Sigue yendo. Aunque le duelan las piernas. Aprieta el calor. Se derrite la contemplación de la represa. Ve una carpa casi en la superficie de las aguas sucias, muy sucias de la represa. El matorral seco. La hierbas han perdido su verdor y ahora son ya espigas marrones, invierno invertido.
Camina inconsolablemente en el camino de ida que asciende. Camina primero por el muro de contención de la represa. El sol aplasta su cabello. El sol quema la piel de sus rodillas. Camina como si algo le fuera en ello. Camina como si al final de ese caminar hubiera algo. Luego es la humedad de la represa bajo el sol del verano y los insectos que enloquecen con las sustancias químicas de su sudor, sobre todo del sudor que rodea sus ojos. Algunos se meten en sus ojos. Quisieran beber directamente el líquido del cristalino. Pero camina. Asciende. Rompe a sudar de inmediato y sigue y busca una respiración que impida que el desfallecimiento llegue demasiado pronto. ¿Para qué demasiado pronto? Porque sabe que no hay nada. No va a haber nada. Sólo caminar bajo la furia de un sol que ha encontrado vía libre para quemar la tierra. Y avanza y encara la primera cuesta tendida y adopta una posición que ya conoce porque hace mucho tiempo que día tras día realiza el mismo acto abortado, el acto de ir a ninguna parte para volver desde ninguna parte. Aspira el olor de la tierra ardiente. Descubre algún reptil en la roca. Advierte la maniática laboriosidad de las hormigas. Sonríe siempre que ve al escarabajo y husmea la señal del jabalí. Bebe agua fresca sentado en un roca que forma parte de un muro derruido. Sigue ascendiendo. Ni la más mínima brizna de aire. Sabe que tiene que seguir. Sabe que no puede no seguir aunque al final no haya nada. Sabe que nunca habrá nada. Sólo tierra quemada. Ardor de meseta. Día largo. Y así un día y otro día. Poniéndole ganas y algo de tristeza tonta. Sabe que un día recordará las ascensión inútil de los días de verano cuando el sol clamaba su poderío y su piel se ennegrecía; sabe que siente un orgullo miserable por esa constancia de hacer algo para nada, dispuesto a caer desmayado si fuera necesario y sin ningún premio a cambio. Porque ni siquiera sabe ser perro. Sólo sabe ir todas las tardes a darse un paseo por el infierno.
Camina inconsolablemente en el camino de ida que asciende. Camina primero por el muro de contención de la represa. El sol aplasta su cabello. El sol quema la piel de sus rodillas. Camina como si algo le fuera en ello. Camina como si al final de ese caminar hubiera algo. Luego es la humedad de la represa bajo el sol del verano y los insectos que enloquecen con las sustancias químicas de su sudor, sobre todo del sudor que rodea sus ojos. Algunos se meten en sus ojos. Quisieran beber directamente el líquido del cristalino. Pero camina. Asciende. Rompe a sudar de inmediato y sigue y busca una respiración que impida que el desfallecimiento llegue demasiado pronto. ¿Para qué demasiado pronto? Porque sabe que no hay nada. No va a haber nada. Sólo caminar bajo la furia de un sol que ha encontrado vía libre para quemar la tierra. Y avanza y encara la primera cuesta tendida y adopta una posición que ya conoce porque hace mucho tiempo que día tras día realiza el mismo acto abortado, el acto de ir a ninguna parte para volver desde ninguna parte. Aspira el olor de la tierra ardiente. Descubre algún reptil en la roca. Advierte la maniática laboriosidad de las hormigas. Sonríe siempre que ve al escarabajo y husmea la señal del jabalí. Bebe agua fresca sentado en un roca que forma parte de un muro derruido. Sigue ascendiendo. Ni la más mínima brizna de aire. Sabe que tiene que seguir. Sabe que no puede no seguir aunque al final no haya nada. Sabe que nunca habrá nada. Sólo tierra quemada. Ardor de meseta. Día largo. Y así un día y otro día. Poniéndole ganas y algo de tristeza tonta. Sabe que un día recordará las ascensión inútil de los días de verano cuando el sol clamaba su poderío y su piel se ennegrecía; sabe que siente un orgullo miserable por esa constancia de hacer algo para nada, dispuesto a caer desmayado si fuera necesario y sin ningún premio a cambio. Porque ni siquiera sabe ser perro. Sólo sabe ir todas las tardes a darse un paseo por el infierno.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/06/2017 a las 00:20 | {0}