Duchamp dice: la idea es el arte. No la forma ni el fin último -resultado- de la idea sino la idea. Me pasó el otro viendo la película Phantom Thread dirigida y escrita por Paul Thomas Anderson lo siguiente: antes de que pudiera razonarlo -es decir, una vez terminada la película analizar los símbolos y las metáforas desde la reflexión- logré entender y asumir durante su visión que Anderson buscaba -con su forma de contarme la historia- que yo sintiera la hartura de lo que vive y tiene que soportar Alma para llegar al extremo que llega.
La idea que se le ocurre a Anderson para hacerme sentir como la protagonista me parece tan buena, tan aceptable que asumo que la forma que le dé a esa idea realmente no importa; el fin último de la idea si responde a la idea incluso diría que no tiene ni siquiera interés.
Casi seguro que fue un viernes. No, en todo caso, un viernes de diciembre. Fue un viernes de primavera. Al terminar la jornada en el Instituto -estábamos en 1º de BUP y corría el año 1976- un compañero de clase llamado Francisco Javier S. L. nos invitó a ir a su casa a unos cuantos. Entre ellos recuerdo que estaban Joaquín F., Javier H., Ana N.-C. y yo pero deduzco que seguro que vinieron algunas chicas más y algunos chicos. Teníamos entonces entre 14 y 15 años.
Francisco Javier era un compañero del que, no sé por qué, siempre me ha quedado la sensación de que era un petimetre, algo repipi y con un ansia de ser lo que no era que a mí me daba un poco de repelús, cuando -eso se descubre más tarde- todos a esas edades intentamos ser algo que aún no somos.
Recuerdo el salón donde nos acomodamos pequeño y abigarrado; recuerdo que como anfitrión Francisco Javier sacó una Coca-Cola grande y algo de picar; recuerdo que para mí en aquella reunión sólo existía Ana N.-C.; recuerdo que ella vestía una falda por encima de la rodilla y una camisa blanca con los botones púdicamente abrochados para que no se le pudiera ver ni el tirante del sostén. Ana era bellísima, con una belleza andaluza. Tenía los ojos rasgados y verdes oliva; el cabello azabache -aquel viernes recogido en un moño italiano-; delicados los hombros; fina la boca; ovalado el mentón; pequeño el pecho; delgada, con una hermosa voz y unos muslos torneados y suaves.
Llevaríamos no más de media hora allí. Hacía calor -por eso deduzco que era un viernes de primavera-. Francisco Javier había puesto en el tocadiscos el disco Abraxas de Santana y alguien le propuso que bajara un poco las persianas. Debíamos de estar todos sentados y quizá no había sitio para todos porque -imagino que en un arranque de osadía que siempre me agradeceré*- le dije a Ana que se sentara en mis rodillas. Ella aceptó. Y pronto nuestras manos empezaron a jugar con las manos del otro y -a medida que avanzaba el disco- las manos se debieron volver más audaces porque recuerdo las suyas en mi cuello y las mías en sus muslos hasta que, justo cuando empezaba a sonar Samba pá ti nuestras bocas se mordieron, se besaron, se excitaron por primera vez en nuestras vidas. El primer beso fue la explosión de la vida. La excitación brutal de su cuerpo pegado al mío; el olor de su sudor; el olor de su excitación; la tensión de sus labios recorriendo los míos; la extensión de su lengua en mi boca; nuestros dientes saludándose. Y mi mano, sí, mi mano, que por primera vez acariciaba el cuerpo de una mujer, Ana, que me permitió llegar hasta su pecho y morderle los lóbulos de las orejas y también susurrarle tiernas palabras mientras ella me decía, -por primera vez en mi vida una mujer me dedicaba esas palabras- amor mío, Fernando, amor mío... era un viernes de primavera hace ahora cuarenta y un años.
* Al releer esta tarde el texto, no estoy tan seguro de que fuera yo quien le pidiera a Ana que se sentara en mis rodillas. En mi recuerdo se ha abierto paso, y con fuerza, la posibilidad de que fuera ella motu propio quien se sentara encima de mí y así se iniciara lo que siguió. Si ocurrió esta variante no tengo más que alabar en Ana lo que antes alabé en mí.
Francisco Javier era un compañero del que, no sé por qué, siempre me ha quedado la sensación de que era un petimetre, algo repipi y con un ansia de ser lo que no era que a mí me daba un poco de repelús, cuando -eso se descubre más tarde- todos a esas edades intentamos ser algo que aún no somos.
Recuerdo el salón donde nos acomodamos pequeño y abigarrado; recuerdo que como anfitrión Francisco Javier sacó una Coca-Cola grande y algo de picar; recuerdo que para mí en aquella reunión sólo existía Ana N.-C.; recuerdo que ella vestía una falda por encima de la rodilla y una camisa blanca con los botones púdicamente abrochados para que no se le pudiera ver ni el tirante del sostén. Ana era bellísima, con una belleza andaluza. Tenía los ojos rasgados y verdes oliva; el cabello azabache -aquel viernes recogido en un moño italiano-; delicados los hombros; fina la boca; ovalado el mentón; pequeño el pecho; delgada, con una hermosa voz y unos muslos torneados y suaves.
Llevaríamos no más de media hora allí. Hacía calor -por eso deduzco que era un viernes de primavera-. Francisco Javier había puesto en el tocadiscos el disco Abraxas de Santana y alguien le propuso que bajara un poco las persianas. Debíamos de estar todos sentados y quizá no había sitio para todos porque -imagino que en un arranque de osadía que siempre me agradeceré*- le dije a Ana que se sentara en mis rodillas. Ella aceptó. Y pronto nuestras manos empezaron a jugar con las manos del otro y -a medida que avanzaba el disco- las manos se debieron volver más audaces porque recuerdo las suyas en mi cuello y las mías en sus muslos hasta que, justo cuando empezaba a sonar Samba pá ti nuestras bocas se mordieron, se besaron, se excitaron por primera vez en nuestras vidas. El primer beso fue la explosión de la vida. La excitación brutal de su cuerpo pegado al mío; el olor de su sudor; el olor de su excitación; la tensión de sus labios recorriendo los míos; la extensión de su lengua en mi boca; nuestros dientes saludándose. Y mi mano, sí, mi mano, que por primera vez acariciaba el cuerpo de una mujer, Ana, que me permitió llegar hasta su pecho y morderle los lóbulos de las orejas y también susurrarle tiernas palabras mientras ella me decía, -por primera vez en mi vida una mujer me dedicaba esas palabras- amor mío, Fernando, amor mío... era un viernes de primavera hace ahora cuarenta y un años.
* Al releer esta tarde el texto, no estoy tan seguro de que fuera yo quien le pidiera a Ana que se sentara en mis rodillas. En mi recuerdo se ha abierto paso, y con fuerza, la posibilidad de que fuera ella motu propio quien se sentara encima de mí y así se iniciara lo que siguió. Si ocurrió esta variante no tengo más que alabar en Ana lo que antes alabé en mí.
¿Dónde está el camino del lago? (aunque no fuera un lago exactamente sino más bien una represa sólo que si no miraba hacia el sur y tan sólo miraba hacia el noroeste el paisaje era el de un lago con montañas al fondo y juncos en las riberas y encinas).
¿Sigue la tierra seca o las últimas lluvias la han reverdecido?
¿Qué partes del muro de piedra están derruidas? ¿Y cuáles han sido reconstruidas? ¿Se ha escapado algún toro? ¿Siguen camuflándose los puercoespines en el campo? ¿Y la culebrilla? ¿Y el zorro? Y por supuesto ¿están los jabalíes a sus anchas vagando por los caminos ya sea bajo la niebla o bajo el sol o en la llovizna?
¿Correrá Nilo de nuevo tras la pelota? ¿Me emocionaré en exceso cuando vuelva? ¿Seguiré pensando que mi vida es otra? ¿Sentiré el temor de las horas solas? ¿Qué le contaré a Fernando cuando le vea? ¿Qué canción será la que me duerma? ¿Terminaré la lectura de Stendhal Del Amor? ¿Aprenderé algo que me nutra? ¿Sonreiré con ternura cuando vea mi rostro ante el espejo? No cualquier espejo, no, sino el espejo de mi casa.
¿Abrazaré mi almohada? ¿Dormiré tranquilo? ¿Podré trabajar mientras a mis espaldas atardece? ¿Cenaré a gusto? ¿Volveré a probar el vino? Y cuando nade ¿qué sentirán mis piernas? ¿qué arco trazarán mis brazos? ¿cómo respirará mi boca el aire? ¿cómo lo expulsará mi nariz? ¿Tendré aún ritmo? ¿Recobraré con prontitud las fuerzas?
El día se está cubriendo de niebla y mis dedos sienten cierta cualidad del frío. ¿Qué les contaré a mis vecinos? ¿Cómo seré recibido? ¿Cuántas veces me vendré abajo? ¿Cuántas miraré el desafío con audacia? ¿De cuántos libros me tengo que despedir? ¿Cuántas frases escribiré aún? ¿Llegaré lejos? ¿Hoy empieza todo? ¿Cada hoy empieza siempre todo?
¿Sigue la tierra seca o las últimas lluvias la han reverdecido?
¿Qué partes del muro de piedra están derruidas? ¿Y cuáles han sido reconstruidas? ¿Se ha escapado algún toro? ¿Siguen camuflándose los puercoespines en el campo? ¿Y la culebrilla? ¿Y el zorro? Y por supuesto ¿están los jabalíes a sus anchas vagando por los caminos ya sea bajo la niebla o bajo el sol o en la llovizna?
¿Correrá Nilo de nuevo tras la pelota? ¿Me emocionaré en exceso cuando vuelva? ¿Seguiré pensando que mi vida es otra? ¿Sentiré el temor de las horas solas? ¿Qué le contaré a Fernando cuando le vea? ¿Qué canción será la que me duerma? ¿Terminaré la lectura de Stendhal Del Amor? ¿Aprenderé algo que me nutra? ¿Sonreiré con ternura cuando vea mi rostro ante el espejo? No cualquier espejo, no, sino el espejo de mi casa.
¿Abrazaré mi almohada? ¿Dormiré tranquilo? ¿Podré trabajar mientras a mis espaldas atardece? ¿Cenaré a gusto? ¿Volveré a probar el vino? Y cuando nade ¿qué sentirán mis piernas? ¿qué arco trazarán mis brazos? ¿cómo respirará mi boca el aire? ¿cómo lo expulsará mi nariz? ¿Tendré aún ritmo? ¿Recobraré con prontitud las fuerzas?
El día se está cubriendo de niebla y mis dedos sienten cierta cualidad del frío. ¿Qué les contaré a mis vecinos? ¿Cómo seré recibido? ¿Cuántas veces me vendré abajo? ¿Cuántas miraré el desafío con audacia? ¿De cuántos libros me tengo que despedir? ¿Cuántas frases escribiré aún? ¿Llegaré lejos? ¿Hoy empieza todo? ¿Cada hoy empieza siempre todo?
No resuelvo la ecuación en esta mañana de diciembre porque aún vibra en el aire una vena ocluida. No sé qué vena. Como tampoco sé exactamente cuál es la forma del páncreas ni conozco al dedillo las montañas de Marte. Sí, reconozco que no me sé sus nombres, ni sus ubicaciones, ni la pendiente media de sus laderas como desconozco igualmente las nombres de las venas que recorren mi tórax o la cantidad de sangre que se tiene que acumular en mi cerebro para poder pensar y luego escribir la palabra vida. Y aún así, con tanta ignorancia en mí, me siento cercano a Agamenón y a su Porquero cuando -imagino- caminan en esta mañana de un diciembre parecido de hace 3000 años por las costas de Lidia o se zambullen en un río de aguas cristalinas o meriendan en un prado de colores desvaídos mientras conversan sobre las razones del viento o sobre los aires de la guerra y ambos tras sus razonamientos permanecen callados porque el sol se oculta, el mundo enrojece y el porquero, sin pronunciarlo, piensa Marte.
Desde esta ignorancia escribo. Desde esta ignorancia me declaro incapaz de resolver ecuaciones de primer grado (¡y menos aún de 2º o de 3º!). Desde esta ignorancia voy a releer a algunos que me hicieron feliz en su momento mientras la mañana de este diciembre frío como el dolor avanza y nada se escucha excepto la pulsión de los dedos en las teclas, mi respiración (¡aún respiro!) y el roce de mi jersey con el escai de los brazos de la butaca.
De todas formas sí quiero hacer constar que sé la luz del sol y la palidez de la luna y también que reconozco el sabor de las aguas de los mares las cuales diferencio sin apenas esfuerzo del sabor de las aguas de manantial.
Y así todo irá siendo dicho.
Desde esta ignorancia escribo. Desde esta ignorancia me declaro incapaz de resolver ecuaciones de primer grado (¡y menos aún de 2º o de 3º!). Desde esta ignorancia voy a releer a algunos que me hicieron feliz en su momento mientras la mañana de este diciembre frío como el dolor avanza y nada se escucha excepto la pulsión de los dedos en las teclas, mi respiración (¡aún respiro!) y el roce de mi jersey con el escai de los brazos de la butaca.
De todas formas sí quiero hacer constar que sé la luz del sol y la palidez de la luna y también que reconozco el sabor de las aguas de los mares las cuales diferencio sin apenas esfuerzo del sabor de las aguas de manantial.
Y así todo irá siendo dicho.
¡Cuánto tiempo he gastado en no aprender cosas!
Santuario. William Faulkner
Es la navegación de los días. Una cadencia extraña que quizá lleve a dejarse ir. Entonces no es navegación sino deriva o ir al pairo. Alguien me contó la historia de un joven que vive navegando los mares; que salió de su ciudad con lo puesto y la idea romántica en la cabeza de ser marinero (quizá sólo en la juventud se pueda ser romántico siendo como es tantas cosas el romanticismo) y su juventud y su coraje le llevaron a conseguirlo y ahora creo que circunnavega costas del Canadá.
Navegando o al pairo, con la delicada sensación de tener entre mis manos un timón redondo, la cangreja y la mayor desplegadas, con viento de sotavento, en unas aguas negras que la quilla de mi nao rompe en espumas blanquecinas, casi grises. Puede ser que la tarde caiga. Puede también que sea el día que se levanta. El cielo está cubierto por nubes de tormenta. El frío húmedo entra hasta mis huesos. Sé que no muy lejos humea un taza de café (taza metálica, desconchada en sus bordes, esmaltada en blanco).
Si es al pairo siento las emociones de una muchacha que ha sido llevada a un prostíbulo y que va a ser vendida por primera vez. La muchacha dice ser hija de un juez. Llegó hasta ahí por la cabeza loca de un muchacho que la rondaba. La ciudad es Memphis. Los años serán los veinte del pasado siglo. La muchacha se llama Temple. Su coño va a dejar de ser un santuario (o va a empezar a serlo. A los santuarios se peregrina).
En los aires de estos primeros días de septiembre, siento la brutalidad de la vida feudal de la Rusia de mediados del siglo XIX. Dubrovski ha incendiado su hacienda y se ha convertido en bandolero. El terrateniente Kirila Petróvich encierra a invitados incautos en una habitación donde un oso hambriento los espera. Son grandes las olas de septiembre, parecen, a veces, muros que se levantaran de improviso para derrumbarse al segundo siguiente sobre la cubierta de la nao que no gobierno. El agua salada en mi boca. La tortura de la sal en mis labios. Y en esta oscuridad radiante, el temor que late en mi bajo vientre de que frente a mí, en cualquier momento, surja el leviatán que engullirá la frágil nave, tras lo cual -y en rápido descenso por un tubo digestivo que palpita- encalle en las tripas de la bestia y flote en sus ácidos gástricos que lenta e inexorablemente van royendo el casco hasta llegar a mí (materia mucho más frágil que la dura madera, con nervios que sentirán el ardor hasta el delirio; porque la madera no agoniza pero sí la carne y también los huesos).
Así voy. Deseo despertarme. Deseo vencer la gran pasión humana: la pereza y aprovechar mi tiempo con conocimientos que me llevaré a la tumba y que junto a mí quedarán por siempre enterrados. No gobierno la nave aunque sepa -desde hace demasiado tiempo- que nacer es morir. Ya estaré llegando. Ahora es la bruma. Cada cierto tiempo hago sonar la sirena y escudriño entre el humo de agua en suspensión, una luz que me advierta de un acantilado o de la proximidad de otra vida. Todo es confuso. No me importa.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/04/2018 a las 11:01 | {0}