Al borde estaba. Sobre una gran montaña de piedra pómez que flotaba, de ligera, sobre el mar. No era un náufrago. No era un ser que se había criado entre las bestias. No era un anacoreta. Sabía, de hecho, disfrutar de las artes. Sabía mirar una escultura y dejarse llevar por el esfuerzo de una mole de piedra convertida en movimiento. Sabía deleitarse con la frase: la tarde está tan bonita (escuchaba la melodía de esa frase, la maestría en los acentos colocados en su orden, cómo descansaba en la última palabra todo el festín de las cuatro primeras). Sabía entender la magnitud de una partida de ajedrez entre Mijail Tahl y Botvinik. Y estaba al borde. ¿De qué servía entonces? Sabía pronunciar el francés, el inglés, el alemán, el español, el catalán, el gallego, el portugués, el italiano, el griego, el árabe y el ruso. Sabía mirar a los ojos y emocionarse con la niebla y el páramo. Sabía dormir de pie y estar despierto acostado. Sabía cómo acariciar la piel enamorada y dejar al rastro de unas hadas el hallazgo del sendero. Sabía creer. Sabía el significado de la palabra esperanza. Y estaba al borde. Por eso dudaba.
Ahora que le venía una melodía oriental, le embargaba la emoción de un baile. Y pensaba bailar como quien piensa estrella fugaz o planeta; ahora que el viento le animaba a volar, sabía que si lo intentaba, caería sobre la llanura y sería por fin nutriente. Ahora que tenía las manos frías y había dormido de más y tarde, encontraba en su vigilia un entorpecimiento de los sentidos como si el opio hubiera inundado sus pulmones y su entendimiento. Es cierto que nada le dolía y sentía su duda como herida; es cierto que la tarde nevó y la noche cuajó y que ahora deseaba fumar la paz.
Tenía la sonrisa plácida del que medita. Tenía las rodillas inflamadas y surcos de antiguas venas se marcaban en las corvas. Tenía eccemas en las pantorrillas. Tenía enrojecidos los ojos de tan poco parpadear. Tenía la bilis pálida. Tenía en su mente el alfabeto de los árboles los cuales, tan abajo, le enviaban sus aromas. Tenía como espejo el cielo. Tenía como cielo la profundidad de la mar. Tenía como mar el sabor de sus ojos. Tenía como ojos la contemplación de sus manos. Y como manos los pies desnudos.
No estaba decidido. Porque tenía esperanza. Al recordar su nombre le vino una ráfaga de sábanas y una cuna de madera y un parque con tobogán y el estudio de los números primos y también, de forma tangencial, justo en la frontera de las visiones, atisbó una hoguera y una gran nostalgia. Imaginó ponerse en pie sobre la montaña, iniciar el descenso, atravesar el bosque de coníferas, tomar por el camino hecho, llegar hasta el pueblo, saludar a las gentes, aceptar la invitación a lavarse y mudarse, ser aceptado en el concejo municipal, ser nombrado arúspice, ocupar su cargo con todo el ceremonial, ungirse las manos y la boca, desentrañar los presagios y ser entregado al cuidado de unos niños recién venidos al mundo.
Abrió la boca y quiso decir su nombre.
Abrió su corazón y vio que no sangraba.
Se miró los antebrazos y notó cómo se desgajaban.
Elevó su cuello y cayó de espaldas.
Se quedo quieto mientras temblaba.
No era saliva sino espuma blanca.
Adoptó la postura del feto.
Se diluyó en la hierba.
Ya no dudaba.
Ahora que le venía una melodía oriental, le embargaba la emoción de un baile. Y pensaba bailar como quien piensa estrella fugaz o planeta; ahora que el viento le animaba a volar, sabía que si lo intentaba, caería sobre la llanura y sería por fin nutriente. Ahora que tenía las manos frías y había dormido de más y tarde, encontraba en su vigilia un entorpecimiento de los sentidos como si el opio hubiera inundado sus pulmones y su entendimiento. Es cierto que nada le dolía y sentía su duda como herida; es cierto que la tarde nevó y la noche cuajó y que ahora deseaba fumar la paz.
Tenía la sonrisa plácida del que medita. Tenía las rodillas inflamadas y surcos de antiguas venas se marcaban en las corvas. Tenía eccemas en las pantorrillas. Tenía enrojecidos los ojos de tan poco parpadear. Tenía la bilis pálida. Tenía en su mente el alfabeto de los árboles los cuales, tan abajo, le enviaban sus aromas. Tenía como espejo el cielo. Tenía como cielo la profundidad de la mar. Tenía como mar el sabor de sus ojos. Tenía como ojos la contemplación de sus manos. Y como manos los pies desnudos.
No estaba decidido. Porque tenía esperanza. Al recordar su nombre le vino una ráfaga de sábanas y una cuna de madera y un parque con tobogán y el estudio de los números primos y también, de forma tangencial, justo en la frontera de las visiones, atisbó una hoguera y una gran nostalgia. Imaginó ponerse en pie sobre la montaña, iniciar el descenso, atravesar el bosque de coníferas, tomar por el camino hecho, llegar hasta el pueblo, saludar a las gentes, aceptar la invitación a lavarse y mudarse, ser aceptado en el concejo municipal, ser nombrado arúspice, ocupar su cargo con todo el ceremonial, ungirse las manos y la boca, desentrañar los presagios y ser entregado al cuidado de unos niños recién venidos al mundo.
Abrió la boca y quiso decir su nombre.
Abrió su corazón y vio que no sangraba.
Se miró los antebrazos y notó cómo se desgajaban.
Elevó su cuello y cayó de espaldas.
Se quedo quieto mientras temblaba.
No era saliva sino espuma blanca.
Adoptó la postura del feto.
Se diluyó en la hierba.
Ya no dudaba.
Ha amanecido. Milos Amós está enfermo. Tras veinte días sin comer y teniendo como único alimento el rocío de las hierbas, sus defensas empiezan a abandonarle.
Seis buitres le vigilan.
Una manada de lobos asciende la montaña.
Los pies de Milos Amós ya no le responden. Quizás estén congelados. Unas ronchas han aparecido en la piel de su pierna derecha, justo bajo la rodilla. Hay momentos en que el prurito le enloquece. Quisiera gritar, arrancarse la piel, bajar de la cima.
Milos se esfuerza en no pensar pero no para de hacerlo. Son palabras y palabras que surgen como fuente de agua envenenada.
Nunca conseguiré. Nunca. No fue dada la sabiduría a este cerebro. Podré, si quiero, achacárselo a las circunstancias y quizá consiga así cierta tranquilidad de alma. Sé que no soy. Sé que no existo. No sé nada. Y no saber nada es ser estúpido. Soy estúpido. Muy estúpido. Me creí... me creí y así ascendí hasta esta nada. Suprema estupidez tan cerca del cielo. El cielo es nada. Los buitres son nada. No temo el colmillo del lobo. No me amamantarán. No soy Rómulo ni tampoco Remo. Estúpido en mis vanaglorias. Pensé. Pensé. Pensé. Pensar es nada. Nada te mereces si haces nada. La visión de la soledad es barata. Mis pies ya no andan. Jamás saldré de aquí. Ya estoy muerto. Morir es nada. Parece mi mente una. Se suceden en ella fotografías. Personas. Unas y otras. Muchas sonríen. No sabría ahora qué hacer con ellas. No sabrían, de seguro, qué hacer conmigo. No sé si existe la llanura. No sé si más allá de mi vista se encuentra el mar. No tengo miedo. Tengo garrapatas. Debe ser mi pelo largo. Tan estúpido soy que ni tan siquiera eso sé. Supe contar nadas y me abracé a una idea peregrina. Luego solté amarras. Me dejé llevar pensando, pensando -pensar es nada- que alcanzaría la plenitud, la cómoda certidumbre del fin. Nada es fin. Y así sigo con un hambre de mil demonios. Incapaz de conseguir mi alimento. Menos libre que la hierba. Más estúpido que la ciénaga. En el fondo deseo que alguien suba hasta esta cima, me abrigue con un saco, me caliente un caldo y a cucharadas me haga entrar en calor. Añoro esa mano sobre el hombro y la conversación con lumbre. Estúpido al contemplar las estrellas. Estúpido al cerciorarme de ellas. Estúpido de soberbia. Estúpido de esperas. Nada he aprendido. Cada vez sé menos cuando nunca supe nada ¿cómo es ese menos que esa nada? La yegua relincha. Trota el caballo. El jinete espolea. La espuela daña. No llego a más. No hay más tierra por encima de mí. Si así fuera, estúpidamente, me arrastraría. ¡El picor, el picor de la pierna! Añoro la fuerza de mis manos para arrancarme a arañazos estas pústulas. Añoro la fuerza de mis labios para succionar a chorros el pus y las devastaciones. Venid ya buitres. Llegad ya lobos. Mordedme la estúpida yugular que sigue funcionando. Arrancad este estúpido corazón enamorado. Tendedme. Miradme. Daros el turno de mi carne. No enterréis los restos. Dejad que sea la tierra quien los muestre hasta que se diluyan en hierba o en nitrato. ¿Tengo harapos? ¿Estoy sucio? ¿Lo merezco? ¿Subirá el maestro hasta mí? El que diga en mi oído las últimas palabras, las que me convenzan, por fin, de que yo no existe, que ya estoy en comunión con las algas y el universo es mucho más que una palabra. Llegará ese maestro envuelto en luz y llamas, algo enfadado conmigo, su alumno más estúpido, el que más soberbia asumió en su estado de vivo moribundo; llegará mi maestro con los ojos encendidos y la barba larga; llegará y ungirá con aceite sagrado mis labios y ungirá con aceite sagrado mi sexo y ungirá con aceite sagrado mis desvelos y cerrará despacio mis ojos, y cerrará con amor mis agujeros y dejará en lo alto de la cima la cruz que guiará a los viajeros. Ven, maestro, ven, fantasma. Mi padre murió hace hoy once años y aún le quiero. Ven, esfuérzate un poco, apoya con suavidad tu cayado y empuja con tus riñones el cuerpo hacia la cima. No retrocedas cuando me veas tan sucio, tan espantoso, tan desolado, tan envidioso. Perdona mi envidia, perdona mi espanto, perdona mi suciedad. Y dime al oído las palabras que nunca supe oír.
Seis buitres le vigilan.
Una manada de lobos asciende la montaña.
Los pies de Milos Amós ya no le responden. Quizás estén congelados. Unas ronchas han aparecido en la piel de su pierna derecha, justo bajo la rodilla. Hay momentos en que el prurito le enloquece. Quisiera gritar, arrancarse la piel, bajar de la cima.
Milos se esfuerza en no pensar pero no para de hacerlo. Son palabras y palabras que surgen como fuente de agua envenenada.
Nunca conseguiré. Nunca. No fue dada la sabiduría a este cerebro. Podré, si quiero, achacárselo a las circunstancias y quizá consiga así cierta tranquilidad de alma. Sé que no soy. Sé que no existo. No sé nada. Y no saber nada es ser estúpido. Soy estúpido. Muy estúpido. Me creí... me creí y así ascendí hasta esta nada. Suprema estupidez tan cerca del cielo. El cielo es nada. Los buitres son nada. No temo el colmillo del lobo. No me amamantarán. No soy Rómulo ni tampoco Remo. Estúpido en mis vanaglorias. Pensé. Pensé. Pensé. Pensar es nada. Nada te mereces si haces nada. La visión de la soledad es barata. Mis pies ya no andan. Jamás saldré de aquí. Ya estoy muerto. Morir es nada. Parece mi mente una. Se suceden en ella fotografías. Personas. Unas y otras. Muchas sonríen. No sabría ahora qué hacer con ellas. No sabrían, de seguro, qué hacer conmigo. No sé si existe la llanura. No sé si más allá de mi vista se encuentra el mar. No tengo miedo. Tengo garrapatas. Debe ser mi pelo largo. Tan estúpido soy que ni tan siquiera eso sé. Supe contar nadas y me abracé a una idea peregrina. Luego solté amarras. Me dejé llevar pensando, pensando -pensar es nada- que alcanzaría la plenitud, la cómoda certidumbre del fin. Nada es fin. Y así sigo con un hambre de mil demonios. Incapaz de conseguir mi alimento. Menos libre que la hierba. Más estúpido que la ciénaga. En el fondo deseo que alguien suba hasta esta cima, me abrigue con un saco, me caliente un caldo y a cucharadas me haga entrar en calor. Añoro esa mano sobre el hombro y la conversación con lumbre. Estúpido al contemplar las estrellas. Estúpido al cerciorarme de ellas. Estúpido de soberbia. Estúpido de esperas. Nada he aprendido. Cada vez sé menos cuando nunca supe nada ¿cómo es ese menos que esa nada? La yegua relincha. Trota el caballo. El jinete espolea. La espuela daña. No llego a más. No hay más tierra por encima de mí. Si así fuera, estúpidamente, me arrastraría. ¡El picor, el picor de la pierna! Añoro la fuerza de mis manos para arrancarme a arañazos estas pústulas. Añoro la fuerza de mis labios para succionar a chorros el pus y las devastaciones. Venid ya buitres. Llegad ya lobos. Mordedme la estúpida yugular que sigue funcionando. Arrancad este estúpido corazón enamorado. Tendedme. Miradme. Daros el turno de mi carne. No enterréis los restos. Dejad que sea la tierra quien los muestre hasta que se diluyan en hierba o en nitrato. ¿Tengo harapos? ¿Estoy sucio? ¿Lo merezco? ¿Subirá el maestro hasta mí? El que diga en mi oído las últimas palabras, las que me convenzan, por fin, de que yo no existe, que ya estoy en comunión con las algas y el universo es mucho más que una palabra. Llegará ese maestro envuelto en luz y llamas, algo enfadado conmigo, su alumno más estúpido, el que más soberbia asumió en su estado de vivo moribundo; llegará mi maestro con los ojos encendidos y la barba larga; llegará y ungirá con aceite sagrado mis labios y ungirá con aceite sagrado mi sexo y ungirá con aceite sagrado mis desvelos y cerrará despacio mis ojos, y cerrará con amor mis agujeros y dejará en lo alto de la cima la cruz que guiará a los viajeros. Ven, maestro, ven, fantasma. Mi padre murió hace hoy once años y aún le quiero. Ven, esfuérzate un poco, apoya con suavidad tu cayado y empuja con tus riñones el cuerpo hacia la cima. No retrocedas cuando me veas tan sucio, tan espantoso, tan desolado, tan envidioso. Perdona mi envidia, perdona mi espanto, perdona mi suciedad. Y dime al oído las palabras que nunca supe oír.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/02/2011 a las 12:27 | {1}Para conocer la historia de Milos Amós haz un click en su nombre en verde. O busca "La Solución".
Está en la cima de la montaña. Bebe el agua que el rocío deja a su alrededor. Ha tenido varios días de una extraña exaltación. Ha llegado a acariciar unos hierbajos que van creciendo junto a la punta de sus zapatos. Son de un color morado, muy lacios, algo tristes. Milos Amós suele mirar hacia un lugar intermedio entre el horizonte y la ladera. Apenas parpadea. A veces recuerda que comía y la saliva, amiga de los recuerdos, acude a su boca y la epiglotis realiza su movimiento voluntario de ayuda a la deglución.
Ha sido en la mañana. El sol se hallaba teñido de gris por las nubes y mostraba su círculo amarillento. Milos Amós ha extendido los dedos de su mano derecha para saber sin aún estaban vivos; los dedos han respondido a su deseo y han hecho un par de cabriolas estirándose y luego replegándose muy rápido como si los tendones fueran muelles tensados en exceso. Milos ha oído, sin escucharlos, los sonidos de la montaña. Estos eran: piar de unos polluelos, arrastrarse de unos invertebrados, remolonear de las hierbas por el viento, cauce de río muy lejos, movimiento de las nubes en el cielo, clamor de bandada de grullas hacia el sur, rama en el suelo que se quiebra, pasos de un vertebrado superior, rumia de un ciervo, cornamenta rozándose contra el tronco de una encina, ardilla corriendo, castor royendo, serpiente mudando la piel. Ha sido un atisbo de arcoiris el que ha dado inicio a la tentación. El ojo, atraído por el fenómeno, se ha desviado hacia su izquierda y en la coda de colores que aún no se habían formado, ha entrevisto Milos la cabellera morena de una mujer de ojos verdes. Ha sido una arritmia en su corazón, un movimiento desmesurado en su estómago, una inicio de erección que apenas ha llegado a ensayo y sin quererlo la tentación se ha aposentado y, tras tanto tiempo solo, ha sentido que caminaba por un suelo cubierto de asfalto, caminaba con una bolsa en cuyo interior había un té de jazmín y bergamota. Llegaba hasta un edificio. Escuchaba la voz de la mujer que le abría el portal. Llamaba al timbre de su casa. Una sonrisa tras la puerta. Una mano que acariciaba su mejilla. Un abrazo que hundía sus costillas. Y tras darle el presente, la voz de la mujer que dice: Pasa, ¡qué bien que hayas venido!
El rayo ha escindido el arcoiris en dos enormes pedazos. La lluvia ha empapado el suelo. Milos no sabe si llora o llueve. Con concentración descomunal ha exigido a la tentación que huyera. Nada tengo que ofrecerte, piensa. No vuelvas, mujer de cabellera morena y ojos verdes, piensa. No tengo nada. Nada soy. Ni tan siquiera cima de esta montaña. Bebo de las hierbas y me alimento de la nada. Mi cuerpo apenas pesa y mis pies deben de haberse convertido en humus. Creo que tengo llagas en la espalda y que una sanguijuela se alimenta de la sangre de mi cuello. No vengas para enturbiar con anhelos esta quietud a la que me he condenado. Así debo estar. Nada queda. Y si algún día, si algún día... Esta última frase la ha pronunciado en voz alta y Eco, siempre atenta a las frases de los hombres, le ha respondido, Día, día y la noche ha caído como si no hubiera habido tarde y Milos se ha quedado dormido, lleno de temblores y en su temblor, después de tanto tiempo, ha vuelto a escribir un poema que dice así: Ámbar gris.
Ha sido en la mañana. El sol se hallaba teñido de gris por las nubes y mostraba su círculo amarillento. Milos Amós ha extendido los dedos de su mano derecha para saber sin aún estaban vivos; los dedos han respondido a su deseo y han hecho un par de cabriolas estirándose y luego replegándose muy rápido como si los tendones fueran muelles tensados en exceso. Milos ha oído, sin escucharlos, los sonidos de la montaña. Estos eran: piar de unos polluelos, arrastrarse de unos invertebrados, remolonear de las hierbas por el viento, cauce de río muy lejos, movimiento de las nubes en el cielo, clamor de bandada de grullas hacia el sur, rama en el suelo que se quiebra, pasos de un vertebrado superior, rumia de un ciervo, cornamenta rozándose contra el tronco de una encina, ardilla corriendo, castor royendo, serpiente mudando la piel. Ha sido un atisbo de arcoiris el que ha dado inicio a la tentación. El ojo, atraído por el fenómeno, se ha desviado hacia su izquierda y en la coda de colores que aún no se habían formado, ha entrevisto Milos la cabellera morena de una mujer de ojos verdes. Ha sido una arritmia en su corazón, un movimiento desmesurado en su estómago, una inicio de erección que apenas ha llegado a ensayo y sin quererlo la tentación se ha aposentado y, tras tanto tiempo solo, ha sentido que caminaba por un suelo cubierto de asfalto, caminaba con una bolsa en cuyo interior había un té de jazmín y bergamota. Llegaba hasta un edificio. Escuchaba la voz de la mujer que le abría el portal. Llamaba al timbre de su casa. Una sonrisa tras la puerta. Una mano que acariciaba su mejilla. Un abrazo que hundía sus costillas. Y tras darle el presente, la voz de la mujer que dice: Pasa, ¡qué bien que hayas venido!
El rayo ha escindido el arcoiris en dos enormes pedazos. La lluvia ha empapado el suelo. Milos no sabe si llora o llueve. Con concentración descomunal ha exigido a la tentación que huyera. Nada tengo que ofrecerte, piensa. No vuelvas, mujer de cabellera morena y ojos verdes, piensa. No tengo nada. Nada soy. Ni tan siquiera cima de esta montaña. Bebo de las hierbas y me alimento de la nada. Mi cuerpo apenas pesa y mis pies deben de haberse convertido en humus. Creo que tengo llagas en la espalda y que una sanguijuela se alimenta de la sangre de mi cuello. No vengas para enturbiar con anhelos esta quietud a la que me he condenado. Así debo estar. Nada queda. Y si algún día, si algún día... Esta última frase la ha pronunciado en voz alta y Eco, siempre atenta a las frases de los hombres, le ha respondido, Día, día y la noche ha caído como si no hubiera habido tarde y Milos se ha quedado dormido, lleno de temblores y en su temblor, después de tanto tiempo, ha vuelto a escribir un poema que dice así: Ámbar gris.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/01/2011 a las 11:39 | {0}
Al sonar los tambores en su cabeza, Milos tiene un escalofrío. Escucha los gritos de una mujer y de un amigo. Siente una cena en un restaurannte de una ciudad. Cree haber estado en algún momento rodeado de gente en un bar de una ciudad del centro de su país. Es querido. Es animado. Es besado por la camarera que le ama en ese momento hasta las lágrimas. La cima de la montaña le trae hasta allí unas rayas de cocaína, el cuarto de baño, la sonrisa excitada de la mujer enamorada, su nariz -la de Milos- yendo a la raya, aspirándola, siente en la cima de la montaña el amargor de la cocaína por su garganta, lo bello que se siente en el espejo, la boca de la mujer tras él que le hace un gesto de lengua en los labios. Suenan los tambores. Suenan las ráfagas del viento. Salen del cuarto de baño. Ella le ha cogido de la mano. Le ha llevado a la trastienda. Se ha abalanzado sobre él. Le ha pegado su cuerpo. Le ha abierto las piernas. Luego ha reído. Se ha separado. Ha vuelto a extender un par de rayas. Ella se la ha metido primero. Luego él. Lo incisivos dormidos. Las encías dormidas. La luz desnuda.
Es la noche. Milos Amós no ha necesitado cerar los ojos para sentir los tambores. Ni ha querido evitar el recuerdo. Alguna vez fue querido. Ahora lo sabe. En la juventud todos somos queridos alguna vez. Porque al mismo tiempo todos queremos ser queridos. Para ser querido querer. Alguna vez fue así. A ráfagas: billar, caída en la gran vía de la ciudad entre grandes risas, drogado, drogado, vomita, una mano en la frente acompaña su naúsea. Existió una Noche de Reyes en una calle que se llamaba Fuencarral. Caía aguanieve. Fueron recogidos por un hombre que acababa de salir de prisión con un cargamento de heroína en sus bolsillos. Milos lo invitó a su casa. La heroína fue su amiga.
Ha sentido en la cima de la montaña el frío de la bajada del caballo. Las horas muertas tirado en una cama, junto a su amiga, comiendo a duras penas una manzana.
El lucero del alba anuncia la mañana. Milos Amos siente pena por los recuerdos que como diablos le han rodeado en la madrugada. Dormita. Nadie le moverá de allí.
Es la noche. Milos Amós no ha necesitado cerar los ojos para sentir los tambores. Ni ha querido evitar el recuerdo. Alguna vez fue querido. Ahora lo sabe. En la juventud todos somos queridos alguna vez. Porque al mismo tiempo todos queremos ser queridos. Para ser querido querer. Alguna vez fue así. A ráfagas: billar, caída en la gran vía de la ciudad entre grandes risas, drogado, drogado, vomita, una mano en la frente acompaña su naúsea. Existió una Noche de Reyes en una calle que se llamaba Fuencarral. Caía aguanieve. Fueron recogidos por un hombre que acababa de salir de prisión con un cargamento de heroína en sus bolsillos. Milos lo invitó a su casa. La heroína fue su amiga.
Ha sentido en la cima de la montaña el frío de la bajada del caballo. Las horas muertas tirado en una cama, junto a su amiga, comiendo a duras penas una manzana.
El lucero del alba anuncia la mañana. Milos Amos siente pena por los recuerdos que como diablos le han rodeado en la madrugada. Dormita. Nadie le moverá de allí.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/01/2011 a las 00:30 | {0}
En lo alto de la Montaña piensa Cima de Montaña. Ha habido un instante de cercanía con el sonido de un cencerro, abajo, en el valle. Hasta él ha subido. Luego ha caído desmayado víctima de la necesidad. Al despertar ha sentido las siguientes palabras: "Amordazadme, ¡Oh, Dioses venturosos!, calladme para siempre los labios; cosedlos con puntadas de oro; aconsejadme este silencio de alturas; mareadme con la falta de alimento pero no permitais, no, que vuelva mi vista a las llanuras donde los arrozales crecen y el hambre se sacia al instante. Hay en este aire purísimo, en esta ausencia de alimento y agua, en el lúgubre estar sobre la cima, el candor de la ilusión de lavarme así, para siempre, mis culpas ¿Cuáles fueron? ¿Habré de enumerarlas? ¿Habré de decirlas de viva voz? ¿Y si mi memoria no alcanza? ¿Y si el peso de la ley humana cae sobre mí como sobre la mujer cuando es detenida por hollar una tierra privada? ¿Hay lamento más grande que pisar la tierra que nunca será tuya? ¿Hay culpa más horrenda que ésa? ¡La tierra que no es tuya! ¡La inmensa riqueza que esconde! ¡La tierra que no es tuya! Tras el horizonte de mi aldea. Quizás allí comience esa tierra. Quizás yo asistí a la guerra por conquistarla como hicieron los griegos con el cuerpo de Helena, como hizo Eneas con el cuerpo de Italia, como hizo Hernán Cortés con la piel de México y Pizarro con la del Perú y más aún Amundsen con las gélidas texturas de lo más Sur. Si fuera así, si mi culpa fuera tan horrenda y natural, si por ella me habéis traído aquí, ¡Oh Dioses suaves! mantenedme aquí, sepultadme bajo el suave manto de la nieve y que ella cautive mi piel y la traspase y hiele mi músculo y llegue hasta mi hueso y lo detenga. Moridme, Dioses, en esta cima. Moridme.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/12/2010 a las 18:32 | {0}
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Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/02/2011 a las 14:25 | {0}