Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


La Danza de Henri Matisse. 1906
La Danza de Henri Matisse. 1906

XVI
     ¡No hubiera cambiado las cuevas a las que llegamos por el palazzo Pitti! Parecían trillizas como si tres dedos de Gea se hubieran apoyado en el acantilado y hubieran oprimido sus paredes hasta modelar aquellas cuevas idénticas, cómodas, sencillas. Tendrían unos seis metros de profundidad por tres de altura y unos cuatro de anchura. La entrada era como un ojo de buey. Al fondo, con helechos, hierba y unas piedras para delimitar el espacio y que no se desparramaran los vegetales, hicimos unas camas; en el lado derecho según se entraba, otros habitantes habían dejado construido un pequeño hogar donde hacer un fuego y en la cueva del medio alguien había dejado una especie de perchero fabricado en madera y que semejaba un árbol desnudo con pocas ramas. La cueva de la izquierda tenía decorada sus paredes con unas pinturas que recordaban las de Altamira y cuyo motivo era un corro de hombres y mujeres desnudos bailando al son de unos tambores. Los hombres tenían los falos erectos y las mujeres sus pezones; el coño de una de ellas escupía un surtidor de flujo como si fuera la fuente del manantial de la vida. Sorteamos la compañía y los espacios y a mí me correspondió con T. un muchacho precioso, con el pelo rubio y rizado y una boca de labios carnosos que parecían ofrecerse a cada instante para ser besados. La distribución en las otras cuevas resultó ser dos chicas y un chico en cada una de ellas. A T. y a mí nos correspondió la cueva decorada con el corro danzador.

     Esta tarde, sigilosamente, ha caído sobre nosotros una niebla abrumadora. Es densa. Es fantasmal. A cada momento me parece que de la lechosidad oscura va a surgir la figura de un ser fabuloso que va a provocar los aullidos de Hamlet y Donjuan y va a erizar los pelos de Euphosine y Aglaya. Hace ya muchos, muchos años, cuando era un niño, descubrí que la única de manera de vencer al miedo es yendo a por él, es entrando en él. Porque el miedo es un Todo que se desvanece cuando lo divides. Así es que me he hecho un café bien caliente, me he metido un buen lingotazo de cognac, me he vestido para aguantar la humedad y en una mochila he metido provisiones por si nos perdíamos. He llamado a los perros y los perros han venido. Las gatas nos han mirado como si estuviéramos locos y se han quedado dándose calor la una a la otra en una de las butacas frente a la chimenea.
Al entrar en la niebla he sentido, como si fuera Sísifo, el peso del mundo sobre mis espaldas. Los perros no se separan de mí. Caminamos justo cuando la tarde desaparece. Nos dirigimos a las lindes del bosque. Sé que debo entrar en él. Sé que la noche habrá caído cuando entremos en él. También sé que aumentará mi miedo cuando la bóveda del cielo se cubra del ramaje de los árboles y que miraré a mis perros, los cuales, benditos, sólo temen el frío y lo desconocido.

     No tenemos relojes. Las cuevas miran al sudoeste. El sol desciende. Tras habernos instalado decidimos bajar para darnos un baño. Vamos desnudos como los hijos de la mar. Es una desnudez edénica, si puedo decirlo así, en el sentido de que es pura. Todos sabemos que llegará un momento, quizás ese mismo día, en el que las unas y los otros nos miremos con la lujuria propia de la juventud pero en ese momento sé que ninguno de los ocho mira al otro con ese afán sino más bien con la mirada de los jóvenes cachorros que por fin han sido liberados y se les permite descubrir el mundo por sí mismos.
La cala es de una arena fina y amarilla. Mirando al mar, a su lado derecho, desemboca un riachuelo. Remontándolo llegaremos hasta el manantial del que nos hablaron en el Pireo y descubriremos una gruta y en la gruta una arcilla prodigiosa para la piel y la pintura. Pero eso será más adelante. Varios días después. Ahora es la tarde y el sol brilla sobre nuestros cuerpos. Hemos bajado con guitarras, flautas y bongos. Hemos bajado con tabaco y haschis. Hemos bajado con agua y con vino. Hemos bajado con unas toallas donde sentarnos. El agua limpia como nuestras almas, nos espera mansa, parece de esta forma darnos la bienvenida; parece susurrarnos a cada ola que llega a la orilla, Venid, queridos míos, dejad que os cubra; dejad que refresque vuestra piel y le añada la alegría de la sal la cual os la podréis quitar luego, en esa otra faz mía cuando soy dulce y sólo deseo que me bebáis. Entonces el aire de la tarde se llena de algarabía: el agua vuela, gritan nuestras gargantas, abren la mar nuestros brazos, descubrimos un fondo marino de ensueño. ¡Cómo queda atrás el dolor de la guerra! ¡Cómo parece que todo ha sido siempre así! Agua, tierra, aire, sol, belleza, belleza, belleza...
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/09/2020 a las 14:11 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Bañistas de John Singer Sargent 1917 (Acuarela)
Bañistas de John Singer Sargent 1917 (Acuarela)
XV
 
     No creo que hubiera cumplido los veinte años. ¡Hace tanto! Debía de estar huyendo. En aquella época todos debíamos de estar huyendo. La guerra acababa de terminar y habíamos descubierto la absoluta destrucción. La habíamos descubierto los que entonces éramos jóvenes. Un viejo marinero que había perdido una pierna en la Gran Guerra, ¡Sólo hubo una Gran Guerra -decía- y esa fue la Primera! al vernos desembarcar en su isla, dio una gran calada a su cachimba -vuelta hacia abajo la cazoleta, como hacían los auténticos lobos de mar-, se levantó y se ofreció a buscarnos un alojamiento, a los señoritos y señoritas viajeros, nos dijo, con evidente sorna. Tenía el rostro surcado por los vientos de mil corrientes marinas y su voz confesaba haberse bebido varias veces los océanos de alcohol de todas las latitudes donde se fermentara cualquier vegetal. Le pregunté al viejo cómo se llamaba y me respondió, Dionisos me llamo por la gracia de mi señor padre y mi señora madre que Dios los tenga en su gloria amamantados con leche de absenta y alimentados con rabo de toro, del buen Apis, si quiere el señor.

     En aquella isla que se encuentra en el mar Egeo, que forma parte del archipiélago de las Cícladas y cuyo nombre no diré, tan sólo dormimos en una casa la primera noche. Éramos tres muchachos y cinco muchachas. Dos eran católicos, tres judíos, dos cristianos ortodoxos y uno musulmán. De esas religiones proveníamos. Ninguno de los ocho era practicante, tan sólo una de las muchachas decía creer en su dios pero decía creer a su manera, de una manera estética decía y ponía el ejemplo de que una de las ofrendas a su dios era cada vez que se comía una polla. Mientras se la comía, comentaba, ella oraba mentalmente y cuando extraía el jugo sagrado de la fecundación y éste se derramaba por su boca, ella lanzaba unas cuantas expresiones de agradecimiento mientras escupía el semen para que fecundara la tierra que nos proveía de lo necesario para vivir un día más. Sacrilegios.

     Era el final de la primavera. Unos que habíamos conocido días antes en el puerto del Pireo nos dijeron que al sudoeste de la isla había dos calas y en los acantilados que las separaban había tres oquedades, casi cuevas, donde se podía vivir porque no muy lejos había una manantial de agua dulce y un poco más allá, a unos quince kilómetros, un pueblo donde podríamos aprovisionarnos de comida, bebida y tabaco. También, nos dijeron, los sábados hay un mercado de artesanía y si hacéis algo con las manos, quizá los podáis vender y sacaros unos dracmas.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/08/2020 a las 19:15 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Hipérbole de Jan Saudek
Hipérbole de Jan Saudek
XIV
     La lluvia nos ha devuelto calados hasta los huesos. Hamlet se ha sacudido con tal fuerza que las gotas expulsadas de su pelo han ido a estrellarse contra las paredes de la sala donde arde alegre un fuego que me lleva sin saber por qué a un recuerdo de la niñez. El silencio es absoluto y me agrada. Durante la tormenta bajo la cual hemos paseado, he recordado una grabación de Julio Cortázar. La hacía en los años sesenta, en París y fuera llovía. El primer cuento que leía era Continuidad de los parques y al recordarlo, las palabras que pronuncia mi mente y que luego escribo toman de inmediato el acento porteño.

     He cocinado una alubias de La Granja; son éstas una alubias blancas, grandes, muy carnosas; las he cocinado con chorizo, morcilla, panceta y les he hecho un sofrito de cebolla y azafrán. Cocino en olla tradicional, a fuego lento, durante horas. Junto con el aroma al guiso que va inundando la casa, todos nos vamos secando y vamos entrando en calor. Las gatas -Alegría y Esplendor- están hechas un ovillo cada una en su cesta, muy juntas la una de la otra, profundamente dormidas. A veces me fijo en el dormir de las gatas y me da la impresión de que están haciendo un esfuerzo para no abrir los ojos, de tan felinas que son, siempre atentas a cazar lo animado.

     La melancolía -que es tristeza suave sin motivo aparente- me viene dada por la lluvia pero la lluvia sólo es lo aparente. Algo debe haber tras ella. Sentado frente al fuego tras haber comido el guiso de alubias de La Granja me quedo adormilado y en el ensueño de las cuatro de la tarde, mecido por el crepitar de los maderos y la lenta respiración de los animales dormidos, me veo en una casona, no debo de tener más de trece años; al fondo de un largo pasillo, por una puerta entreabierta, asoma una luz; una música suena baja, intento ubicarla pero parece estar en todas partes; es una música lenta de jazz. Pronuncio un nombre que no escucho. Se acelera mi corazón sin motivo. Avanzo imantado hacia la habitación de donde la luz asoma. Llego hasta la puerta. La abro despacio. Es el dormitorio de R., la hermana de K. Ella está dormida sobre la cama. Se había cubierto con la colcha pero se ha destapado y veo su espalda desnuda; tan sólo lleva puestas unas bragas blancas de algodón; una de sus piernas está estirada y la otra flexionada; el cabello cubre su rostro. Ahora sé que pronuncio su nombre. Sigo sin oír mi voz. Me acerco. Me quedo de pie, en un costado de la cama; descansando en la colcha intuyo el relieve de sus senos que empiezan a ser; un mechón de sus cabellos negros cubre sus ojos. Podría estar mirándome.

     No he recordado el sueño hasta bien avanzada la tarde y al hacerlo he sentido un escalofrío por todo el cuerpo. Me he sentido febril. Me he tomado la temperatura. Tengo treinta y ocho y medio. Estoy enfermo. Me gusta la fiebre. Dejaré que suba. Dejaré que los perros salgan solos. Me haré una sopa caliente. Yo sé que la soledad era esto.

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/08/2020 a las 15:00 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Desnudo sobre Vitebsk. Marc Chagall. 1933
Desnudo sobre Vitebsk. Marc Chagall. 1933

XIII
     En lo alto de la cumbre dirijo mi mirada a la luna, junto mis manos e inclino mi cabeza ante ella.  No es un gesto religioso. No considero la luna una diosa a la que adorar. Es un gesto estético. Entiendo la estética como el descubrimiento en la realidad misma de la fuente de la vida. La estética es pues celebración de la vida.
     R., la hermana de K. fue mi Luna en el paso de la niñez a la juventud. No la adoré sino que la vi como una fuente de vida. Fue la primera vez en la que sentía que estar cerca de alguien me proporcionaba un aumento de la vitalidad; me hacía sentir unas inmensas ganas de vivir y al contrario cuando estaba lejos mi ánimo se agostaba y me parecía que la vida era oscura sin ella como noche de luna nueva.
     Me sorprende cuando pienso en ella, en aquellos años de la infancia, que todo este afán de vivir, esta voluntad de alcanzar un día más, de ver los colores del mundo un día más, de aspirar el aire que nos insufla la vida, tenga como base primera un hecho que ocurrió hace unos 1000 millones de años: cuando se produjo el paso de las células procariotas a las células eucariotas. Las células procariotas son aquellas que no tienen núcleo -son las células de las bacterias- y las eucariotas son aquellas que sí lo tienen y en su interior guardan el tesoro del ADN. A partir de ese momento se produce un movimiento vital mediante el cual se deduce que es bueno mezclar ADNs distintos para generar vástagos semejantes. Del mundo bacteriano se deriva el nacimiento de la sexualidad y de la sexualidad como función reproductiva llego a ver a R. como fuente de vida, mi luna, mi Otra, mi deseo. Incluso por puro reduccionismo podría llegar a pensar que el deseo es una cualidad bacteriana.
     Mucho antes de estas ideas, recuerdo a R. con dieciséis años una tarde de sábado. Era noviembre. Sábado 17. Ese día se celebraba el cumpleaños de su madre y K. me invitó a merendar con ellos; según me dijo el día anterior, había sido su madre quien había insistido en que me invitara. Hablaré de la madre de K. -E.W.- más adelante, si la vida me da para ello. De momento sólo decir que era una mujer de una belleza lánguida  a la que los dos abortos de mellizos hicieron mella para siempre en su carácter por más que según S., la mayor de las hermanas, su madre siempre tuvo una inclinación perversa a la melancolía. El sábado 17 de noviembre me presenté en casa de K. como un ramo de rosas blancas que la criada puso en un precioso jarrón de Sévres. En el salón se encontraba toda la familia reunida y cada uno de los hijos había invitado a un amigo. E. llevaba un vestido muy bonito con un estampado vegetal que le confería una cualidad de planta. No sé por qué aún hoy me sigue recordando -o me evoca- una palmera datilera. Cuando llegué todos rodeaban a la madre y un fotógrafo estaba a punto quemar el magnesio. E. lo detuvo. Me llamó y me colocó junto a R. ¡Cómo recuerdo aquellos cabellos: rayos negros de luz! Y su olor que era una mezcla de violeta y mujer. Aún soy capaz de recordar su mirada y el color de sus ojos verde aceituna que al mirarme sonrió. Sí, lo escribo bien: el color de sus ojos me sonrió. Entonces surgió el destello del magnesio y para siempre quedó inmortalizado ese momento en el que ella y yo nos estamos mirando: su mirada sonríe, la mía anhela.
     Poco más recuerdo de aquella tarde: que nos reímos jugando a la gallinita ciega; que llovía mucho; que la tarta era de merengue; recuerdo también un momento en el que se abrieron las ventanas y por ellas entró el otoño que se iba convirtiendo en invierno a marchas forzadas y por último recuerdo cuando R., en un rincón del salón, me preguntó si iba a ir con K. a la finca que ellos tenían a las afueras de P. para cazar jabalíes. Le contesté que no me había dicho nada. Me preguntó si me gustaría ir. Le respondí que sí siempre y cuando nadie me obligara a matar ni a comer jabalí. Me dijo que sería en un par de semanas. Entonces me cogió de la mano y me llevó con los demás para jugar a la silla.
     De esas sopas primordiales. De esos estallidos cósmicos. Hubo un tiempo en el que el oxígeno apenas sí tenía influencia en nuestro planeta y fueron las bacterias quienes a través de miles de millones de años empezaron a generar grandes cantidades de oxígeno por sus cambiantes formas de metabolizar los compuestos químicos que les permitían alimentarse y reproducirse. El aumento del oxígeno produjo un auténtico holocausto en la Tierra pero también dio lugar a nuevas formas de vida y una de esas formas de vida llegó a ser R. a la que yo sigo saludando como saludo a la luna, no como diosa sino como fuente de vida. Pura estética.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/07/2020 a las 14:30 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


El coleccionista de postales de Edgard Degas 1866
El coleccionista de postales de Edgard Degas 1866
XII
     Tardé mucho tiempo en darme cuenta de lo extraño de K. R. Quizá fueron cinco o seis meses o quizá fue todo el curso. Sé que más no. Sé que en el verano ya lo sabía. Recuerdo el primer verano en el que K. y yo ya éramos amigos. Acabábamos de cumplir los catorce años. En realidad él los había cumplido. Él era el mayor de nosotros dos. Sólo que yo era el mayor de mis hermanos y él era el cuarto de cinco. Esas posiciones en las que crecimos tienen una gran importancia. La posición en una familia es tan importante como la posición de los números en las cifras. Y además estaba su rareza. La rareza de K.
     S.R. era la hermana mayor de K, luego venía R. también chica, el tercero fue un chico Ch. luego nació él y por último vino al mundo la pequeña J. Entre su hermano Ch. y él pasaron dos años en los que la madre abortó dos pares de mellizos, en ambos casos chica y chico. No es esa la rareza de K. No en aquel momento. Mucho años más tarde sí hablamos de lo que podía haber supuesto para la familia el hecho de aquellos abortos. Sobre todo para su madre E. W. una mujer -decía S., la mayor- con una sensibilidad difícil, algo que se iba a ver acentuado a partir de los abortos. He escrito S. la mayor y no la primogénita porque a efectos legales el primogénito era el primer varón.
     Nada hay como el despertar al sueño del amor. R. la segunda hermana, fue mi primer amor y S. fue el segundo y J..., bueno a J. he de dejarla para más adelante.
     Por capricho vuelo de una cosa a otra y retomo entonces la rareza de K. La pelea por el papel de Ofelia fue a mediados de un mes de octubre; nos hicimos amigos tras la función de navidad y en febrero se podía decir que éramos íntimos. Es decir habían pasado unos cinco o seis meses. No sé muy bien si fue en febrero o a principios de marzo. Sólo recuerdo que era por la tarde, estaba a punto de anochecer, nevaba copiosamente sobre las aceras de la ciudad. Íbamos hacia su casa  para merendar y pasar la tarde con sus hermanas (yo ya me había enamorado apasionadamente de R.) cuando me fijé en que K. siempre me pedía que me pusiera a su lazo izquierdo cuando íbamos juntos. Recordé que alguna vez se lo había preguntado pero él había comentado que era sólo una manía, que todos tenemos derecho a un numerus clausus de manías. Quizá fue la luz  de esa tarde o una intuición que percibe el ojo antes que el cerebro. Sólo sé que pensé, Apenas he visto su perfil derecho. Eso pensé. Apunto de cumplir catorce años quizá no sea un pensamiento muy usual . Es lo bueno de esa edad que casi todos somos inusuales. Así es que cuando llegamos a su casa y tras merendar, mirar a R. -no, ahora no es el momento de R.-decidimos jugar a la oca. (Algún día querré hablar yo también del juego de la oca). Y ni corto ni perezoso me busqué las maneras de quedar al lado derecho de K. durante la partida. Quería conocer mejor su perfil. Eso quería. Y lo que descubrí es que ese perfil era raro porque estaba ciego. K. era tuerto y lo que tenía en la órbita de su ojo derecho era un ojo de cristal pero tan perfecto, tan exactamente igual que el verdadero que era casi imposible descubrirlo. Fuera seguía nevando. Me distraje de K. mirando a R.; recuerdo que aquel día aún estaba vestida con el uniforme del colegio y llevaba su pelo negro recogido en dos coletas y cayó en el pozo dos veces.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/07/2020 a las 17:30 | Comentarios {0}


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