20h. 09m.
Me he dejado calar por la lluvia. No me he quitado los leotardos después. Quiero tener los pies fríos y húmedos para caer enferma y meterme en la cama sabiendo por qué me meto en la cama. Ya no sé por qué me meto en la cama.
Deambulo por mis ideas como si fuera vagabunda de mí misma. No quiero explicarlo mejor.
Ayer me olvidé de poner la hora en la que escribí. No me importa. Sé más o menos cuando fue. Era la tarde. Sólo que lo transcribí a la revista de Loygorri ya por la madrugada. Le agradezco a Fernando que me permita publicar en su revista. Quedamos en conocernos cuando pasara todo esto. Lo curioso es que él no sabe dónde vivo yo. Yo tampoco sé dónde vive él. Ni él sabe cómo soy yo físicamente. Yo sí sé de él que es cojo. Recuerdo habérselo leído. Sólo que no sé si su cojera es muy severa o si sólo se adivinaría cuando ya estuviera muy cerca. Tampoco sé cuándo prefiero escribir su apellido y cuándo su nombre. Me duelen los pies del frío que tengo. No me importa que me duelan los pies. No sé tampoco si filosóficamente será apropiado conocer a Loygorri. Ni por supuesto entiendo qué es lo que acabo de expresar... lo de los permisos... lo de su apellido o su nombre... o su cojera...
Simetrías.
Surco de amor abierto con navaja en una tierra seca que a mi sed espanta. Lirios del Rey David. Enseñas de los cananeos. En lo alto de los montes aún sin nombres, ondean trapos de colores que con el tiempo se llamarán banderas. Pero hoy tan sólo se llaman: Blanco, Negro, Rojo, Azul, Amarillo.
Si me dieras la mano, ¡amigo! el acto en sí sería un canto a la melancolía. Porque no estoy dispuesta a sentirme desvalida, porque no quiero cumplir la ley del agrado que a todas las mujeres nos obliga, porque soy la líder revolucionaria de mi cuerpo te ruego que alejes tu mano de la mía y cantes ultramar tus añoranzas.
He visto en las últimas pinturas el surco del amor abierto a navajazos. Te aseguro que el dolor ha sido cuantioso como los granos de éter que pululan entre las estrellas.
Quiero volver a leer a Plinio el Viejo; bucear en las cosas que un día fueron ciertas; sentir la frescura de unas costas vírgenes; no llamarme de ninguna forma; que no puedas por lo tanto llamarme y sí pensar en mí como se piensa lo innombrable.
Vete ahora, mi seno desnudo, mis nalgas como pompas, el olor de mis rincones, el tacto de mi piel te son vedados hasta que la luna se vuelva insensible a sus fases, la escolta de los querubines se alzalíe contra Dios, amamante el lobo mientras la loba se desconsuela, los árboles dancen en los bosques, los duendes se hagan mayores, la peste huela bien, el cielo caiga por fin en pedazos y su levedad impida que nadie se duela, persigan las garzas al temeroso Zeus y el Ponto vinoso, rojo de la sangre de las medusas, borracho de sí mismo, se vuelva tierra seca en la que una navaja abra, como heridas, surcos de amor que nos espanten.
¡Vete, amigo, vete! La hora del crepúsculo es propicia. Te prohíbo que vuelvas. Nos veremos allí donde las banderas fueron tan solo trapos de colores: Blancos, Negros, Rojos, Azules, Amarillos.
Si me dieras la mano, ¡amigo! el acto en sí sería un canto a la melancolía. Porque no estoy dispuesta a sentirme desvalida, porque no quiero cumplir la ley del agrado que a todas las mujeres nos obliga, porque soy la líder revolucionaria de mi cuerpo te ruego que alejes tu mano de la mía y cantes ultramar tus añoranzas.
He visto en las últimas pinturas el surco del amor abierto a navajazos. Te aseguro que el dolor ha sido cuantioso como los granos de éter que pululan entre las estrellas.
Quiero volver a leer a Plinio el Viejo; bucear en las cosas que un día fueron ciertas; sentir la frescura de unas costas vírgenes; no llamarme de ninguna forma; que no puedas por lo tanto llamarme y sí pensar en mí como se piensa lo innombrable.
Vete ahora, mi seno desnudo, mis nalgas como pompas, el olor de mis rincones, el tacto de mi piel te son vedados hasta que la luna se vuelva insensible a sus fases, la escolta de los querubines se alzalíe contra Dios, amamante el lobo mientras la loba se desconsuela, los árboles dancen en los bosques, los duendes se hagan mayores, la peste huela bien, el cielo caiga por fin en pedazos y su levedad impida que nadie se duela, persigan las garzas al temeroso Zeus y el Ponto vinoso, rojo de la sangre de las medusas, borracho de sí mismo, se vuelva tierra seca en la que una navaja abra, como heridas, surcos de amor que nos espanten.
¡Vete, amigo, vete! La hora del crepúsculo es propicia. Te prohíbo que vuelvas. Nos veremos allí donde las banderas fueron tan solo trapos de colores: Blancos, Negros, Rojos, Azules, Amarillos.
16h. 43m.
Enfermo el mundo de los humanos, mi cuerpo es un pabellón de reposo. No así mi mente que vaga loca por las noches en busca de un argumento que la sostenga cuerda. La otra naturaleza se mantiene monótona en su progresión y ya nadie en los noticieros del mundo habla del calentamiento global ni tampoco se comenta que de la tuberculosis mueren anualmente más de 1.000.000 de personas al año. Todos los años. Todos los putos años. Personas pobres. Enfermedad de pobres. Desde hace tantos años. Miles de años. Neolítico.
Mi cuerpo, escribía, es un pabellón de reposo. Es mi cara una venda blanca y mi pelo negro, largo como las crines de Amaltea -si es que Amaltea tuvo crines negras mientras estuvo al cuidado del Zeus púber- se mece bajo la cadencia de mis manos que recorren su longitud una y otra vez. ¡Oh, si yo hubiera sido cabra y de uno de mis cuernos surgiera la abundancia! Mi cuello largo y delgado se deja llevar por los caprichos de mi humor y aunque intento mantenerlo firme y recto, me descubro muchas veces con él inclinado como la niña que con esa postura parece preguntar o esperar algo. Sí, es mi cuerpo un pabellón de reposo que llevara abandonado muchos años y sobre el que la vegetación se hubiera ido lanzando y hubiera conquistado ya los muros exteriores, los terrazos, la torre y un campanario. Pronto la yedra, las malas hierbas, los tomillos, los romeros, la jara y alguna semilla de encina invadirán mi interior y al final me habré convertido en uno de esos templos que fueron abandonados en mitad de la jungla de Camboya y que hoy son cobijo de monos y de plantas trepadoras.
Enfermo el mundo de los humanos mi perra no entiende sus síntomas y se pasa el día bajo la cama, aquélla en la que no hace tanto un hombre y yo retozamos mientras nos gritábamos al oído pequeñas obscenidades que quizá le hubieran hecho sonreír al bueno de Vian. Cuando cae la tarde y la luz es la más bella del mundo, consigo que salga, me siento a su lado, cepillo su pelo blanco y le cuento un cuento de Las mil y una noches. Ella me mira como si quien la cepillara fuera un pabellón de reposo invadido por las plantas y lame mis mejillas como el perro que falto de calcio lamiera las paredes de yeso en un pueblo extremeño.
Enfermo el mundo humano me vestiré con una gasa negra.
Enferma de esta soledad de tantos años. A punto de ser invadida. Pabellón de reposo de principios de siglo. En lo alto de una montaña. Un piano es tocado en el salón principal. Pronto los residentes bajarán para el cocktail de las siete; las mujeres vestidas de largo, los hombres de chaqué. Grandes miradores ofrecen una vista imperial de las montañas más jóvenes del mundo y por el aire navegan los perfumes más caros que se puedan hallar en una boutique. La noche cae. El frío aumenta. El pabellón de reposo está a rebosar. Es temporada alta. Andan los precios desorbitados. Se ha puesto el cartel de no va más. Todas las arañas están encendidas. En todas las chimeneas arde madera de castaño. Las cocinas no dan a basto y el personal se mueve frenético entre la clientela. Tan sólo los doctores y las enfermeras se han retirado y descansan de la larga jornada en sus habitaciones del piso superior.
Silencio. La magia del recuerdo se ha ido. El pabellón de reposo está vacío. Rotas las vidrieras. Saqueados los remaches. Irreconocibles los trampantojos. Los cristales de la claraboya del vestíbulo central mueren en el suelo y de ella tan sólo queda su esqueleto. Allá en lo alto, a merced de los vientos. Justo ahora un cuervo se ha posado en una de sus varillas de hierro. ¡Picotéame el pecho, cuervo! ¡Llega hasta mi corazón para que sienta algo, aunque ese algo sea dolor!
Enfermo el mundo de los humanos ya no soy más que las ruinas de un pabellón de reposo.
19h. 57m.
...a veces me pierdo. Soy para mí misma un paisaje nuevo, una selva, una montaña que nunca exploré y en la que me adentro una mañana con un poco de agua y una barra de cereales. No sé que esa mañana me perderé en mí. Ni siquiera sé que me puedo perder. Parece cuando inicio el camino que todo será fácil. Me digo, Seguiré ese sendero. Me fijaré hitos. Por ejemplo: una flor de colza tronchada; la forma del tronco de un roble semejante por su retorcimiento a un dolor de olvido; un regato que forma una pequeña poza atravesada por un tronco que parece haber sido colocado allí por otro humano o por un oso. E inicio el camino y aún con tantos hitos de repente, en un recodo del camino, cuando me detengo a respirar porque vengo de ascender por una cuesta que ya me gustaría a mí saber qué desnivel tiene, de repente, escribo, soy consciente de que me he perdido y no sé por qué ese hecho me genera una tristeza semejante si no igual al momento en el que he de descolgar las hojas donde había escrito el nombre de mi amigo de la cuerda de tender la ropa. Cientos de veces su nombre. Su nombre que me volvía loca. Su nombre que me hacía amar el mundo porque un nombre te puede hacer amar el mundo. Porque somos lenguaje y el nombre forma parte de eso que somos. El nombre del amigo escrito mil veces, con diferentes caligrafías, en tamaños diversos. Ese nombre que al descolgarlo implica que ha desaparecido. Nunca volverá. Me perdí de él. Se perdió de mí. Tú sabes lo que deviene a partir de ese momento: túnel, morgue, cielos grises, vaho, amaneceres, silencios, lágrimas, mantas, posiciones defensivas, largos ensimismamientos, esperas que quisieras que no fueran esperas. Esas cosas. Las mismas cosas que ocurren cuando me pierdo de mí misma y al mirarme en el espejo no sé dónde estoy de mí, ni siquiera sé con seguridad que el reflejo del espejo sea yo. Busco entonces mis señas de identidad: la cicatriz de una brecha bajo la ceja izquierda; los tres lunares junto a mi areola derecha; en la intimidad de mis muslos otro lunar con forma de lágrima. Y aunque reconozco, encuentro esas señas que conforman mi cuerpo, ¡cómo te diría! juraría que la mente que lo habita no soy yo.
...hoy estoy perdida de mí. Me falta el aire y el cuerpo que me recuerda a mí tiene leves y constantes taquicardias y unas inefables ganas de soltar algo que llamaría veneno. Porque estoy perdida de mí no tengo fe en mí. Porque estoy perdida estoy ciega. Porque estoy perdida me tiemblan las manos y bien quisiera saber quién coño es la narradora que me narra. Porque estoy perdida creo que he de terminar y antes de terminar he de dejar las cosas, mis cosas, en orden para no ofender a nadie. Porque estoy perdida he de limpiar los armarios; airear la ropa vieja; tirar las fotografías que nadie necesita ver; romper las cartas que hubiera roto si hubiera podido; quemar los mechones de pelo que una vez acaricié sobre sus dueños; dejarlo todo en orden; ¿llamar a un notario?; ¿conozco algún notario?
...me falta fe... ¡maldita sea! ¡me falta fe!
...hoy estoy perdida de mí. Me falta el aire y el cuerpo que me recuerda a mí tiene leves y constantes taquicardias y unas inefables ganas de soltar algo que llamaría veneno. Porque estoy perdida de mí no tengo fe en mí. Porque estoy perdida estoy ciega. Porque estoy perdida me tiemblan las manos y bien quisiera saber quién coño es la narradora que me narra. Porque estoy perdida creo que he de terminar y antes de terminar he de dejar las cosas, mis cosas, en orden para no ofender a nadie. Porque estoy perdida he de limpiar los armarios; airear la ropa vieja; tirar las fotografías que nadie necesita ver; romper las cartas que hubiera roto si hubiera podido; quemar los mechones de pelo que una vez acaricié sobre sus dueños; dejarlo todo en orden; ¿llamar a un notario?; ¿conozco algún notario?
...me falta fe... ¡maldita sea! ¡me falta fe!
23h. 54m.
Soy la dama que está en lo alto del castillo. Asomada en el balcón del torreón. El torreón del castillo que se encuentra tras atravesar el tercer bosque. Los bosques a los que se llega desde el Oeste, allá donde el Mar Tenebroso se hace eterno y dicen, dicen que tras llegar a su horizonte una cascada de fuego y agua acaba en un desierto de hielo. Soy la dama que no tiene la trenza larga. Soy la dama que no está encerrada sino que toma el aire libremente y tan sólo mira por si atisba a un doncel que, perdido en el bosque, acaba saliendo de él justo en la explanada que rudos leñadores hicieron para que yo, la dama, pudiera tener visiones lejanas. Soy la dama del castillo. El castillo tiene tres torreones y una torre de homenaje. En uno de los tres torreones se encuentra mi alcoba. En el torreón cuadrangular se encuentra porque no quiero dormir en el interior de una esfera. Porque me marearía. En el torreón cuadrangular la alcoba de la dama con cama con dosel, con gran chimenea, con pequeña biblioteca, con cuatro alfombras hechas con piel de animales muy salvajes: de león, de oso, de lobo y de serpientes anacondas. Allí quiero llevar al doncel que se había extraviado en el bosque. Allí quiero arrebatarle su virginidad y que como Víctor Hugo hizo en su noche de bodas -también él virgen- me tome nueve veces y nos deje exhaustos, sin ganas de morirnos pequeñamente más esa larga noche -ya alba- de amor.
Soy la dama que se desliza por las escaleras de su castillo. Soy la dama que espera sin impaciencia. La dama que se mira en el espejo durante horas. La dama que escribe largas cartas sobre temas metafísicos que luego envía al fuego para que sean los hombres los que se lleven la palma de sus disquisiciones. Soy la dama cálida. Soy la dama fría. Soy la loca del castillo Soy la cocinera frigia. Soy la dama de las glicinias y también la de los nenúfares del lago. Ahora que tomo el aire cuando cae la tarde y se empiezan a encender los hachos; aquí, apoyada en la balaustrada de uno de los torreones circulares, mirando hacia la linde del bosque, ansiosa de doncel, sonrío ante la fugacidad de la vida y me emociona que aún me inquiete el vuelo imprevisto de la alondra, la armonía que la brisa crea a su paso entre los diferentes tipos de hoja de los árboles o la rareza de un fulgor en el cielo que no era el de un cometa.
Soy la dama del castillo, querido doncel, querido mío.
Soy la dama que se desliza por las escaleras de su castillo. Soy la dama que espera sin impaciencia. La dama que se mira en el espejo durante horas. La dama que escribe largas cartas sobre temas metafísicos que luego envía al fuego para que sean los hombres los que se lleven la palma de sus disquisiciones. Soy la dama cálida. Soy la dama fría. Soy la loca del castillo Soy la cocinera frigia. Soy la dama de las glicinias y también la de los nenúfares del lago. Ahora que tomo el aire cuando cae la tarde y se empiezan a encender los hachos; aquí, apoyada en la balaustrada de uno de los torreones circulares, mirando hacia la linde del bosque, ansiosa de doncel, sonrío ante la fugacidad de la vida y me emociona que aún me inquiete el vuelo imprevisto de la alondra, la armonía que la brisa crea a su paso entre los diferentes tipos de hoja de los árboles o la rareza de un fulgor en el cielo que no era el de un cometa.
Soy la dama del castillo, querido doncel, querido mío.
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Narrativa
Tags : Apuntes Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 31/03/2020 a las 20:09 | {0}