin habla, ¿Qué gatos? ¿Qué bolas? ¿Qué terraza? Fuera, fuera. Antes de irme siento que en la cama de la habitación, bajo la colcha, un cuerpo gordo que huele a hombre respira con afán.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/06/2024 a las 23:57 | {0}El hueso asomaba la cabeza [...] la selva exuberante sin deje de sequía miraba hacia el poniente y se ondulaba como la mar cuando despierta al oleaje, el hueso estaba ahí con su cabeza asomada [...] ¿cuándo se propondría el armisticio? ¿sobre qué atalaya la destrucción vence? [...] no sirvan las letanías por más que la cabeza del hueso asome ni tampoco se entonen plantos ni surja en nosotros las ansias proféticas tan sólo convengamos es que ya basta de barbarie [...] el hueso, siempre el hueso [...] ¿no se oponen la selva y el invierno? ¿no parece improbable un invierno selvático? eso era la náusea, lo capitular, aquello que inicia de forma barroca la interpretación de un suceso [...] Kant [...] ...y el hueso y su cabeza [...] propondríamos que sucediera a la hora del crepúsculo cuando la sangre aún reza y se mitigan las horas con los cantos; sería una reunión informal en la que charlaríamos sobre el tema producto de nuestros enojos y cuando apareciera en cualquiera de nosotros la cabeza de su hueso, todos, al unísono, como una misma fiera, lo rodearíamos y bailaríamos hasta enloquecer -derviches de pacotilla- y caer por el hondo abismo del mareo [...] ¡muéstranos la sal que te daremos espanto, hueso de rodilla, tronco de rosal! ¡muéstranos la espalda, deja que expresemos, vuélvete a cubrir! [...] morir así, con la cabeza del hueso descubierta, a la orilla de una mar que se olea, sin haber llegado a festejar el fin de la barbarie [...]
Cuento
Tags : Fantasmagorías Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/12/2023 a las 19:04 | {0}Preámbulo
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Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/06/2024 a las 12:52 | {0}