Leyenda (o cuento maravilloso) del Septentrión
Taxidermia 25 de César Delgado
Había hecho algo que su padre no aprobaba, aunque ya nadie recordaba lo que era. Pero su padre la había arrastrado al acantilado y la había arrojado al mar. Allí los peces se comieron su carne y le arrancaron los ojos. Mientras yacía bajo la superficie del mar, su esqueleto daba vueltas y más vueltas en medio de las corrientes.
Un día vino un pescador a pescar, bueno, en realidad, antes venían muchos pescadores a esta bahía. Pero aquel pescador se había alejado mucho del lugar donde vivía y no sabía que los pescadores de la zona procuraban no acercarse por allí, pues decían que en la cala había fantasmas.
El anzuelo del pescador se hundió en el agua y quedó prendido nada menos que en los huesos de la caja torácica de la Mujer Esqueleto. El pescador pensó: "¡He pescado uno muy gordo! ¡Uno de los más gordos!". Ya estaba calculando mentalmente cuántas personas podrían alimentarse con aquel pez tan grande, cuánto tiempo les duraría y cuánto tiempo él se podría ver libre de la ardua tarea de cazar. Mientras luchaba denodadamente con el enorme peso que colgaba del anzuelo, el mar se convirtió en una agitada espuma que hacía balancear y estremecer el kayak, pues la que se encontraba debajo estaba tratando de desengancharse. Pero, cuanto más se esforzaba, más se enredaba con el sedal. A pesar de su resistencia, fue inexorablemente arrastrada hacia arriba, remolcada por los huesos de sus propias costillas.
El cazador, que se había vuelto de espaldas para recoger la red, no vio como su calva cabeza surgía de entre las olas, no vio las minúsculas criaturas de coral brillando en las órbitas de su cráneo ni los crustáceos adheridos a sus viejos dientes de marfil. Cuando el pescador se volvió de nuevo con la red, todo el cuerpo de la mujer había aflorado a la superficie y estaba colgando del extremo del kayak, prendido por uno de sus largos dientes frontales.
¡Aaaahhhh!, gritó el hombre mientras el corazón le caía hasta las rodillas, sus ojos se hundían aterrorizados en la parte posterior de la cabeza y las orejas se le encendían de rojo ¡Aaaahhhh!, volvió a gritar, golpeándola con el remo para desengancharla de la proa y remando como un desesperado rumbo a la orilla. Como no se daba cuenta de que la mujer estaba enredada en el sedal, se pegó un susto tremendo al verla de nuevo, pues parecía que ésta se hubiera puesto de puntillas sobre el agua y lo estuviera persiguiendo. Por mucho que zigzagueara con el kayak, ella no se apartaba de su espalda, su aliento se propagaba sobre la superficie del agua en nubes de vapor y sus brazos se agitaban como si quisieran agarrarlo y hundirlo en las profundidades.
¡Aaaahhhh!, gritó el hombre con voz quejumbrosa mientras se acercaba a la orilla. Saltó del kayak con la caña de pescar y echó a correr, pero el cadáver de la Mujer Esqueleto, tan blanco como el coral, lo siguió brincando a su espalda, todavía prendido en el sedal. El hombre corrió sobre las rocas y ella lo siguió. Corrió sobre la tundra helada y ella lo siguió. Corrió sobre la carne puesta a secar y la hizo pedazos con sus botas de piel de foca.
La mujer lo seguía por todas partes e incluso había agarrado un poco de pescado helado mientras él la arrastraba en pos de sí. Y ahora estaba empezando a comérselo, pues llevaba muchísimo tiempo sin llevarse nada a la boca. Al final, el hombre llegó a su casa de hielo, se introdujo en el túnel y avanzó a gatas hacia el interior. Sollozando y jadeando permaneció tendido en la oscuridad mientras el corazón le latía en el pecho como un gigantesco tambor. Por fin estaba a salvo, sí, a salvo gracias a los dioses, gracias al Cuervo, sí, y a la misericordiosa Sedna, estaba...a salvo...por fin.
Pero, cuando encendió su lámpara de aceite de ballena, la vio allí acurrucada en un rincón sobre el suelo de nieve de su casa, con un talón sobre el hombro, una rodilla en el interior de la caja torácica y un pie sobre el codo. Más tarde el hombre no pudo explicar lo que ocurrió, quizá la luz de la lámpara suavizó las facciones de la mujer o, a lo mejor, fue porque él era un hombre solitario. El caso es que se sintió invadido por cierta compasión y lentamente alargó sus mugrientas manos y, hablando con dulzura como hubiera podido hablarle una madre a un hijo, empezó a desengancharla del sedal en el que estaba enredada.
Bueno, bueno, primero le desenredó los dedos de los pies y después los tobillos. Siguió trabajando hasta bien entrada la noche hasta que, al final, cubrió a la Mujer Esqueleto con unas pieles para que entrara en calor y le colocó los huesos en orden, tal como hubieran tenido que estar los de un ser humano.
Buscó su pedernal en el dobladillo de sus pantalones de cuero y utilizó unos cuantos cabellos suyos para encender un poco más de fuego. De vez en cuando la miraba mientras untaba con aceite la valiosa madera de su caña de pescar y enrollaba el sedal de tripa. Y ella, envuelta en pieles, no se atrevía a decir ni una sola palabra, pues temía que aquel cazador la sacara de allí, la arrojara a las rocas de abajo y le rompiera todos los huesos en pedazos.
El hombre sintió que le entraba sueño, se deslizó bajo las pieles de dormir y enseguida empezó a soñar. A veces, cuando los seres humanos duermen, se les escapa una lágrima de los ojos. No sabemos qué clase de sueño lo provoca pero sabemos que tiene que ser un sueño triste o nostálgico. Y eso fue lo que le ocurrió al hombre.
La Mujer Esqueleto vio el brillo de la lágrima bajo el resplandor del fuego y, de repente, le entró mucha sed. Se acercó a rastras al hombre dormido entre un crujir de huesos y acercó la boca a la lágrima. La solitaria lágrima fue como un río y ella bebió, bebió y bebió hasta que consiguió saciar su sed de muchos años.
Después, mientras permanecía tendida al lado del hombre, introdujo la mano en el interior del hombre dormido y le sacó el corazón, el que palpitaba tan fuerte como un tambor. Se incorporó y empezó a golpearlo por ambos lados: ¡Pom, Pom!...¡Pom,Pom!
Mientras lo golpeaba, se puso a cantar, ¡Carne, carne, carne! ¡Carne, carne, carne! Y, cuanto más cantaba, tanto más se le llenaba el cuerpo de carne. Pidió cantando que le saliera el cabello y unos buenos ojos y unas rollizas manos. Pidió cantando la hendidura de la entrepierna, y unos pechos lo bastante largos como para envolver y dar calor y todas las cosas que necesita una mujer.
Y, cuando terminó, pidió cantando que desapareciera la ropa del hombre dormido y se deslizó a su lado en la cama, piel contra piel. Devolvió el gran tambor, el corazón, a su cuerpo y así fue como ambos se despertaron, abrazados el uno al otro, enredados el uno en el otro después de pasar la noche juntos, pero ahora de otra manera, de una manera buena y perdurable.
La gente que no recuerda la razón de su mala suerte dice que la mujer y el pescador se fueron y, a partir de entonces, las criaturas que ella había conocido durante su vida bajo el agua, se encargaron de proporcionarles siempre el alimento. La gente dice que es verdad y que eso es todo lo que se sabe.
Un día vino un pescador a pescar, bueno, en realidad, antes venían muchos pescadores a esta bahía. Pero aquel pescador se había alejado mucho del lugar donde vivía y no sabía que los pescadores de la zona procuraban no acercarse por allí, pues decían que en la cala había fantasmas.
El anzuelo del pescador se hundió en el agua y quedó prendido nada menos que en los huesos de la caja torácica de la Mujer Esqueleto. El pescador pensó: "¡He pescado uno muy gordo! ¡Uno de los más gordos!". Ya estaba calculando mentalmente cuántas personas podrían alimentarse con aquel pez tan grande, cuánto tiempo les duraría y cuánto tiempo él se podría ver libre de la ardua tarea de cazar. Mientras luchaba denodadamente con el enorme peso que colgaba del anzuelo, el mar se convirtió en una agitada espuma que hacía balancear y estremecer el kayak, pues la que se encontraba debajo estaba tratando de desengancharse. Pero, cuanto más se esforzaba, más se enredaba con el sedal. A pesar de su resistencia, fue inexorablemente arrastrada hacia arriba, remolcada por los huesos de sus propias costillas.
El cazador, que se había vuelto de espaldas para recoger la red, no vio como su calva cabeza surgía de entre las olas, no vio las minúsculas criaturas de coral brillando en las órbitas de su cráneo ni los crustáceos adheridos a sus viejos dientes de marfil. Cuando el pescador se volvió de nuevo con la red, todo el cuerpo de la mujer había aflorado a la superficie y estaba colgando del extremo del kayak, prendido por uno de sus largos dientes frontales.
¡Aaaahhhh!, gritó el hombre mientras el corazón le caía hasta las rodillas, sus ojos se hundían aterrorizados en la parte posterior de la cabeza y las orejas se le encendían de rojo ¡Aaaahhhh!, volvió a gritar, golpeándola con el remo para desengancharla de la proa y remando como un desesperado rumbo a la orilla. Como no se daba cuenta de que la mujer estaba enredada en el sedal, se pegó un susto tremendo al verla de nuevo, pues parecía que ésta se hubiera puesto de puntillas sobre el agua y lo estuviera persiguiendo. Por mucho que zigzagueara con el kayak, ella no se apartaba de su espalda, su aliento se propagaba sobre la superficie del agua en nubes de vapor y sus brazos se agitaban como si quisieran agarrarlo y hundirlo en las profundidades.
¡Aaaahhhh!, gritó el hombre con voz quejumbrosa mientras se acercaba a la orilla. Saltó del kayak con la caña de pescar y echó a correr, pero el cadáver de la Mujer Esqueleto, tan blanco como el coral, lo siguió brincando a su espalda, todavía prendido en el sedal. El hombre corrió sobre las rocas y ella lo siguió. Corrió sobre la tundra helada y ella lo siguió. Corrió sobre la carne puesta a secar y la hizo pedazos con sus botas de piel de foca.
La mujer lo seguía por todas partes e incluso había agarrado un poco de pescado helado mientras él la arrastraba en pos de sí. Y ahora estaba empezando a comérselo, pues llevaba muchísimo tiempo sin llevarse nada a la boca. Al final, el hombre llegó a su casa de hielo, se introdujo en el túnel y avanzó a gatas hacia el interior. Sollozando y jadeando permaneció tendido en la oscuridad mientras el corazón le latía en el pecho como un gigantesco tambor. Por fin estaba a salvo, sí, a salvo gracias a los dioses, gracias al Cuervo, sí, y a la misericordiosa Sedna, estaba...a salvo...por fin.
Pero, cuando encendió su lámpara de aceite de ballena, la vio allí acurrucada en un rincón sobre el suelo de nieve de su casa, con un talón sobre el hombro, una rodilla en el interior de la caja torácica y un pie sobre el codo. Más tarde el hombre no pudo explicar lo que ocurrió, quizá la luz de la lámpara suavizó las facciones de la mujer o, a lo mejor, fue porque él era un hombre solitario. El caso es que se sintió invadido por cierta compasión y lentamente alargó sus mugrientas manos y, hablando con dulzura como hubiera podido hablarle una madre a un hijo, empezó a desengancharla del sedal en el que estaba enredada.
Bueno, bueno, primero le desenredó los dedos de los pies y después los tobillos. Siguió trabajando hasta bien entrada la noche hasta que, al final, cubrió a la Mujer Esqueleto con unas pieles para que entrara en calor y le colocó los huesos en orden, tal como hubieran tenido que estar los de un ser humano.
Buscó su pedernal en el dobladillo de sus pantalones de cuero y utilizó unos cuantos cabellos suyos para encender un poco más de fuego. De vez en cuando la miraba mientras untaba con aceite la valiosa madera de su caña de pescar y enrollaba el sedal de tripa. Y ella, envuelta en pieles, no se atrevía a decir ni una sola palabra, pues temía que aquel cazador la sacara de allí, la arrojara a las rocas de abajo y le rompiera todos los huesos en pedazos.
El hombre sintió que le entraba sueño, se deslizó bajo las pieles de dormir y enseguida empezó a soñar. A veces, cuando los seres humanos duermen, se les escapa una lágrima de los ojos. No sabemos qué clase de sueño lo provoca pero sabemos que tiene que ser un sueño triste o nostálgico. Y eso fue lo que le ocurrió al hombre.
La Mujer Esqueleto vio el brillo de la lágrima bajo el resplandor del fuego y, de repente, le entró mucha sed. Se acercó a rastras al hombre dormido entre un crujir de huesos y acercó la boca a la lágrima. La solitaria lágrima fue como un río y ella bebió, bebió y bebió hasta que consiguió saciar su sed de muchos años.
Después, mientras permanecía tendida al lado del hombre, introdujo la mano en el interior del hombre dormido y le sacó el corazón, el que palpitaba tan fuerte como un tambor. Se incorporó y empezó a golpearlo por ambos lados: ¡Pom, Pom!...¡Pom,Pom!
Mientras lo golpeaba, se puso a cantar, ¡Carne, carne, carne! ¡Carne, carne, carne! Y, cuanto más cantaba, tanto más se le llenaba el cuerpo de carne. Pidió cantando que le saliera el cabello y unos buenos ojos y unas rollizas manos. Pidió cantando la hendidura de la entrepierna, y unos pechos lo bastante largos como para envolver y dar calor y todas las cosas que necesita una mujer.
Y, cuando terminó, pidió cantando que desapareciera la ropa del hombre dormido y se deslizó a su lado en la cama, piel contra piel. Devolvió el gran tambor, el corazón, a su cuerpo y así fue como ambos se despertaron, abrazados el uno al otro, enredados el uno en el otro después de pasar la noche juntos, pero ahora de otra manera, de una manera buena y perdurable.
La gente que no recuerda la razón de su mala suerte dice que la mujer y el pescador se fueron y, a partir de entonces, las criaturas que ella había conocido durante su vida bajo el agua, se encargaron de proporcionarles siempre el alimento. La gente dice que es verdad y que eso es todo lo que se sabe.
Prometeo se deshace como un azucarillo en el agua
Sombras y más sombras (no son de árboles -queridos árboles- no, no lo son) vienen y bailan a su alrededor desnudas y obscenas.
Prometeo -muchos días, muchas noches- tiene un miedo que le paraliza como cuando la vista se fija en un punto de oscuridad extraordinario.
Prometeo sintió ayer el deseo de tirarse por una ventana.
La fuerza de Prometeo reside en su capacidad para resistir los embates de los monstruos (los suyos, los que él con su aparente sabiduría ha ido generando día tras día, año tras año para que le coman el hígado cada noche y se lo devuelvan aparentemente sano por la mañana, no como regalo sino para que se lo vuelvan a poder comer a la noche siguiente).
Prometeo se hunde.
Prometeo no ríe.
Prometeo tiembla.
Prometeo llora.
Prometeo no es gracioso.
Prometeo es incapaz de amar. La noche pasada hubiera querido saber, darle la espalda a la Montaña y a la Roca que ha de empujar hasta la cima, para reposar en un soto de Saúcos, Alisos y Robles junto a un hada con luz de agua y un trasgo con voz verde.
Prometeo es un farsante. Prometeo es un cobarde. Prometeo no ganará ninguna batalla. Morirá asqueado de sí mismo y ninguna persona acudirá a su entierro. Tan sólo estarán presentes el cuervo, la lombriz y un virus.
¡Oh, corazón! Si yo pudiera calmarte, si pudiera, de verdad, lo haría. Me sentaría a la vera de tu corazón derecho y limpiaría esa sangre que entra emponzoñada y a raudales. Lo haría, de veras. Incluso te hablaría y te diría, quizá, consejas de viejos sabios que hablaron mucho y bien sobre esas ansias que el corazón, ¡Oh, corazón, corazón! destila en las noches para que en el día asuman tu vida entera y te dejen inerte, sin fuerzas reales para reaccionar.
Yo sé (o sabía) que el tiempo no existe y que algo que no existe no puede curar venas ni arterias; yo sé que el sistema vascular se alimenta de grandes respiraciones y vida apacible ¿Por qué entonces, querido, te lanzaste a la osadía del explorador? No quisiste dar la espalda a la selva, ni retrocediste ante la cascada y el río caudaloso.
Lo quieres todo, te diría. Persigues todo, te diría. Has quemado bosques enteros. Has dejado que los animales se asusten con tu nombre. Te has asustado tú con tu propio nombre pronunciado por Eco. Te has escondido en una cueva (donde dices fuiste muy feliz ¿cuándo has sido tú feliz, muchacho triste?) y sólo cuando mirabas el mar en la mañana y el aire estaba fresco y limpio y sorbías un té insípido, sólo en ese momento tus ventrículos se atemperaban y dejaban a tu corazón un hueco de sosiego.
¿Por qué eres tan audaz? ¿Por qué siempre has creído poder con todo? ¿Contra todos? ¿Por qué creíste que tu pensamiento te salvaría de tu intuición? ¿Por qué eres tan tontamente racional?
Así, si quieres, te hablaría, en susurros mientras la noche y sus estrellas iluminan realmente tu futuro y por fin tu corazón se aquieta y viene una ninfa del lago más cercano y deja caer sobre ti polvo de tu propia estrella, la que te guía, la que te quiere ¡Oh, corazón amigo! ¡Oh, corazón que busca!
Cálmate. Confía en el amor de los otros. Porque hay seres que saben realmente amar. Aprende de ellos pero sólo porque ellos no te pueden enseñar. Si pudieran no dudes que te enseñarían. Te lo darían todo. Te entregarían todo su conocimiento para que pudieras descansar tranquilo. Tú sabes que el aprendizaje es duro. Tú sabes que la soledad es amiga. Tú sabes que el que busca sólo busca y buscar tan sólo es ya una gran forma de vivir, una preciosa forma de vivir. La que tú elegiste, explorador audaz de todas las pasiones.
¡Oh, arterias de sangre limpia! ¡Oh, venas de sangre sucia! Dejad que su corazón descanse. Y vosotras Aurículas y vosotros Ventrículos aunaros en eso que conformáis, el corazón de un hombre, y dejad que se equilibre con el canto que otros hombres destilan en su oído. Amén.
Yo sé (o sabía) que el tiempo no existe y que algo que no existe no puede curar venas ni arterias; yo sé que el sistema vascular se alimenta de grandes respiraciones y vida apacible ¿Por qué entonces, querido, te lanzaste a la osadía del explorador? No quisiste dar la espalda a la selva, ni retrocediste ante la cascada y el río caudaloso.
Lo quieres todo, te diría. Persigues todo, te diría. Has quemado bosques enteros. Has dejado que los animales se asusten con tu nombre. Te has asustado tú con tu propio nombre pronunciado por Eco. Te has escondido en una cueva (donde dices fuiste muy feliz ¿cuándo has sido tú feliz, muchacho triste?) y sólo cuando mirabas el mar en la mañana y el aire estaba fresco y limpio y sorbías un té insípido, sólo en ese momento tus ventrículos se atemperaban y dejaban a tu corazón un hueco de sosiego.
¿Por qué eres tan audaz? ¿Por qué siempre has creído poder con todo? ¿Contra todos? ¿Por qué creíste que tu pensamiento te salvaría de tu intuición? ¿Por qué eres tan tontamente racional?
Así, si quieres, te hablaría, en susurros mientras la noche y sus estrellas iluminan realmente tu futuro y por fin tu corazón se aquieta y viene una ninfa del lago más cercano y deja caer sobre ti polvo de tu propia estrella, la que te guía, la que te quiere ¡Oh, corazón amigo! ¡Oh, corazón que busca!
Cálmate. Confía en el amor de los otros. Porque hay seres que saben realmente amar. Aprende de ellos pero sólo porque ellos no te pueden enseñar. Si pudieran no dudes que te enseñarían. Te lo darían todo. Te entregarían todo su conocimiento para que pudieras descansar tranquilo. Tú sabes que el aprendizaje es duro. Tú sabes que la soledad es amiga. Tú sabes que el que busca sólo busca y buscar tan sólo es ya una gran forma de vivir, una preciosa forma de vivir. La que tú elegiste, explorador audaz de todas las pasiones.
¡Oh, arterias de sangre limpia! ¡Oh, venas de sangre sucia! Dejad que su corazón descanse. Y vosotras Aurículas y vosotros Ventrículos aunaros en eso que conformáis, el corazón de un hombre, y dejad que se equilibre con el canto que otros hombres destilan en su oído. Amén.
Capítulo del libro Espejos escrito por Eduardo Galeano
Francia perdió un millón y medio de hombres en la primera guerra mundial.
Cuatrocientos mil, casi un tercio, fueron muertos sin nombre.
En homenaje a esos mártires anónimos, el gobierno resolvió abrir una tumba al Soldado Desconocido.
Se eligió, al azar, uno de los caídos en la batalla de Verdun.
Al ver el cadáver, alguien advirtió que era un soldado negro, de un batallón de la colonia francesa de Senegal.
El error fue corregido a tiempo.
Otro muerto anónimo, pero de piel blanca, fue enterrado bajo el Arco del Triunfo, el 11 de noviembre de 1920. Envuelto en la bandera patria, recibió discursos y honores militares.
"Una mano encendiendo un cigarrillo es la explicación de todo; un pie bajando del tren es el fundamento de toda experiencia [...] pero dos pasos discretos de un anciano parecen las palabras mismas del infierno. O al revés". (Clinical findings in three cases of zombification. R. Littlewood & C. Douyon).
Cosas así.
Pasan volando -como aromas- los Arquetipos, el Unus Mundus, el Anima Mundi, las nociones materialistas y mecanicistas, el descubrimiento del paseo, el rechazo a la Ilustración, su veneración al mismo tiempo. Como aromas. Como chocolate caliente tras un día de niebla y humedad. Dan ganas de lanzarse al mundo de la astrología, entrar en los arcanos de su geometría, volver a la Armonía de las Esferas y recrearse (o alimentarse) con los sonidos del Cosmos en Platón (o en Pitágoras) ¿y el descanso? ¿y la calma? Quisiera tener conmigo el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa y cogidos de su mano atravesar algunos de los páramos más hermosos de la contemplación humana: las heridas siguen abiertas y el mundo es un lugar inhóspito. Es cierto que puedes pasear por un bosque y ver de reojo a un duende muy pequeño; es cierto que si miras el cielo en una noche estrellada algo pasa más allá del fuego; es cierto que el silencio llama e ilumina. Es cierto. Y sin embargo a veces, desearía en mí una epifanía, un descubrimiento numinoso y para siempre.
Quisiera -por decirlo en términos religiosos- creer, por ejemplo, en Jung. Me parece tan hermoso su discurso. Tan arriesgado; quiero no creer en Krishnamurti (sobre todos no quisiera creer en él a quien tanto amo; no querría saber su negativa a ser alguien; no querría saber su mirada de pájaro y nido; no querría tener sus manos ajustando una válvula al motor de su Mercedes sin ser él, sin haberlo conocido, sin saberlo indio e hijo filosófico de madame Blavatsky y su Sociedad Teosófica, como cuando le vi por primera vez y con tan sólo un gesto y dos frases suyas logró liberar de mí un dolor grande); quiero, en ocasiones, creer. Debe de haber un sentimiento muy pleno en la creencia. Y, sin embargo, no creo. Quizá por el día de hoy. Quizá por la semana. Quizá por la vida entera. Me faltan conexiones neuronales. No encuentro el camino de salida. Me siento un Minotauro encerrado en un laberinto (ni siquiera en el suyo) mientras hombres sagaces arguyen nuevas teorías sobre la imbricación del Mundo y los asuntos humanos, la obligada comunión con fuerzas estelares, la asunción extraña de que la única forma de entendimiento es el dejarse ser, que todo lo demás es interpretación (o llámese quimera o fe o ciencia o sueño o astrología) ¿Y hoy?
Cosas así.
Pasan volando -como aromas- los Arquetipos, el Unus Mundus, el Anima Mundi, las nociones materialistas y mecanicistas, el descubrimiento del paseo, el rechazo a la Ilustración, su veneración al mismo tiempo. Como aromas. Como chocolate caliente tras un día de niebla y humedad. Dan ganas de lanzarse al mundo de la astrología, entrar en los arcanos de su geometría, volver a la Armonía de las Esferas y recrearse (o alimentarse) con los sonidos del Cosmos en Platón (o en Pitágoras) ¿y el descanso? ¿y la calma? Quisiera tener conmigo el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa y cogidos de su mano atravesar algunos de los páramos más hermosos de la contemplación humana: las heridas siguen abiertas y el mundo es un lugar inhóspito. Es cierto que puedes pasear por un bosque y ver de reojo a un duende muy pequeño; es cierto que si miras el cielo en una noche estrellada algo pasa más allá del fuego; es cierto que el silencio llama e ilumina. Es cierto. Y sin embargo a veces, desearía en mí una epifanía, un descubrimiento numinoso y para siempre.
Quisiera -por decirlo en términos religiosos- creer, por ejemplo, en Jung. Me parece tan hermoso su discurso. Tan arriesgado; quiero no creer en Krishnamurti (sobre todos no quisiera creer en él a quien tanto amo; no querría saber su negativa a ser alguien; no querría saber su mirada de pájaro y nido; no querría tener sus manos ajustando una válvula al motor de su Mercedes sin ser él, sin haberlo conocido, sin saberlo indio e hijo filosófico de madame Blavatsky y su Sociedad Teosófica, como cuando le vi por primera vez y con tan sólo un gesto y dos frases suyas logró liberar de mí un dolor grande); quiero, en ocasiones, creer. Debe de haber un sentimiento muy pleno en la creencia. Y, sin embargo, no creo. Quizá por el día de hoy. Quizá por la semana. Quizá por la vida entera. Me faltan conexiones neuronales. No encuentro el camino de salida. Me siento un Minotauro encerrado en un laberinto (ni siquiera en el suyo) mientras hombres sagaces arguyen nuevas teorías sobre la imbricación del Mundo y los asuntos humanos, la obligada comunión con fuerzas estelares, la asunción extraña de que la única forma de entendimiento es el dejarse ser, que todo lo demás es interpretación (o llámese quimera o fe o ciencia o sueño o astrología) ¿Y hoy?
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/06/2010 a las 10:48 | {0}