Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas Fernando Loygorri


El carro de heno de John Constable 1821
El carro de heno de John Constable 1821

I
     Una Gran Maestra de ajedrez. Muy joven -sólo si se es muy joven se puede llegar a Gran Maestro. Es casi imposible que si se empieza a jugar muy tarde se llegue a ese grado de maestría-. Es una Gran Maestra de la provincia de Palencia, en España. Veo su nombre escrito en una pancarta. Su apellido tiene un H. No recuerdo más de su apellido. Caminando por la ciudad que debe de ser Palencia, llego hasta su casa. Me recibe su padre. Me indica dónde está su hija. Entro en la casa y cuando la atravieso pienso en lo burgués de la decoración, me fijo especialmente en el suelo de madera. También una chimenea (quizá sobre la chimenea, en una repisa, trofeos). Encuentro a la joven Gran Maestra. Tiene el pelo cortado a lo garçon. Fuma. Nos ponemos a hablar sobre ajedrez. Mientras lo hacemos y por una presión de su cuerpo -quizás ella se ha apoyado en un murete donde yo, previamente, he puesto mi mano- que yo no evito, toco con el dorso de mi mano una de sus nalgas. Ambos disimulamos que nos estamos tocando como si esas partes de nuestros cuerpos no nos pertenecieran. Charlamos sobre grandes maestros: Judith Polgar, Anatoli Karpov, Gari Kasparov, Boris Gelfand, Viswanatan Anand. Estamos en un patio con limoneros y luce el sol.

     Tapones en los oídos. No me duele nada. Me hace sentir bien el resultado del esfuerzo físico por evitar el dolor. Me mido el nivel de azúcar en sangre. 108. Bien. Pongo la radio. Marais. Me inyecto 24 unidades de insulina. Mientras espero a que salga el café pienso en lo soñado y vuelvo a sentir -por relación con los pensamientos sobre el sueño- que no me importa ser ya casi un anciano. No me importa que ya no quede demasiado para seguir -terminar- viaje. Dicen los discípulos que dijo el Buda: no te apegues a los placeres, no te apegues a los sufrimientos.

     Salimos a pasear a media mañana Hamlet, Donjuan y yo. Las gatas, Euphosine y Aglaya, se dedican a la caza en el pequeño jardín que rodea nuestro pequeño hogar. Cuando estamos enfilando el camino que lleva al Pico de los Cuervos, un niño me ve, alza la mano y exclama, ¡Adiós, Isaac! Le respondo, ¡Hasta luego! y le pregunto por su nombre. Se llama Óscar. Tiene un gesto bueno el niño.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/06/2020 a las 18:16 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas Fernando Loygorri


Iluminaciones de El libro de las horas del Duque de Berry. ca. 1410
Iluminaciones de El libro de las horas del Duque de Berry. ca. 1410

 
Prólogo escrito por Fernando Loygorri
 
Sólo unas breves palabras para presentar este Libro de las soledades de mi querido amigo Isaac Alexander. El 28 de noviembre de 2015 publiqué en esta revista el primero de los documentos póstumos que me entregó su amante tras la muerte de Isaac. Estos documentos los recogí en el serial o tag titulado Escritos de Isaac Alexander. (Clica sobre el título y te llevará al tag)
El primero de estos documentos se titulaba Panóptico y el último que publiqué fue el 30 de agosto de 2019 y llevaba el título de Sobre el fracaso. Desde entonces no volví a publicar ninguno de estos documentos. Lo que no quiere decir que no los siguiera estudiando. El motivo es que uno de los archivos -bastante voluminoso- incluía una serie de textos que tenía el aire de un libro desde el momento en que la terminé de leer. Quizás un libro inconcluso. Quizás aún no se había decidido a ponerle un título. También por supuesto cabe la posibilidad de que esta serie de textos no tuvieran un nexo, que Isaac, en una palabra, no los hubiera escrito con esa intención. Esta posibilidad me parece la más improbable porque Isaac, dentro de toda su anarquía -a él le gustaba más llamarse un libre vividor- no daba puntada sin hilo y por otra parte (quizás este sea un recuerdo más de mi deseo que de la realidad) guarda mi memoria que una noche en la que el alcohol ya había hecho de las suyas, él me habló de una serie de textos, en apariencia independientes, que guardaban una misteriosa relación entre sí. Son estos los textos que he compilado en este libro al que me he permitido darle este título Libro de las soledades por un motivo: son textos que escribió a lo largo de los quince últimos años de su vida. Esos años Isaac los vivió en una casa pequeña cerca de sus queridas montañas. Vivía solo. Acompañado por dos perros y dos gatas. Que viviera solo no quiere decir, en su caso, que estuviera solo.
Sólo me he permitido una licencia: Isaac fecha cada documento, incluso pone la hora exacta en la que empieza a escribir. Tanto la fecha como la hora las he suprimido porque creo que restan más que añaden a la belleza y originalidad de los textos y a medida que los lean verán que no creo que haya sido una mala decisión y si las energías de Isaac vagan por algún sitio del espacio/tiempo, me caben pocas dudas de que me aceptará esta licencia.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 31/05/2020 a las 01:01 | Comentarios {0}


Sin ti muslo. Versión de Loygorri. 2020 (en base a una foto previa de autor anónimo)
Sin ti muslo. Versión de Loygorri. 2020 (en base a una foto previa de autor anónimo)
Cuando se sube con miedo es más fácil caerse. Eso fue lo que le dije. No tenía dobles intenciones conscientes. Según algunas escuelas de la mente las intenciones ocultas, por su propia naturaleza, nunca se conocen. Él me miró de una manera agresiva. Cambió su mirada. Hasta ese momento todo había ido bien. Le había invitado a venir a mi casa a tomarnos un whisky o un ron y luego si nos apetecía podríamos enrollarnos. Un plan perfecto para un sábado por la tarde. Es cierto que no le conocía. ¿A quién se conoce hoy mucho? Sólo que nos había hecho gracia cómo nos conocimos porque había sido como de telefilme de domingo: un supermercado, el último paquete de papel higiénico, las dos manos que se lanzan al mismo tiempo a por él, la educada cortesía de no, cógelo tú, ¿seguro?, sí, seguro, a mí aún me quedan un par de rollos; el típico juego de palabras, ¡qué rollo lo de los rollos! y una solución de compromiso, Mira, hacemos una cosa: lo compro yo y al salir te paso la mitad. Le pareció bien. Rió con ganas y dijo, ¡Joder con la epidemia de la mierda! Y claro, la epidemia, la mierda, los rollos de papel higiénico, nos volvieron a hacer reír. Así es que al salir me preguntó si cuando acabara esto me gustaría tomar una cerveza y yo le respondí que si podía ser algo más fuerte, mejor. Nos dimos los teléfonos y pasaron cincuenta y cinco días sin vernos. Mantuvimos encendida esa pequeña llama de nuestro primer encuentro con algunos mensajes escritos y un par de veces quedamos para hacer la compra. Me gustaba que se mantuviera cauto, que sintiera que teníamos el mismo ritmo. No había prisas. No había urgencias. Éramos adultos que habían pasado los cuarenta. Así es que, según se dice, ya empezábamos a volver. ¿A dónde? No lo sé. Al origen quizá. Al agujero negro. A la nada. Al nacer/morir. Tenía la impresión de que él, como yo y tantos, había sentido a Tánatos tan cerca que su contrapunto, Eros, tenía que ejercer su impulso. Acostarme con él. Acostarse él conmigo iba a ser una celebración. Porque no hay órganos más nobles en los seres vivos que los órganos sexuales y por lo tanto nada más noble que un acto sexual para celebrar la vida. Fui yo quien le propuso que fuera este sábado nuestro encuentro. Él aceptó y me dijo que si quedábamos en mi casa, él se encargaba de las bebidas. A los dos nos gusta el whisky. Llegó a las ocho cuando el sol ya iniciaba su descenso. No nos besamos. No sabíamos si podíamos besarnos. Le propuse que saliéramos a la terraza y me pareció correcto empezar por una cerveza pero él me dijo que no, que quería whisky directamente. Sonreí con una sonrisa que fue acompañada en mi cerebro con un aviso de desconfianza. No sé por qué. Debe de ser una cuestión de educación. Cosas aprendidas hace mucho que cuando no se cumplen resuenan en el neocórtex y generan un pequeño cortocircuito que se solventa con la sonrisa a la que he hecho mención. Traje hielo y comenzamos una conversación sin demasiado interés que derivó en la frase con la que he empezado este relato. La pronuncié cuando ya había venido la noche. Había refrescado. Yo me había enfriado y tenía ganas de que se fuera. Él lo notó. Esbozó una disculpa. Dijo que era tarde. Me agradeció la invitación. Se levantó para marcharse y se fue. Cuando se hubo marchado lo limpié todo con hidroalcohol. Metí el vaso en el que había bebido en la lavavajillas. La puse a alta temperatura. Borré su número de teléfono. Cuando me metí en la cama sentí como si me hubiera librado de un gran peligro y supe que nunca, jamás, sabría si en realidad lo corrí.

Narrativa

Tags : Apuntes Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/05/2020 a las 22:38 | Comentarios {0}


Altar de Zeus de Pérgamo. Fragmento de la Gigantomaquia. Sigo II a. C.
Altar de Zeus de Pérgamo. Fragmento de la Gigantomaquia. Sigo II a. C.
14 h. 42m.
Dedicada a la contemplación, ya no sé moverme entre los sátiros. Me asalta a cada rato un ansia de tomar un viejo Kalashnikov y empezar a disparar contra todo lo que se menee; un ansia tal me da tanto asco que quiero salir de mí, quiero ser otra, llamarme de otro modo, vivir en otra época, en la ciudad de Pérgamo cuando aquella ciudad era envidia de romanos; ser oriunda del Asia Menor entonces, ser escultora en el taller de un varón que desconoce que soy mujer; ser una manceba que aún no ha desarrollado sus caracteres sexuales primarios y que se oprime con vendas los pechos antes de salir a la calle; ser, ya digo, antigua, movediza, ocultarme, vivir sola en aquella ciudad magnífica donde reina Átalo I Sóter -el salvador- el vencedor contra los gálatas, los que más tarde -en su peregrinación hacia el Oeste- se convertirán en los galos y en los celtas. O ser celta. Estoy montada en un caballo. He sido raptada cual sabina para dar hijos a los gálatas que de tan diezmados tras sus guerras contra Átalo I, se quedaron sin mujeres a las que fecundar. A mí me fecundará un gálata. Pariré siete hijas y doce hijos. De todos ellos tan sólo sobrevivirán tres niñas y un varón el cual se convertirá con el paso de los años en uno de los más respetados druidas de la Antigüedad. O ser patricia romana, una Cordelia madre de Gracos que con mi dignidad y mis riquezas haré de mí un símbolo de lo que una mujer romana debe ser. Ser símbolo entonces. Ser taza de plata, cáliz donde libar sangre de vino, icono ortodoxo, pantocrátor quizá, o rueda hindú; o ser árbol místico como la higuera o ser planta embriagadora como el cáñamo y quedarme dormida entre mis propios brazos, a salvo de mí, de mi ira y de cierto rencor que asoma por donde menos me lo espero en forma de Kalashnikov en plena primavera, en un país tecnificado y complejo y por lo mismo menos libre; asoma en una sociedad que sigue adorando las jerarquías y los milagros, en una sociedad donde la humildad es la última de las virtudes; ¿por qué aquí y no en Pérgamo siendo una muchacha llamada Apolónide que quiere ser escultora y que oculta su condición de mujer en el taller del maestro que trabaja en el Altar de Zeus, altar que hoy puede contemplarse en una de las salas más hermosas del museo de Pérgamo de Berlín? Mi maestro esculpe parte de la Gigantomaquia y a mí me encarga desbastar los bloques mármol. Quizá mientras lo hago invoque a Atenea o quizá me mantenga callada para que el tono de mi voz no me delate. Todo antes que ser esta mujer contemplativa que en el día de hoy mira la mañana de este día del siglo XXI con una mezcla de ansia e ira y que no alcanza a dejarse llevar como un río hasta la mar sino que más bien parece un salmón que remonta el río -su fluir natural- a contracorriente, que lucha contra la sal y que desea tras el esfuerzo salvaje de vencer corrientes ser una aprendiz de escultura en una ciudad que ya no existe.

Narrativa

Tags : Apuntes Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/05/2020 a las 14:42 | Comentarios {0}


Esta variación está basada en la Carta que le escribe Filis a Demofonte y que es la segunda del libro de Ovidio


Filis y Demofonte de Edward Burne-Jones 1881
Filis y Demofonte de Edward Burne-Jones 1881

Cuando Filis de Ródope se queja a Demofonte por haber faltado a su promesa, me siento cercana a ella. También tú, Amigo, me juraste volver antes de un mes, no sé si hiciste referencia a la luna o si, olvidados nuestros antepasados y sus formas de contar el tiempo amoroso, miraste un calendario y dijiste por ejemplo, De aquí en veinte días volveré... o cosa parecida. Y así comenzaron a pasar los días y como ocurre con toda mujer enamorada desde los tiempos de Penélope -y seguramente antes-, se tarda en creer lo que duele creer como tan bien lo expresa Ovidio. Por ti, Amigo, me he engañado a mí misma y me he dicho que probablemente estabas atrapado en una ventisca en las montañas de Tracia o quizá, navegando el Orinoco, habías dado con una tribu desconocida y estabas por mor de tu curiosidad aprendiendo sus costumbres y su lengua y en esa elucubración me decía, ¡Oh, tonta mujer enamorada! que el jefe de la tribu, un Teseo cualquiera de nombre impronunciable, te retenía para sí o para alguna de sus hijas. ¡Ah, sus hijas! Sus hijas... Luego, en noches de insomnio, empapadas las sábanas de lágrimas y sudor, febril, sentía un terror que te absolvía pues pensaba que habías naufragado en ese mismo río y yacías ahogado teniendo como lecho de tu muerte su lecho de guijarros o te habías despeñado y yacías en lo hondo de un barranco con las articulaciones dislocadas y el cráneo atravesado. Como sufría entonces, sí, cómo sufría pero menos que cuando te imaginaba en manos de una india, a merced de sus caricias, en un bohío, teniendo como manto un cielo profusamente estrellado.

Si este fuera el caso, dime tú ¿qué mal te he hecho sino darte cobijo entre mis pechos? Y si fueran delitos los cometidos por mí, éstos serían haber creído tus juramentos, haber aceptado tus lisonjas, haber fiado mi vida a tu vuelta. Sí, te creí porque me lo juraste por tus antepasados. Recuerda, me juraste por tu abuelo -que era a quien tú más querías y respetabas- que volverías. ¿Es tu abuelo Poseidon? Responde. Responde, Amigo ausente. Y antes de marchar, en el umbral de mi puerta, con los ojos encendidos aún por el ardor de la noche pasada, juraste volver por Afrodita, diosa del amor, por Hera, protectora de los esposos y por Demeter, mater amantísima. Ruego que las diosas no se hayan ofendido por tu promesa incumplida porque de no ser así, ahora debes de estar sufriendo los más terribles castigos.

He sido víctima de tus engaños, de ésos que urdís los hombres para llegar a desnudar a las mujeres y hacerlas vuestras para saciar vuestros apetitos y después -restos de un banquete- dejarnos abandonadas como se hace con las migajas que quedan sobre el mantel. Yo también como Filis, elevo una plegaria a los dioses para que éste sea el colmo de tu gloria y por esa gloria se te erija una estatua en cuyo pie una leyenda rece: Éste es el que trato a su Amada como despojo de banquete.

Aún con todo no puedo dejar de amarte. No puedo dejar de recordar tu abrazo antes de embarcar en tu cóncava nave y cómo, juntando tus lágrimas con las mías, me hiciste prometer que te esperaría. Yo notaba cómo mi cuerpo ejercía la fuerza que ejerce el imán sobre el hierro. Cómo tu cuerpo se resistía a separarse. Cómo tus manos parecían buscar mis caderas como si sólo agarrado a ellas pudieras dar el siguiente paso. ¡Todo era mentira! ¡Falso! ¡Falso! Creo que desde el momento en el que partiste, te olvidaste de mí. Me atormenta pensar que alguno de tus hombres pronuncie mi nombre y tú, con gesto de extrañeza, preguntes, ¿Quién es ésa? Tú, Amigo, al que entregué mi virginidad, al que abrí las puertas de mi casa, al que ofrecí cuanto poseía, al que canté las más dulces melodías, por el que no quise atender los fúnebres aullidos de una loba que se lamentaba en la selva mientras me desflorabas ni más tarde en la aurora atendí al presagio del jilguero que cayó muerto en el alfeizar de mi ventana.

Cómo será este amor, Amigo -que no genera ira sino tristeza-, que me lleva a pasear con los pies desnudos por la playa y a mirar de vez en cuando en lontananza para descubrir las velas desplegadas de tu nave, la nave que te traería hasta mí, hasta mi lecho, esta noche, esta noche, Amigo amado. Sé que no va a ocurrir, así es que he pensado que lo mejor será que vaya hasta uno de los cabos en los que se encierra esta playa, formando un golfo, y como ambos se levantan en mole escarpada, me subiré a una de ellas y desde esa altura dejaré que mi cuerpo caiga a las aguas del mar. Sólo espero que su corriente me lleve hasta la playa en donde habites y que veas llegar mi cadáver corrompido por las aguas y los peces y que lo reconozcas no por la belleza que decías que tanto me adornaba sino por el broche de oro que me regalaste con las armas de tu linaje.

De esta manera a la estatua primera se añadirá una segunda en cuyo pie una segunda inscripción rece: A su Amada entregó [...] (no puedo escribir tu nombre) a la muerte. Él puso el motivo, ella la mano.

Narrativa

Tags : Variaciones sobre un libro de Ovidio Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/04/2020 a las 19:41 | Comentarios {0}


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