Madame L. y el señor L. se encaminan por las calles de un Paris lluvioso y templado hacia el cementerio de Père Lachaise. Húmedas las calles. La Seine, río que -como el tiempo- no mira a los hombres, fluye. Los clochards. La misteriosa simetría de la catedral de Notre Dame. Su rosetón. El andar torpe del señor L.. El andar lento de madame L..
Mientras recorren en silencio la rue du Temple camino de la place de la République, el señor L. piensa en los años en que no supieron nada el uno del otro. Once años en silencio y de repente -como siempre, siempre era de repente- el reencuentro fortuito por internet en el último diciembre. Esos once años de ausencia, pensaba el señor L, no habían hecho mella en ellos. Su relación había tenido como eje la ausencia. Sin embargo desde el verano se habían visto ya en cuatro ocasiones, dos veces en Madrid, una en Granada y ahora en París y desde diciembre mantenían una correspondencia epistolar por la cual el señor L. sentía verdadera pasión. Sonríe cuando piensa en la posibilidad de que su enamoramiento apasionado por madame L. tras tantos años fuera debido a su forma de escribir. Porque madame L. expresaba sus emociones, sus estados, los paisajes o sus anhelos en un francés hermoso y certero y esas palabras le llegaban al corazón o al hígado como continentes y tanto si eran dulces como si eran amargas lo inundaban, le hacían sentir, sentir.
Madame L. caminaba unos pasos por delante del señor L.. La lluvia caía sobre su cabello rubio. Era una mujer de cuarenta y seis años, de rostro delgado y gesto melancólico; sus ojos azules y pequeños miraban en ocasiones con el brillo de la vejez; su nariz era larga y dominante y su boca grande, de labios carnosos y suaves; su andar era pausado y todo su cuerpo tendía a la largura; largos los brazos, largo el cuello, el tronco y las piernas largas. Ella no era alta. Madame L. siente a un mismo tiempo sentimientos opuestos. Recuerda cuando le llamó un día de finales de julio. Ella estaba en Granada con sus amigos de siempre. Al despertar una mañana se había acordado de él. No, no era esa la palabra. Al despertar había deseado tenerlo dentro. Entonces le llamó y él acudió. Al unísono -en extraña armonía- siente recelo como si se estuviera advirtiendo de que no debía entregarse por completo y que mediante una sabia mezcla de abandono y entrega su relación con el señor L. podría continuar hasta la muerte. Entonces, sabiéndole unos pasos tras ella, le besa en la imaginación volviéndose hacia él, clavada su mirada en sus grandes y atormentados ojos oscuros, abriendo su boca y uniéndola a la suya.
A la entrada del cementerio de Père Lachaise un cuervo graznó. La lluvia seguía cayendo mansa. Es sábado. Madame L. y el señor L. deciden caminar sin rumbo entre las tumbas, los árboles, muchos de los cuales comienzan a quedarse desnudos, y los graznidos de los cuervos. Se ha hecho el silencio en Paris.
Al principio ambos se distancian, cada uno se detiene en tumbas o panteones diferentes aunque busquen la misma tumba, la de un antepasado de un amigo del señor L.. Luego caminaron hacia la parte alta del cementerio. Fue cuando madame L. sintió la necesidad de visitar las tumbas y los monumentos de los héroes de la Resistencia francesa y de los judíos franceses asesinados en los campos de exterminio de los nazis. Eran las dos de la tarde un sábado en Paris cuando se abrió una brecha en sus memorias.
El alma y la acción de madame L. llevaban años unidas para denunciar la colaboración de los franceses en la persecución de los judíos. Con cierta desesperación madame L. le dice al señor L. ante la tumba del líder comunista Georges Boursais, No entiendo cómo es posible que se haya colocado a este hombre al lado del monumento a los inmigrantes ¿Sabes dónde estaba él durante la Segunda Guerra Mundial? En Alemania, trabajando para los alemanes. Había entonces un servicio de trabajo obligatorio. Él era joven. No le echo la culpa. Todos los hombres mayores de dieciocho años se tenían que ir a trabajar para contribuir a lo que se llamaba el esfuerzo de guerra y Boursais estaba en Alemania, trabajando mientras los inmigrantes a los que se dedica este monumento lucharon aquí, matando a los soldados alemanes. Casi todos fueron fusilados. Muchos otros hicieron lo que fuera para no colaborar con los alemanes como mi abuelo que se envenenó una pierna y lo declararon inútil. No entiendo cómo los han podido poner juntos.
Y así, a medida que madame L. y el señor L. avanzaban entre tumbas y recuerdos, se iba posando en ellos la locura y la muerte, la heroicidad y la traición, la osadía y la mezquindad humanas tallada su memoria en piedra: a N.L. NATZMEIER-STRUHOF 1941-1944 Y SUS 70 KOMMANDOS NACHT UND NEBEL/ NUIT ET BROUILLARD (noche y niebla); DACHAU, monumento a los muertos; ENBURG, monumentos a los muertos; entre ellos, de repente, la tumba de Paul Éluard; MONUMENT AUX VOLONTIERS FRANÇAIS DE BRIGADES INTERNATIONALES ESPAGNE 1936-1939; RAVENSBRUCK, monumento a los muertos; Monumento a LA MÉMOIRE DE TOUS L'ESPAGNOLS MORTS POUR LA LIBERTÉ 1939-1945; MAUTHAUSEN, monumento a los franceses muertos; la tumba de la familia KRACUCKI enterrados los tres bajo la misma lápida. Un cuervo voló bajo entre las tumbas de los héroes y los mártires. Comenzaba a caer la noche. El estupor se fijó en el rostro de madame L. cuando descubrió la tumba de un resistente judío polaco al que ella había tratado años antes en Caen.
Salieron del cementerio de Père Lachaise muy cansados. Tomaron el metro y, como si con ello pudieran dejar atrás un mundo que aún vivía en ellos, volvieron al Quartier Latin y madame L. llevó al señor L. a la Cave de Canette en la rue del mismo nombre, frente a la iglesia de Saint-Sulpice y ella comió unos huevos con jamón a la flamenca y él se bebió dos cervezas y escribió, Nada se puede esperar. Nada se puede aventurar. El tiempo sólo da la razón al tiempo, existe como la miseria y su silencio. Ya sé que la lentitud se encuentra al final de la escapada, ante el último muro cuando ya no hay nada que decidir. Ya he vuelto. Ya no tengo miedo.
Llegaron a la habitación cuando la tarde oscurecía. Tras la muerte y la memoria se amaron; se besaron y sus bocas se buscaron una vez y otra; se acariciaron y sus cuerpos gozaron la ausencia de tortura. El mundo, fuera, seguía girando. La Barbarie era la emperatriz de los humanos pero ellos, en su pequeña habitación del hotel de la rue Victor Cousin, la habían destronado y se amaban.
Mientras recorren en silencio la rue du Temple camino de la place de la République, el señor L. piensa en los años en que no supieron nada el uno del otro. Once años en silencio y de repente -como siempre, siempre era de repente- el reencuentro fortuito por internet en el último diciembre. Esos once años de ausencia, pensaba el señor L, no habían hecho mella en ellos. Su relación había tenido como eje la ausencia. Sin embargo desde el verano se habían visto ya en cuatro ocasiones, dos veces en Madrid, una en Granada y ahora en París y desde diciembre mantenían una correspondencia epistolar por la cual el señor L. sentía verdadera pasión. Sonríe cuando piensa en la posibilidad de que su enamoramiento apasionado por madame L. tras tantos años fuera debido a su forma de escribir. Porque madame L. expresaba sus emociones, sus estados, los paisajes o sus anhelos en un francés hermoso y certero y esas palabras le llegaban al corazón o al hígado como continentes y tanto si eran dulces como si eran amargas lo inundaban, le hacían sentir, sentir.
Madame L. caminaba unos pasos por delante del señor L.. La lluvia caía sobre su cabello rubio. Era una mujer de cuarenta y seis años, de rostro delgado y gesto melancólico; sus ojos azules y pequeños miraban en ocasiones con el brillo de la vejez; su nariz era larga y dominante y su boca grande, de labios carnosos y suaves; su andar era pausado y todo su cuerpo tendía a la largura; largos los brazos, largo el cuello, el tronco y las piernas largas. Ella no era alta. Madame L. siente a un mismo tiempo sentimientos opuestos. Recuerda cuando le llamó un día de finales de julio. Ella estaba en Granada con sus amigos de siempre. Al despertar una mañana se había acordado de él. No, no era esa la palabra. Al despertar había deseado tenerlo dentro. Entonces le llamó y él acudió. Al unísono -en extraña armonía- siente recelo como si se estuviera advirtiendo de que no debía entregarse por completo y que mediante una sabia mezcla de abandono y entrega su relación con el señor L. podría continuar hasta la muerte. Entonces, sabiéndole unos pasos tras ella, le besa en la imaginación volviéndose hacia él, clavada su mirada en sus grandes y atormentados ojos oscuros, abriendo su boca y uniéndola a la suya.
A la entrada del cementerio de Père Lachaise un cuervo graznó. La lluvia seguía cayendo mansa. Es sábado. Madame L. y el señor L. deciden caminar sin rumbo entre las tumbas, los árboles, muchos de los cuales comienzan a quedarse desnudos, y los graznidos de los cuervos. Se ha hecho el silencio en Paris.
Al principio ambos se distancian, cada uno se detiene en tumbas o panteones diferentes aunque busquen la misma tumba, la de un antepasado de un amigo del señor L.. Luego caminaron hacia la parte alta del cementerio. Fue cuando madame L. sintió la necesidad de visitar las tumbas y los monumentos de los héroes de la Resistencia francesa y de los judíos franceses asesinados en los campos de exterminio de los nazis. Eran las dos de la tarde un sábado en Paris cuando se abrió una brecha en sus memorias.
El alma y la acción de madame L. llevaban años unidas para denunciar la colaboración de los franceses en la persecución de los judíos. Con cierta desesperación madame L. le dice al señor L. ante la tumba del líder comunista Georges Boursais, No entiendo cómo es posible que se haya colocado a este hombre al lado del monumento a los inmigrantes ¿Sabes dónde estaba él durante la Segunda Guerra Mundial? En Alemania, trabajando para los alemanes. Había entonces un servicio de trabajo obligatorio. Él era joven. No le echo la culpa. Todos los hombres mayores de dieciocho años se tenían que ir a trabajar para contribuir a lo que se llamaba el esfuerzo de guerra y Boursais estaba en Alemania, trabajando mientras los inmigrantes a los que se dedica este monumento lucharon aquí, matando a los soldados alemanes. Casi todos fueron fusilados. Muchos otros hicieron lo que fuera para no colaborar con los alemanes como mi abuelo que se envenenó una pierna y lo declararon inútil. No entiendo cómo los han podido poner juntos.
Y así, a medida que madame L. y el señor L. avanzaban entre tumbas y recuerdos, se iba posando en ellos la locura y la muerte, la heroicidad y la traición, la osadía y la mezquindad humanas tallada su memoria en piedra: a N.L. NATZMEIER-STRUHOF 1941-1944 Y SUS 70 KOMMANDOS NACHT UND NEBEL/ NUIT ET BROUILLARD (noche y niebla); DACHAU, monumento a los muertos; ENBURG, monumentos a los muertos; entre ellos, de repente, la tumba de Paul Éluard; MONUMENT AUX VOLONTIERS FRANÇAIS DE BRIGADES INTERNATIONALES ESPAGNE 1936-1939; RAVENSBRUCK, monumento a los muertos; Monumento a LA MÉMOIRE DE TOUS L'ESPAGNOLS MORTS POUR LA LIBERTÉ 1939-1945; MAUTHAUSEN, monumento a los franceses muertos; la tumba de la familia KRACUCKI enterrados los tres bajo la misma lápida. Un cuervo voló bajo entre las tumbas de los héroes y los mártires. Comenzaba a caer la noche. El estupor se fijó en el rostro de madame L. cuando descubrió la tumba de un resistente judío polaco al que ella había tratado años antes en Caen.
Salieron del cementerio de Père Lachaise muy cansados. Tomaron el metro y, como si con ello pudieran dejar atrás un mundo que aún vivía en ellos, volvieron al Quartier Latin y madame L. llevó al señor L. a la Cave de Canette en la rue del mismo nombre, frente a la iglesia de Saint-Sulpice y ella comió unos huevos con jamón a la flamenca y él se bebió dos cervezas y escribió, Nada se puede esperar. Nada se puede aventurar. El tiempo sólo da la razón al tiempo, existe como la miseria y su silencio. Ya sé que la lentitud se encuentra al final de la escapada, ante el último muro cuando ya no hay nada que decidir. Ya he vuelto. Ya no tengo miedo.
Llegaron a la habitación cuando la tarde oscurecía. Tras la muerte y la memoria se amaron; se besaron y sus bocas se buscaron una vez y otra; se acariciaron y sus cuerpos gozaron la ausencia de tortura. El mundo, fuera, seguía girando. La Barbarie era la emperatriz de los humanos pero ellos, en su pequeña habitación del hotel de la rue Victor Cousin, la habían destronado y se amaban.
Jacques Brell - la chanson des vieux amants.mp3 (4.13 Mb)
Salen a la calle. Es viernes. Madame L. quiere ir a un restaurante que es un regalo, una sorpresa para el señor L.. El restaurante se encuentra en el barrio de l'Odeon, el preferido de ella. El señor L., en algún momento, ha cogido su mano por primera vez. Ella la ha retenido unos segundos. A los pocos pasos se ha soltado y ha dicho, Siempre me pierdo. Espera y se ha alejado unos metros. Al fin vuelve con una sonrisa (sonríe, ha pensado el señor L.), ha encontrado la calle, Monsieur le Prince. En las aceras los jóvenes beben en grandes vasos de plástico. Es una noche cálida de finales de octubre. Misteriosa, madame L. avanza un poco por delante de él y se detiene a la puerta de un restaurante llamado Le Polidor.
Se sientan. El restaurante está abarrotado. Una camarera africana les hace un sitio en una larga mesa. Bullicio. Griterío. Madame L. mira con sorpresa no exenta de decepción al señor L. cuando éste no acierta a recordar que es en el Polidor donde Julio Cortázar iniciaba su novela 62 modelo para armar. Confusamente el señor L. recuerda a madame L. que su memoria es flaca, casi tan flaca como ella. Piden algo de comer. Mientras esperan ella le cuenta la historia del restaurante desde que se inauguró a mediados del siglo XIX. No cesa de entrar y salir gente. Muchas veces la puerta se queda abierta y el señor L. se levanta para cerrarla. Madame L. tiene hambre y come con gusto el guiso de carne con puré de patatas. Observa al señor L. que come sin hambre y se deja el puré. Comenta ella, No te gusta la comida francesa. El señor L. le responde que sí, que le gusta mucho sólo que ese puré de patatas no le gustaría ni aunque fuera español. El suyo se lo come ella. Cuando han terminado de cenar y apuran sus bebidas madame L. comenta, Lo que no me parece nada bien es que un restaurante como éste esté servido por africanas. Le rompe todo el encanto. Siento haberte traído aquí. La conversación entre ambos salta del francés al español sin motivo ninguno. El señor L. se ha quedado con la mirada fija en la boca de madame L. e intuye que ella siente cierta incomodidad, ¿Nos vamos? pregunta, Estoy cansada.
De vuelta al hotel se detienen en el Théâtre de L'Odeon para leer una placa donde se rinde homenaje a unos resistentes de la Segunda Guerra Mundial. El señor L. siente ahora el cansancio del viaje y el deseo del cuerpo de madame L. a un mismo tiempo. Coge de nuevo su mano y le dice, Me encanta estar contigo en Paris. Ella aprieta su mano.
La habitación. La primera noche. Antes de desnudarse abren la ventana y fuman de nuevo. Madame L. entra en el baño. El señor L. lo hace después. Madame L. se desnuda, se queda en ropa interior sin el sujetador y con una camiseta negra. El señor L. se desnuda entero y se avergüenza cuando siente el olor de sus botas y caza el gesto de desagrado de madame L.. Piensa el señor L., Condición humana.
Se meten en la cama. Se miran. Los ojos azules de madame L.. Los ojos castaños del señor L.. Él acaricia su cintura desnuda. Ella dice, Estoy agotada. Se besan con cortedad en los labios. Madame L. apaga la luz y se gira. El señor L. acerca su cuerpo al dorso del de ella. Cierra los ojos. Intenta dormir. Madame L. se siente a gusto bajo el abrazo del señor L. En el ensueño, mientras siente a lo lejos la mano de su amante recorriendo su cadera, recuerda una tarde de hace veinticinco años. Ella está en la casa de los padres de él, acaba de cumplir veintiún años. Está sola, sentada en una sala oscura, sin iluminar. Espera un largo tiempo en silencio, en la oscuridad. No le importa. Le espera a él. Madame L. se acurruca en el señor L.. Su sueño es tranquilo. El señor L. se despertará cada poco y se verá acariciando el cuerpo de ella con caricias calladas. Llegará la mañana.
Se sientan. El restaurante está abarrotado. Una camarera africana les hace un sitio en una larga mesa. Bullicio. Griterío. Madame L. mira con sorpresa no exenta de decepción al señor L. cuando éste no acierta a recordar que es en el Polidor donde Julio Cortázar iniciaba su novela 62 modelo para armar. Confusamente el señor L. recuerda a madame L. que su memoria es flaca, casi tan flaca como ella. Piden algo de comer. Mientras esperan ella le cuenta la historia del restaurante desde que se inauguró a mediados del siglo XIX. No cesa de entrar y salir gente. Muchas veces la puerta se queda abierta y el señor L. se levanta para cerrarla. Madame L. tiene hambre y come con gusto el guiso de carne con puré de patatas. Observa al señor L. que come sin hambre y se deja el puré. Comenta ella, No te gusta la comida francesa. El señor L. le responde que sí, que le gusta mucho sólo que ese puré de patatas no le gustaría ni aunque fuera español. El suyo se lo come ella. Cuando han terminado de cenar y apuran sus bebidas madame L. comenta, Lo que no me parece nada bien es que un restaurante como éste esté servido por africanas. Le rompe todo el encanto. Siento haberte traído aquí. La conversación entre ambos salta del francés al español sin motivo ninguno. El señor L. se ha quedado con la mirada fija en la boca de madame L. e intuye que ella siente cierta incomodidad, ¿Nos vamos? pregunta, Estoy cansada.
De vuelta al hotel se detienen en el Théâtre de L'Odeon para leer una placa donde se rinde homenaje a unos resistentes de la Segunda Guerra Mundial. El señor L. siente ahora el cansancio del viaje y el deseo del cuerpo de madame L. a un mismo tiempo. Coge de nuevo su mano y le dice, Me encanta estar contigo en Paris. Ella aprieta su mano.
La habitación. La primera noche. Antes de desnudarse abren la ventana y fuman de nuevo. Madame L. entra en el baño. El señor L. lo hace después. Madame L. se desnuda, se queda en ropa interior sin el sujetador y con una camiseta negra. El señor L. se desnuda entero y se avergüenza cuando siente el olor de sus botas y caza el gesto de desagrado de madame L.. Piensa el señor L., Condición humana.
Se meten en la cama. Se miran. Los ojos azules de madame L.. Los ojos castaños del señor L.. Él acaricia su cintura desnuda. Ella dice, Estoy agotada. Se besan con cortedad en los labios. Madame L. apaga la luz y se gira. El señor L. acerca su cuerpo al dorso del de ella. Cierra los ojos. Intenta dormir. Madame L. se siente a gusto bajo el abrazo del señor L. En el ensueño, mientras siente a lo lejos la mano de su amante recorriendo su cadera, recuerda una tarde de hace veinticinco años. Ella está en la casa de los padres de él, acaba de cumplir veintiún años. Está sola, sentada en una sala oscura, sin iluminar. Espera un largo tiempo en silencio, en la oscuridad. No le importa. Le espera a él. Madame L. se acurruca en el señor L.. Su sueño es tranquilo. El señor L. se despertará cada poco y se verá acariciando el cuerpo de ella con caricias calladas. Llegará la mañana.
Al terminar la última clase, a las cuatro de la tarde, madame L. se sintió satisfecha, el día había conseguido atraparla en su dinámica. Una muchacha de origen argelino había bailado para la clase una sevillana como ejemplo del mundo del poeta Federico García Lorca y había intuido que quizá por ahí se podría hacer algo con ellos; había visto en la atención de los muchachos la posibilidad de un futuro dentro de la escuela. A las puertas del instituto su amiga L. se acercó y le preguntó si sabía ya algo de las pruebas médicas que le habían hecho unos días antes. Madame L. sonrió e intentó evitar de este modo el gesto de preocupación y le respondió, Bueno, ya sabes, lo peor siempre es lo de menos y sin saber muy bien por qué había dicho esas palabras, se fue a su casa para preparar el equipaje y coger el tren de las seis.
Sólo durante el despegue el señor L. se puso nervioso -ya no sintió miedo-. Tenía asiento de ventanilla, junto al ala. Cuando se encontraba a 10.000 metros de altura escribió He olvidado el cargador del teléfono móvil. No me importa mucho. Apenas tengo batería. No me importa. Ya queda poco para aterrizar. Quisiera hacerlo todo con tranquilidad pero el corazón no para de palpitar con demasiada frecuencia. Descendemos. Ya casi estoy.
Madame L. le había dado al señor L. claras indicaciones de cómo llegar hasta el hotel donde ella había reservado una habitación para dos noches. Al llegar a Orly debía tomar un tren llamado Orlybal hasta la estación de Anthony y allí tomar el RER hasta la estación de Jardin de Luxembourg. Antes de iniciar el trayecto y tras haber cogido el equipaje el señor L. se tomó un café con leche y de repente sonrió.
Madame L. ya en el tren pensó, Ya debe de haber llegado. La noche había caído sobre Normandía. El tren iba lleno y tuvo que hacer un esfuerzo para no dejarse alterar por el continuo sonido de los teléfonos móviles y las conversaciones, en su mayoría fútiles, y aún por eso, que se veía obligada a escuchar. Tanta tontería a su alrededor le impedía concentrarse en la lectura o en la simple contemplación del paso de los kilómetros. Entonces sonó su propio móvil. Lo miró. Lo cogió a su pesar. El señor L. estaba paseando por el Luxembourg. Había encontrado el hotel sin dificultad. La esperaba en la habitación. Ella llegaría a la Gare de Saint-Lazare en una hora.
El señor L. vio el atardecer de París sentado en los jardines hasta que los guardias anunciaron con un silbato su cierre. Salió al Boulevard Saint-Michel y por la rue de Sufflot llegó hasta la rue Victor Cousin, junto a la Sorbona, al lado del Panteón de los Hombres Ilustres, allí donde André Malraux pronunció un discurso emocionado al héroe de la Resistencia francesa Jean Moulin. El señor L. subió a la pequeña habitación, se tumbó en la cama e intentó dormir un rato.
Sólo durante el despegue el señor L. se puso nervioso -ya no sintió miedo-. Tenía asiento de ventanilla, junto al ala. Cuando se encontraba a 10.000 metros de altura escribió He olvidado el cargador del teléfono móvil. No me importa mucho. Apenas tengo batería. No me importa. Ya queda poco para aterrizar. Quisiera hacerlo todo con tranquilidad pero el corazón no para de palpitar con demasiada frecuencia. Descendemos. Ya casi estoy.
Madame L. le había dado al señor L. claras indicaciones de cómo llegar hasta el hotel donde ella había reservado una habitación para dos noches. Al llegar a Orly debía tomar un tren llamado Orlybal hasta la estación de Anthony y allí tomar el RER hasta la estación de Jardin de Luxembourg. Antes de iniciar el trayecto y tras haber cogido el equipaje el señor L. se tomó un café con leche y de repente sonrió.
Madame L. ya en el tren pensó, Ya debe de haber llegado. La noche había caído sobre Normandía. El tren iba lleno y tuvo que hacer un esfuerzo para no dejarse alterar por el continuo sonido de los teléfonos móviles y las conversaciones, en su mayoría fútiles, y aún por eso, que se veía obligada a escuchar. Tanta tontería a su alrededor le impedía concentrarse en la lectura o en la simple contemplación del paso de los kilómetros. Entonces sonó su propio móvil. Lo miró. Lo cogió a su pesar. El señor L. estaba paseando por el Luxembourg. Había encontrado el hotel sin dificultad. La esperaba en la habitación. Ella llegaría a la Gare de Saint-Lazare en una hora.
El señor L. vio el atardecer de París sentado en los jardines hasta que los guardias anunciaron con un silbato su cierre. Salió al Boulevard Saint-Michel y por la rue de Sufflot llegó hasta la rue Victor Cousin, junto a la Sorbona, al lado del Panteón de los Hombres Ilustres, allí donde André Malraux pronunció un discurso emocionado al héroe de la Resistencia francesa Jean Moulin. El señor L. subió a la pequeña habitación, se tumbó en la cama e intentó dormir un rato.
Antes de entrar en el instituto madame L. se sentó en el banco de la parada del autobús. Ya había amanecido y el día prometía ser claro y cálido. Con la mirada perdida en el cielo recordó a la hermana del señor L. treinta y dos años antes y sonrió, sin poder evitarlo, y murmuró en español, La infanta, la pequeña infanta. Los años de su adolescencia en España, en el litoral mediterráneo, en un pueblo que acabó siendo destruido por la urbanización salvaje, fueron los que la empujaron, años más tarde, a estudiar en la Facultad la lengua española. Y también quizá, sí, quizá... Madame L. entró en el instituto y empezó la jornada. Aquel día tenía una tarea difícil, debía estimular a un grupo de alumnos abandonados de la mano de Dios; alumnos con problemas personales graves, desheredados de un mundo que prometía ofrecerles la felicidad a cambio de unas monedas cuando la felicidad, bien lo sabía ella, es un esfuerzo inmenso que nada tiene que ver con la riqueza.
El señor L. estaba preocupado. Desde hacía un tiempo las cosas le habían ido mal. En el aeropuerto, antes de partir, tuvo miedo de subirse a un avión. No sabía por qué. No recordaba que él hubiera sentido miedo a volar jamás; pensó si quizá lo que le daba miedo era que aquel encuentro no fuera lo esperado y entonces sonrió y se dijo, Pero amigo ¿aún sigues esperando? Por la megafonía se anunció la puerta de embarque y el señor L. se dirigió a ella.
El señor L. estaba preocupado. Desde hacía un tiempo las cosas le habían ido mal. En el aeropuerto, antes de partir, tuvo miedo de subirse a un avión. No sabía por qué. No recordaba que él hubiera sentido miedo a volar jamás; pensó si quizá lo que le daba miedo era que aquel encuentro no fuera lo esperado y entonces sonrió y se dijo, Pero amigo ¿aún sigues esperando? Por la megafonía se anunció la puerta de embarque y el señor L. se dirigió a ella.
Madame L. se levantó el viernes a las seis y media de la mañana. Aunque acostumbrada aquel día se fijó en la luminosidad que despedía el modem que le había puesto la compañía Orange en su casa, en su dormitorio, donde tenía la mesa de trabajo, bajo una ventana, con el ordenador, una impresora con escanner y una estantería con libros de lingüística y enseñanza del español. Se fijó, decimos, y pensó, A él le resultará extraño.
El señor L. se levantó a las ocho de la mañana. En realidad llevaba despierto más tiempo. Estaba nervioso. A la una de la tarde iba a tomar un avión con destino a París. Hacía años que no viajaba en avión y además el viaje tenía para él el eco de una alegoría. Hemos de decir que el señor L. huía de darle demasiada trascendencia a los hechos y cuando pensaba la palabra alegoría intentaba despojarla de todo sentido místico, alegoría en el sentido de explicación mediante el símbolo de un hecho concreto. Eso era, sí, eso era se dijo el señor L. mientras se hacía un café con leche y encendía un cigarrillo.
Madame L. mientras bebía una taza de café solo y tomaba, con cierta desgana, unas magdalenas con una base de chocolate temía que un desfallecimiento le viniera de improviso. Quería que el día transcurriera en su tempo. Quería disfrutar la plaza de Saint Martin con la figura ecuestre que se elevaba en su centro y los tilos cuyas hojas ya alfombraban el suelo de la plaza, ¡Ah, si se prohibiera aparcar los coches...! volvió a pensar, disfrutar la plaza mientras esperaba al autobús que la llevaría hasta el instituto, en las afueras de Caen, donde impartía clases de español desde hacía años. Sí, no quería que el encuentro que tendría lugar horas más tarde en París le impidiera vivir como hay que vivir, en cada minuto.
El señor L. miró a ver si lo llevaba todo. Decidió que sí (cosa que a la postre resultó falsa) y salió de la casa de Madrid camino de París. Durante el trayecto el señor L. tuvo un recuerdo vivísimo de madame L. treinta y dos años antes. El tenía diecisiete años entonces. Ella quince. Estaban juntos en la barra de un bar. Se acababan de conocer, en ese instante. Él jugaba nerviosamente con una goma. Ella le miraba y bebía una cerveza. Sus ojos eran azules. Su cabello rubio y brillante -como si fuera rayos de luz de donde el sol la toma-, su cara muy bonita.
El señor L. se levantó a las ocho de la mañana. En realidad llevaba despierto más tiempo. Estaba nervioso. A la una de la tarde iba a tomar un avión con destino a París. Hacía años que no viajaba en avión y además el viaje tenía para él el eco de una alegoría. Hemos de decir que el señor L. huía de darle demasiada trascendencia a los hechos y cuando pensaba la palabra alegoría intentaba despojarla de todo sentido místico, alegoría en el sentido de explicación mediante el símbolo de un hecho concreto. Eso era, sí, eso era se dijo el señor L. mientras se hacía un café con leche y encendía un cigarrillo.
Madame L. mientras bebía una taza de café solo y tomaba, con cierta desgana, unas magdalenas con una base de chocolate temía que un desfallecimiento le viniera de improviso. Quería que el día transcurriera en su tempo. Quería disfrutar la plaza de Saint Martin con la figura ecuestre que se elevaba en su centro y los tilos cuyas hojas ya alfombraban el suelo de la plaza, ¡Ah, si se prohibiera aparcar los coches...! volvió a pensar, disfrutar la plaza mientras esperaba al autobús que la llevaría hasta el instituto, en las afueras de Caen, donde impartía clases de español desde hacía años. Sí, no quería que el encuentro que tendría lugar horas más tarde en París le impidiera vivir como hay que vivir, en cada minuto.
El señor L. miró a ver si lo llevaba todo. Decidió que sí (cosa que a la postre resultó falsa) y salió de la casa de Madrid camino de París. Durante el trayecto el señor L. tuvo un recuerdo vivísimo de madame L. treinta y dos años antes. El tenía diecisiete años entonces. Ella quince. Estaban juntos en la barra de un bar. Se acababan de conocer, en ese instante. Él jugaba nerviosamente con una goma. Ella le miraba y bebía una cerveza. Sus ojos eran azules. Su cabello rubio y brillante -como si fuera rayos de luz de donde el sol la toma-, su cara muy bonita.
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Cuento
Tags : El viaje Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/11/2009 a las 13:39 | {0}