La primera luz la recibió en diciembre y quedó ciego (dicen que años más tarde, poco antes de morir, creyó entrever lo que él entendió gris una tarde en la que se produjo una gran tormenta de nieve. Recordamos que nos decía que aquello ocurrió un mes de abril. Temía el mes de abril. Decía junto con el otro que era, en efecto, el mes más cruel. Nosotros cuando marzo terminaba, le animábamos con algún vino de la Ribera del Duero y algún queso viejo de oveja). Nunca se quejó de aquella fatalidad sobre todo porque -según nos confesaba- aquella luz primera salió del pezón de su madre y lo deslumbró para siempre. (Eso nos lo decía, muy serio, hasta tal punto serio que no sonreía ni un poquito, no fuera a ser que una medio sonrisa produjera en alguno de nosotros la más leve sospecha de un doble sentido en la frase: aquella luz cegadora salió del pezón de mi madre -esa es la literalidad de la expresión que usaba para evocar aquel momento deslumbrante-). También reconocía en los últimos años de su azarosa y vagabunda existencia que la ceguera trajo consigo la oscuridad y que a ella -la ceguera- achaca mucho de los desaires que la vida le procuró y fueron esos desaires los que le convirtieron en un hombre taciturno, muy hosco con los demás, que albergaba -nos decía ya en el lecho mortuorio- una ira tal contra el género humano que sabía que cualquier cosa que dijera sobre el mismo habría de estar teñido de cierta malignidad porque él, insistía, con los desengaños, los engaños, las desorientaciones, las traiciones, los sinsentidos, los sinsabores, las grandes soledades, el abandono de su progenie, la callada por respuesta de una ex-mujer que tuvo cuando un día quiso saber por qué alguna como ella le quiso (o le aseguro querer), las trampas en los pesos, las risas por su torpeza y por tantas otras cosas que le vinieron pasando a lo largo de su vida (como si de alguna manera, concluimos, se sintiera un poco como el buscón del gran Quevedo) habían acabado convirtiéndole en un ser malhumorado, poco compasivo, lleno de rencor, un rencor, nos aseguraba, que le pudría las entrañas de la mente, un rencor, nos aseguraba, al que había combatido con todas sus fuerzas, en mitad de las tinieblas, sin un atisbo de luz, el cual, aseguraba, había terminado, también él, por vencerle y así no podía negar ante nosotros que era un acomplejado de mierda, lleno de bilis, con unas terribles ganas de matar y agradecía el don de la ceguera porque si no, nos juraba, se habría convertido en asesino cruel y constante. El pobre ciego, entonces, bajaba la voz y musitaba algo parecido a lo que sigue: pero el buen ángel caído se apiadó de mí y me quemó los ojos con la luz que salió despedida de los pezones de mi madre y de esta manera evitó que mis manos se pusieran al servicio de la muerte. Perdonadme lo demás. Perdonad lo que haya podido salir de mi boca. Tenéis mi permiso para cortarme la lengua si fuera preciso. Eso decía el viejo, sentado en una butaca junto a la ventana, en la sala de la residencia para ancianos donde lo conocimos. Nos dijeron las empleadas que lo encontraron a la puerta de la residencia, cuando llegaron las del turno de la mañana; nos contaron que tardó un buen rato en entrar en calor porque parece ser que llevaba allí tirado desde las tres de la madrugada. El viejo murió a las tres semanas de llegar. Nadie lo vino a visitar. Quizás hablara más de la cuenta pero le dejábamos, para lo que iba a durar...
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Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/02/2025 a las 19:04 |