Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XVII
¿Qué hay más real que un sueño vívido? En los últimos días recordaba a T., hace muchos años en una isla griega. Volveré a esos recuerdos. Quizás hoy mismo. Antes necesito terminar la noche de la niebla con Hamlet y Donjuan.
Para llegar a la linde del bosque he de atravesar un páramo. En otoño y en invierno lo llamo páramo, en primavera llanura, en verano secarral. Creo que escribí* que ante el miedo hay que ir a por él. Pues bien, eso es lo que hicimos. Corrimos en pos del miedo cuando la noche y la bruma hacían que el mundo temblara y nuestros corazones se aceleraran. Lo increíble de la condición mamífera es que cuando el miedo es sólo mental a medida que te adentras en él, desaparece. No engaño si digo que en la fantasmagoría de la oscuridad brumosa intuimos seres fantásticos y luces del más allá y que nuestros oídos escucharon lamentos largos de almas en pena agotadas de penar y estaría por jurar -si el juramento significara para mí algo más que una palabra- que vislumbramos por entre una hilera difusa de olmos a los integrantes de la Santa Compaña. ¿Se escuchó entonces el lúgubre tañir de la zanfoña de Don Gaiferos? Aullaron Donjuan y Hamlet, aullé yo y con nuestros aullidos los seres del Alma del Mundo se fueron dispersando, se alejaron de nosotros y cuando decidimos retornar a la supuesta seguridad de nuestras cuatro paredes, la niebla se fue levantando y quedó al fin el cielo raso, cuajadito de estrellas, por fin sin luna. ¡Ay, luna, asesina de mis ánimos! ¡Dueña de mi devoción!
El sueño lo tengo esa misma noche. No puedo llamarle pesadilla porque cené frugalmente y, a parte la broma, es un sueño intenso en el que -y eso lo dejaré para mí- se ocultan graves consideraciones.
Estoy con T. es un centro comercial. T. y yo jamás iríamos a un centro comercial. Tenemos que estar en el centro comercial por algo. Estamos por algo en el centro comercial. El aspecto es el de cuando nos conocimos. Ambos somos jóvenes. No nos hablamos. No hace falta que lo hagamos para levantarnos a la vez de una terraza donde hemos tomado un café. Damos unos pasos. De debajo de nuestras gabardinas sacamos unas ametralladoras y empezamos a disparar contra todo lo que se mueve. Matamos o herimos a cientos de personas. En silencio. La masacre la veo desde mis ojos. Nos nos veo. Y digo esto porque hay una elipsis en el sueño -o yo no recuerdo el paso de un momento a otro- y ahora estamos todos los supervivientes en una especie de salón de actos. La policía ha acordonado la zona. Al fondo, abajo, en una tarima y con una mesa ante ellos, unos inspectores -no recuerdo cuántos- van interrogando uno a uno a los presentes. Todos van saliendo. A T. y a mí nos dejan para el final. En ese momento sé que la policía sabe que hemos sido nosotros pero también sé que aún no lo pueden demostrar. T. se mantiene impertérrito, algo pálido, creo recordar sus labios azulinos. A mí me empieza a invadir un terror que disimulo sin mover un sólo músculo. Sé que la policía no se va a andar con tonterías. Nos van a interrogar duro. Nos van a sacar la confesión como sea. Me llaman a mí. Mientras me acerco a la tarima digo, Quiero la presencia de mi abogado. Uno de los inspectores responde, Será porque has hecho algo. T. me mira. Yo le miro. Entonces reparo en que en todo ese tiempo no nos hemos dicho ni una sola palabra.
Me despierta el canto del gallo. Con él rinde homenaje al sol. Ejecuta un acto estético. La viveza del sueño vivido me hace temblar. Aún tengo el miedo en el cuerpo y lo que me sorprende es que el miedo no sea por la matanza que acabo de perpetrar sino por las torturas a las que me va a someter la policía.
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* Isaac Alexander tenía una costumbre que conozco porque él mismo me la comentó: jamás releía sus escritos. Recuerdo que una vez se rió un poco a costa de Jorge Luis Borges de quien fue amigo y a quien le leía en ocasiones pasajes de La Odisea en sus años de ceguera. Borges decía que a él sólo le servía publicar para dejar de corregir e Isaac me decía, Yo jamás corrijo para no tener que publicar. Para llegar a la linde del bosque he de atravesar un páramo. En otoño y en invierno lo llamo páramo, en primavera llanura, en verano secarral. Creo que escribí* que ante el miedo hay que ir a por él. Pues bien, eso es lo que hicimos. Corrimos en pos del miedo cuando la noche y la bruma hacían que el mundo temblara y nuestros corazones se aceleraran. Lo increíble de la condición mamífera es que cuando el miedo es sólo mental a medida que te adentras en él, desaparece. No engaño si digo que en la fantasmagoría de la oscuridad brumosa intuimos seres fantásticos y luces del más allá y que nuestros oídos escucharon lamentos largos de almas en pena agotadas de penar y estaría por jurar -si el juramento significara para mí algo más que una palabra- que vislumbramos por entre una hilera difusa de olmos a los integrantes de la Santa Compaña. ¿Se escuchó entonces el lúgubre tañir de la zanfoña de Don Gaiferos? Aullaron Donjuan y Hamlet, aullé yo y con nuestros aullidos los seres del Alma del Mundo se fueron dispersando, se alejaron de nosotros y cuando decidimos retornar a la supuesta seguridad de nuestras cuatro paredes, la niebla se fue levantando y quedó al fin el cielo raso, cuajadito de estrellas, por fin sin luna. ¡Ay, luna, asesina de mis ánimos! ¡Dueña de mi devoción!
El sueño lo tengo esa misma noche. No puedo llamarle pesadilla porque cené frugalmente y, a parte la broma, es un sueño intenso en el que -y eso lo dejaré para mí- se ocultan graves consideraciones.
Estoy con T. es un centro comercial. T. y yo jamás iríamos a un centro comercial. Tenemos que estar en el centro comercial por algo. Estamos por algo en el centro comercial. El aspecto es el de cuando nos conocimos. Ambos somos jóvenes. No nos hablamos. No hace falta que lo hagamos para levantarnos a la vez de una terraza donde hemos tomado un café. Damos unos pasos. De debajo de nuestras gabardinas sacamos unas ametralladoras y empezamos a disparar contra todo lo que se mueve. Matamos o herimos a cientos de personas. En silencio. La masacre la veo desde mis ojos. Nos nos veo. Y digo esto porque hay una elipsis en el sueño -o yo no recuerdo el paso de un momento a otro- y ahora estamos todos los supervivientes en una especie de salón de actos. La policía ha acordonado la zona. Al fondo, abajo, en una tarima y con una mesa ante ellos, unos inspectores -no recuerdo cuántos- van interrogando uno a uno a los presentes. Todos van saliendo. A T. y a mí nos dejan para el final. En ese momento sé que la policía sabe que hemos sido nosotros pero también sé que aún no lo pueden demostrar. T. se mantiene impertérrito, algo pálido, creo recordar sus labios azulinos. A mí me empieza a invadir un terror que disimulo sin mover un sólo músculo. Sé que la policía no se va a andar con tonterías. Nos van a interrogar duro. Nos van a sacar la confesión como sea. Me llaman a mí. Mientras me acerco a la tarima digo, Quiero la presencia de mi abogado. Uno de los inspectores responde, Será porque has hecho algo. T. me mira. Yo le miro. Entonces reparo en que en todo ese tiempo no nos hemos dicho ni una sola palabra.
Me despierta el canto del gallo. Con él rinde homenaje al sol. Ejecuta un acto estético. La viveza del sueño vivido me hace temblar. Aún tengo el miedo en el cuerpo y lo que me sorprende es que el miedo no sea por la matanza que acabo de perpetrar sino por las torturas a las que me va a someter la policía.
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Yo añadiría que Isaac escribe como se vive: sin posibilidad de corregir.
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/09/2020 a las 13:51 | {0}