Quizás en el principio fuera el grito y quedara en aquéllos la extraña distancia del sonido del trueno. ¿Cuánto? ¿Hace treinta mil años? Anoche estuviste a mi lado. Dormías. Nada te inquieta de mí cuando estás tumbada y desnuda. ¿Qué ocurría entonces? ¿Cómo se estableció que el sonido del tambor fuera masculino y su forma fuera femenina o en su opuesto la forma de la flauta fuera masculina y su sonido femenino? En tu espalda desnuda yo escucho la cueva y en tu piel atisbo las primeras sonrisas cuando la humanidad alboreaba y algo semejante a nosotros latía en los corazones de una mujer y de un hombre. Te amo y las breves ráfagas de brisa que alcancé a sentir antes de caer en el sueño me sedujeron tanto como debía de seducir en la prehistoria del pensamiento el relámpago en un cielo que quizás ya entonces y durante miles de años se pensó que era piedra, muro cerrado, dentro nosotros. Piedra el cielo. Carne tu cuerpo, abierto a mí. Carne mi cuerpo, abierto a ti. Porque vimos el atardecer juntos sentí nostalgia del tiempo anterior a la música, ajena aún la palabra, sin ideas claras la masa encefálica. Todo era acústico. El mundo se resolvía en sonidos: gota de la lluvia, pisada del animal, anuncio de tormenta, dolor del parto, silencio de la muerte. Porque también el silencio es sonido. Yo supe anoche tu piel y la cadencia de tu respiración me jadeó gritos primeros, gritos sin articulación, fonaciones sólo significantes. Porque era la noche. Porque era la primera noche del primer hombre y de la primera mujer en un mundo mágico aún sin ideas, sin naturaleza analizada, sin verdades. Intuición tus pies. Intuición tus manos. Sin metáfora tu boca. Sin anhelo tus ojos. Sólo el grito que imita el animal que quiero ser. Que quiero ser águila. Que quiero ser pez. Que quiero ser armiño. Que quiero ser antílope. Y tú gacela. Y tú manzana. Y tú charca con nenúfar. Y tú luna y fases y así mediciones del ciclo. Ciclo. Eres ciclo. En mi cama eres ciclo. En mi cama eres cabellos en la almohada. En mi cama eres nalgas. En mi cama eres herida abierta que tan solo se calma con mi espada. Que soy espada. Que soy rama. Que soy emisión gutural de imitación de oca. Y así nace la mañana y en la luz de la amanecida siento toda la juventud del mundo porque estás a mi lado y porque el sol aún es joven y da frescor. Joven yo, ya a punto de volver a las entrañas, con menos días en mi torso que en mi espalda. Ya allí. Ya casi allí.
En la lenta maceración de los millones de años, desde la cueva, desde la mano con pigmento en la piedra, desde la primera contemplación, desde la primera idea sobre algo, desde la mirada ¿cuándo se produjo la posibilidad de un hombre que decide acabar con los gorriones?
El día en el que los cacahuetes no se puedan salar, dios morirá de un colapso y habrá en el entorno del aire un regusto amargo de petróleo y plástico; entonces echaremos de menos la algarabía de los niños en el patio de la casa y admiraremos, como si fuera un descubrimiento primero, el vuelo de un ave si es que alguna vez lo vemos.
El día en el que el mar ya no sea colorido por el color del cielo y una inmensa y raquítica ballena varada exhale en la orilla de una playa su último estertor, llorarán las mujeres infértiles y los hombres infértiles y se preguntarán qué hicimos para dejar morir lo más hermoso conocido. Dicen que una gran nube de smog lo circundará todo y que quizá los más poderosos se ajusten los cinturones en la nave dispuesta a escapar del fin.
El día en el que la palabra Amazonas sea una leyenda; el día en el que la palabra piña sea un deseo; el día en el que la palabra cría genere espanto; el día en el que el aire sea negro como aquel mineral del que se habló tanto llamado carbón; el día en el que las semillas se agosten en su planta; el día en el que la palabra planta sólo se refiera al espacio horizontal de un edificio; el día en el que no vuelva a hacer frío; el día en el que no se vuelva a ver la luna; el día en el que la nave Tierra sea una sepultura, los poderes públicos organizarán un gran concierto con las últimas voces infantiles y en la arenga final justo antes del cataclismo el prócer de turno nos acusará a todos de lo que hicieron en su provecho unos pocos (los que despegan en la nave salvadora).
Y alguno recordará -porque fue de los últimos en verlo- el fluir de un río con truchas.
Y alguna recordará -porque fue de las últimas en verlo- la colosal cornamenta de una cabra montesa en unos Picos que se llamaron de Europa.
Algunos jurarán haber visto la milagrosa transformación de un animal llamado gusano en otro llamado mariposa y habrá quien alardee de haber acariciado el pelo de un perro.
Esos días ya están llegando. Esos días están muy cerca. Los hay muy sabios que ya han desahuciado la Nave Tierra y aconsejan que cuanto antes nos vayamos aunque también hay sabios que desearían más bien que nos quedáramos y muriéramos junto al planeta que matamos para no llegar a otro e iniciar el mismo lento, cruel y bestial asesinato.
El día en el que el mar ya no sea colorido por el color del cielo y una inmensa y raquítica ballena varada exhale en la orilla de una playa su último estertor, llorarán las mujeres infértiles y los hombres infértiles y se preguntarán qué hicimos para dejar morir lo más hermoso conocido. Dicen que una gran nube de smog lo circundará todo y que quizá los más poderosos se ajusten los cinturones en la nave dispuesta a escapar del fin.
El día en el que la palabra Amazonas sea una leyenda; el día en el que la palabra piña sea un deseo; el día en el que la palabra cría genere espanto; el día en el que el aire sea negro como aquel mineral del que se habló tanto llamado carbón; el día en el que las semillas se agosten en su planta; el día en el que la palabra planta sólo se refiera al espacio horizontal de un edificio; el día en el que no vuelva a hacer frío; el día en el que no se vuelva a ver la luna; el día en el que la nave Tierra sea una sepultura, los poderes públicos organizarán un gran concierto con las últimas voces infantiles y en la arenga final justo antes del cataclismo el prócer de turno nos acusará a todos de lo que hicieron en su provecho unos pocos (los que despegan en la nave salvadora).
Y alguno recordará -porque fue de los últimos en verlo- el fluir de un río con truchas.
Y alguna recordará -porque fue de las últimas en verlo- la colosal cornamenta de una cabra montesa en unos Picos que se llamaron de Europa.
Algunos jurarán haber visto la milagrosa transformación de un animal llamado gusano en otro llamado mariposa y habrá quien alardee de haber acariciado el pelo de un perro.
Esos días ya están llegando. Esos días están muy cerca. Los hay muy sabios que ya han desahuciado la Nave Tierra y aconsejan que cuanto antes nos vayamos aunque también hay sabios que desearían más bien que nos quedáramos y muriéramos junto al planeta que matamos para no llegar a otro e iniciar el mismo lento, cruel y bestial asesinato.
A veces oigo el trueno (es un sonido de pandero pulsado por las manos de una niña).
Desgraciadamente vibra la piel del cordero.
A veces quiero recordar el sueño (materia de mis avisos y de mis ruegos) y acudir a un libro de nombres extraños para sonsacarme a fuerza de estudio la raíz de mi neurastenia.
Defiendo que soy muy feliz, muy, muy feliz (pero es como el trueno que no tiene como imagen la fuerza de Zeus sino la de la niña con pandero).
A veces siento en mí el entusiasmo que me podría empujar a la rabia pero creo que fui un niño dotado para ser adulto.
Hoy he sido consciente del ardor sin necesidad de abrasarme en el camino.
Canta ahora un hombre que parece subvertir la esencia del blues sólo que todo ha sido subvertido tantas veces que apenas me escandaliza el punteo ni su voz más bien suave.
Parece como si ya no me importara el beneficio del amor.
Quiero probar esta frase otra vez: defiendo que soy muy feliz.
En un sueño reciente decidía capar a su hijo mayor. También morí de nuevo.
El dodecaedro mantiene todos los lados en perfecta lisura.
También: hay una burbuja haciendo equilibrios sobre mi ligamento falciforme.
Merodea en estos días de junio la sensación agria de la naranja. No viene a cuento, lo sé, y aún así reverbera la ausencia en forma de mariposas blancas.
Juego de la pelota.
Melisma cadencioso como tela ligera movida por brisa.
En la madrugada de ayer corrió aire.
En las primeras horas de la noche de hoy se escuchaba la conversación entre una anciana y una joven sentadas en un poyete frente a mi ventana. Yo transcribía una historia que podría ser buena.
Disculpadme, sólo una vez más: defiendo que soy muy feliz.
Desgraciadamente vibra la piel del cordero.
A veces quiero recordar el sueño (materia de mis avisos y de mis ruegos) y acudir a un libro de nombres extraños para sonsacarme a fuerza de estudio la raíz de mi neurastenia.
Defiendo que soy muy feliz, muy, muy feliz (pero es como el trueno que no tiene como imagen la fuerza de Zeus sino la de la niña con pandero).
A veces siento en mí el entusiasmo que me podría empujar a la rabia pero creo que fui un niño dotado para ser adulto.
Hoy he sido consciente del ardor sin necesidad de abrasarme en el camino.
Canta ahora un hombre que parece subvertir la esencia del blues sólo que todo ha sido subvertido tantas veces que apenas me escandaliza el punteo ni su voz más bien suave.
Parece como si ya no me importara el beneficio del amor.
Quiero probar esta frase otra vez: defiendo que soy muy feliz.
En un sueño reciente decidía capar a su hijo mayor. También morí de nuevo.
El dodecaedro mantiene todos los lados en perfecta lisura.
También: hay una burbuja haciendo equilibrios sobre mi ligamento falciforme.
Merodea en estos días de junio la sensación agria de la naranja. No viene a cuento, lo sé, y aún así reverbera la ausencia en forma de mariposas blancas.
Juego de la pelota.
Melisma cadencioso como tela ligera movida por brisa.
En la madrugada de ayer corrió aire.
En las primeras horas de la noche de hoy se escuchaba la conversación entre una anciana y una joven sentadas en un poyete frente a mi ventana. Yo transcribía una historia que podría ser buena.
Disculpadme, sólo una vez más: defiendo que soy muy feliz.
Sigue yendo. Aunque le duelan las piernas. Aprieta el calor. Se derrite la contemplación de la represa. Ve una carpa casi en la superficie de las aguas sucias, muy sucias de la represa. El matorral seco. La hierbas han perdido su verdor y ahora son ya espigas marrones, invierno invertido.
Camina inconsolablemente en el camino de ida que asciende. Camina primero por el muro de contención de la represa. El sol aplasta su cabello. El sol quema la piel de sus rodillas. Camina como si algo le fuera en ello. Camina como si al final de ese caminar hubiera algo. Luego es la humedad de la represa bajo el sol del verano y los insectos que enloquecen con las sustancias químicas de su sudor, sobre todo del sudor que rodea sus ojos. Algunos se meten en sus ojos. Quisieran beber directamente el líquido del cristalino. Pero camina. Asciende. Rompe a sudar de inmediato y sigue y busca una respiración que impida que el desfallecimiento llegue demasiado pronto. ¿Para qué demasiado pronto? Porque sabe que no hay nada. No va a haber nada. Sólo caminar bajo la furia de un sol que ha encontrado vía libre para quemar la tierra. Y avanza y encara la primera cuesta tendida y adopta una posición que ya conoce porque hace mucho tiempo que día tras día realiza el mismo acto abortado, el acto de ir a ninguna parte para volver desde ninguna parte. Aspira el olor de la tierra ardiente. Descubre algún reptil en la roca. Advierte la maniática laboriosidad de las hormigas. Sonríe siempre que ve al escarabajo y husmea la señal del jabalí. Bebe agua fresca sentado en un roca que forma parte de un muro derruido. Sigue ascendiendo. Ni la más mínima brizna de aire. Sabe que tiene que seguir. Sabe que no puede no seguir aunque al final no haya nada. Sabe que nunca habrá nada. Sólo tierra quemada. Ardor de meseta. Día largo. Y así un día y otro día. Poniéndole ganas y algo de tristeza tonta. Sabe que un día recordará las ascensión inútil de los días de verano cuando el sol clamaba su poderío y su piel se ennegrecía; sabe que siente un orgullo miserable por esa constancia de hacer algo para nada, dispuesto a caer desmayado si fuera necesario y sin ningún premio a cambio. Porque ni siquiera sabe ser perro. Sólo sabe ir todas las tardes a darse un paseo por el infierno.
Camina inconsolablemente en el camino de ida que asciende. Camina primero por el muro de contención de la represa. El sol aplasta su cabello. El sol quema la piel de sus rodillas. Camina como si algo le fuera en ello. Camina como si al final de ese caminar hubiera algo. Luego es la humedad de la represa bajo el sol del verano y los insectos que enloquecen con las sustancias químicas de su sudor, sobre todo del sudor que rodea sus ojos. Algunos se meten en sus ojos. Quisieran beber directamente el líquido del cristalino. Pero camina. Asciende. Rompe a sudar de inmediato y sigue y busca una respiración que impida que el desfallecimiento llegue demasiado pronto. ¿Para qué demasiado pronto? Porque sabe que no hay nada. No va a haber nada. Sólo caminar bajo la furia de un sol que ha encontrado vía libre para quemar la tierra. Y avanza y encara la primera cuesta tendida y adopta una posición que ya conoce porque hace mucho tiempo que día tras día realiza el mismo acto abortado, el acto de ir a ninguna parte para volver desde ninguna parte. Aspira el olor de la tierra ardiente. Descubre algún reptil en la roca. Advierte la maniática laboriosidad de las hormigas. Sonríe siempre que ve al escarabajo y husmea la señal del jabalí. Bebe agua fresca sentado en un roca que forma parte de un muro derruido. Sigue ascendiendo. Ni la más mínima brizna de aire. Sabe que tiene que seguir. Sabe que no puede no seguir aunque al final no haya nada. Sabe que nunca habrá nada. Sólo tierra quemada. Ardor de meseta. Día largo. Y así un día y otro día. Poniéndole ganas y algo de tristeza tonta. Sabe que un día recordará las ascensión inútil de los días de verano cuando el sol clamaba su poderío y su piel se ennegrecía; sabe que siente un orgullo miserable por esa constancia de hacer algo para nada, dispuesto a caer desmayado si fuera necesario y sin ningún premio a cambio. Porque ni siquiera sabe ser perro. Sólo sabe ir todas las tardes a darse un paseo por el infierno.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/07/2017 a las 23:06 | {0}