
El buhonero meneó la cabeza y se colocó en la órbita hueca su ojo de cristal. En el ágora aún quedábamos muchos, los alumbrantes habían prendido los hachos y un noble había mandado traer de su villa viandas para todos, ¿Alguno estuvo cerca de las aguas del Leteo? Todos callamos ante la pregunta del buhonero excepto un niño que le respondió, Y tú, ¿tú has estado? y él respondió, No me acuerdo y hasta el ágora rió. Terminada la risa continuó, Habéis de saber que el mundo no es tan grande y El Hades no está tan lejos. Muchos llegamos hasta él sin darnos cuenta. Yo estuve hace muchos, muchos años. Aun la barba no se me cerraba en las mejillas cuando sentí la necesidad de caminar. Quisieron los Dioses concederme el favor de conocer el Mal justo al principio. El mundo me recibió con la intención de despedazarme. Como un cervatillo -y sé que esta comparación os será casi imposible de aceptar ante mi aspecto montaraz y mi mirada fiera- me escondí en lo más profundo de una selva. Prefería morir por la mordedura de un áspid que por las manos de un hombre. Estuve dos noches y tres días sentado bajo un árbol monstruoso, lleno de oquedades su tronco, de negrura y habitantes su copa, de raíces como tentáculos del subsuelo. Joven aún, esclavo de mis necesidades, no pude dejarme morir ni ser muerto y la sed me devolvió a la vida, me obligó a levantarme y a buscar agua. Nunca sabré si fue fruto del cansancio pero recuerdo que de una forma inconcreta y clara seguía un sendero del bosque el cual me llevó hasta un río, el río Leteo.
No son sus aguas transparentes sino al contrario, turbias como los recuerdos. No es su fluir manso sino encrespado como la memoria cuando acecha el presente. Fueron su turbiedad y su violencia las que me salvaron del olvido pues si el río no hubiera tenido ese aspecto me habría lanzado a la orilla y habría sorbido sus aguas sin demora. Me detuve un instante, el tiempo que tardó el Barquero del Río, un tal Caronte, en salir a mi encuentro.
No son sus aguas transparentes sino al contrario, turbias como los recuerdos. No es su fluir manso sino encrespado como la memoria cuando acecha el presente. Fueron su turbiedad y su violencia las que me salvaron del olvido pues si el río no hubiera tenido ese aspecto me habría lanzado a la orilla y habría sorbido sus aguas sin demora. Me detuve un instante, el tiempo que tardó el Barquero del Río, un tal Caronte, en salir a mi encuentro.
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/12/2009 a las 11:20 |