(Por César) in memoriam Antoni Tàpies (también)
Antoni Tàpies Composición con ropa y cuerda
Se cortó el cabello en el Monte Pelado. (Mussorgsky).
Descalzó sus pies ante una congregación de Pieds-Noirs.
Tintó sus manos de rojo.
Desbastó todo un bosque.
No mató a Eugenia con su hacha.
Desenvolvió con cuidado el perfil de una cintura.
Acudió entusiasmado a la decapitación de la Esfinge.
No le hizo ascos a Medusa y supo mirarla de frente. (no así Perseo).
Se encaramó a la Diosa de la Fertilidad y se hizo la vasectomía.
Durmió como un bendito.
Con guante de seda golpeó con mano férrea.
Desanduvo absolutamente todo lo que había andado.
Se desnudó frente a sí y se puso a dar saltos.
Rompió el hielo y se hundió en el lago.
Decidió decidir y no se hizo sabio.
Masculló oraciones en latín medieval.
Socorrió a unas monjas con una sopa castellana.
Escurrió el bulto que resultó ser niña.
Fue capaz de conciliar al rayo y al trueno en una calma chicha.
Mantuvo recta la espalda.
Olisqueó el aire en busca de la lluvia.
Se mareó hasta el vómito emulando a los derviches.
Fue hasta un universo paralelo y se quedó tonto.
Calló a los que le increpaban recurriendo al caramillo.
Se santiguó dos veces con la mano nefanda.
Le rió dios la broma y le regaló una espada.
Volvió y surgió el renacimiento.
Con la nieve a cuestas se encaramó en la cima y produjo el manantial puro.
No dijo esta boca es mía cuando se la abrieron.
Aprendió a hacer pis detrás de la rueca.
Los cabellos albos le sugirieron lomas.
Tomó el pincel y emuló la cadera.
Tomó la cadera y jugueteó con ella.
Despertó en enero y se supo a marzo.
Quiso rendirse pero le faltó valor.
Las lentejas no le parecieron cosa de viejas sino vestigios de un asunto milenario.
Esbozó el plan para su eternidad.
Se lanzó al abismo y aterrizó en el trono.
Le casaron pronto y se disparó en la sién y aún tuvo tiempo para decir una palabra o mil doscientas cuatro.
Regurgitó el oro.
No quedó en él ni rastro de plomo.
Cosa de la alquimia, se dijo.
Volvió a por otra.
Capítulo 5. Ana
Cuando llega la hora de ir, Ana se pone nerviosa. Los ojos de Ana a sus cincuenta años. Los brackets de Ana a sus cincuenta años. Su piel tan cuidada. Los liftings de Ana. Las medias de Ana siempre sorprendentes. Los abrigos de Ana. Los labios con botox de Ana. Los términos ingleses en el cuerpo de Ana.
Cuando entra, Ana se coloca en la silla que se podría determinar como el centro de la habitación. Frente al espejo. Exquisitamente maquillada. Exquisitamente vestida. Exquisitamente peinada. Saca un cuaderno de marca y un bolígrafo de plata y esparce entre todos una sonrisa bien estudiada. Luego se coloca muy recta para que el sweater ceñido realce los implantes en el pecho de Ana. El perfume caro de Ana... su insondable verdad, sus anillos, sus complementos, sus collares de perlas salvajes, sus zarcillos de esmeraldas.
Ana: Bueno, es que tampoco tengo nada especial que contar. Para mí la vida es una ensalada, ya sabéis: de vez en cuando te encuentras un trozo de algo que no sabes qué narices es. Yo soy feliz. He venido a aprender algunas cosas. Creo que el camino espiritual, la comprensión de una misma, es algo excitante. Quiero saber. Me muero por saber. Quiero decir que por ejemplo cuando me puse los brackets, le pregunté de todo al dentista antes de hacerlo, bueno al ortodoncista, que menuda palabrita. Tengo menos de cincuenta de años y aparento menos de cuarenta porque para mí el escaparate del espíritu está en el cuerpo. Los demás te tienen que ver con un cuerpo juvenil, con una tersura de la piel que muestre que por debajo todo está bien prieto, que hay donde agarrarse con la seguridad de que no se te va a escurrir entre las manos. Soy muy deportista. Soy muy intelectual. Soy decidida defensora de la autoayuda y creo que todo el poder reside en una misma. Por eso a mí, desde hace muchos años, nada ni nadie me hace daño. Estoy casada con un hombre encantador que se pasa el día viajando y al que apenas veo. Creo que esa particularidad hace que nos queramos más. Cuando estamos juntos lo apuramos al máximo, ya me entendéis ¿no? Él también es fuerte, apasionado, detallista y romántico. Tenemos dos hijos que están estudiando en Princeton y me comunico con ellos por Skype. Sé que están bien. Los están preparando bien. Su padre y yo les hemos dado siempre lo mejor. Son unos buenos chicos. Así es que en general, puedo decir que vivo sola y muy acompañada. Bueno sola del todo no. Tengo a mi perrro Niles que es un encanto y que me hace mucha compañía. Y luego me paso el día de compromiso en compromiso, que si el gimnasio, que si una presentación, que si un mercadillo, que si un cóctel, que si una partidita de cartas, que si el dentista, que si la esteticien. La verdad es que no me aburro. Por eso digo que si estoy aquí no es porque tenga un problema o me sienta desorientada -no quiero decir por supuesto que ese sea vuestro caso- sino por ese afán de aprender, de saber de todo, de tener en forma el alma. Para mí estas sesiones son como la cinta en el gimnasio: una buena gimnasia espiritual. Siento no poder contar ningún conflicto, ningún trauma porque realmente no los tengo, ni los he tenido nunca. Mi vida es casi perfecta y añado el casi por no parecer arrogante. Sus cosillas tiene. Pero pequeñas. Insignificantes. Y bueno como estamos aquí para eso ¿no? (Ana mira a la Profesora y la profesora mantiene su gesto quieto sin asentir ni disentir) pues aunque he tenido que pensármelo mucho, sí que algunas cosillas no funcionan como debieran y quizá la que más me preocupe sea si Dios existe. Desde hace un tiempo, todas las mañanas mientras desayuno y miro a mi criada trajinando en la casa, sobre todo cuando enchufa el aspirador, me viene ese pensamiento a la cabeza, ¿Existe Dios? Y ése es el mayor problema que tengo ahora mismo. Todo lo demás es perfecto. Me siento muy afortunada. Mucho.
Y sonríe Ana y sus brackets brillan con las luces indirectas de la habitación y su mirada se pasea nerviosa entre nosotros como si esperara advertir reproche o duda o -quizá peor- cierto tipo de conmiseración. Se ha hecho el silencio. Se alarga. Ana enlaza sus manos. Mira a la profesora. Baja la vista. Se rasca con sus uñas largas y pintadas del color de las esmeraldas la parte superior izquierda de su labio, justo donde tiene un gracioso lunar. Todos escuchamos la lágrima al golpear contra su bolso de cuero. Todos vemos su sonrisa aniñada.
Ana: Es que a mí esa duda que os digo que tengo, me entristece mucho, mucho, de verdad...
Y durante un largo tiempo, muy largo, continuamos callados, escuchando la vida de los otros, hasta que la profesora habla.
Cuando entra, Ana se coloca en la silla que se podría determinar como el centro de la habitación. Frente al espejo. Exquisitamente maquillada. Exquisitamente vestida. Exquisitamente peinada. Saca un cuaderno de marca y un bolígrafo de plata y esparce entre todos una sonrisa bien estudiada. Luego se coloca muy recta para que el sweater ceñido realce los implantes en el pecho de Ana. El perfume caro de Ana... su insondable verdad, sus anillos, sus complementos, sus collares de perlas salvajes, sus zarcillos de esmeraldas.
Ana: Bueno, es que tampoco tengo nada especial que contar. Para mí la vida es una ensalada, ya sabéis: de vez en cuando te encuentras un trozo de algo que no sabes qué narices es. Yo soy feliz. He venido a aprender algunas cosas. Creo que el camino espiritual, la comprensión de una misma, es algo excitante. Quiero saber. Me muero por saber. Quiero decir que por ejemplo cuando me puse los brackets, le pregunté de todo al dentista antes de hacerlo, bueno al ortodoncista, que menuda palabrita. Tengo menos de cincuenta de años y aparento menos de cuarenta porque para mí el escaparate del espíritu está en el cuerpo. Los demás te tienen que ver con un cuerpo juvenil, con una tersura de la piel que muestre que por debajo todo está bien prieto, que hay donde agarrarse con la seguridad de que no se te va a escurrir entre las manos. Soy muy deportista. Soy muy intelectual. Soy decidida defensora de la autoayuda y creo que todo el poder reside en una misma. Por eso a mí, desde hace muchos años, nada ni nadie me hace daño. Estoy casada con un hombre encantador que se pasa el día viajando y al que apenas veo. Creo que esa particularidad hace que nos queramos más. Cuando estamos juntos lo apuramos al máximo, ya me entendéis ¿no? Él también es fuerte, apasionado, detallista y romántico. Tenemos dos hijos que están estudiando en Princeton y me comunico con ellos por Skype. Sé que están bien. Los están preparando bien. Su padre y yo les hemos dado siempre lo mejor. Son unos buenos chicos. Así es que en general, puedo decir que vivo sola y muy acompañada. Bueno sola del todo no. Tengo a mi perrro Niles que es un encanto y que me hace mucha compañía. Y luego me paso el día de compromiso en compromiso, que si el gimnasio, que si una presentación, que si un mercadillo, que si un cóctel, que si una partidita de cartas, que si el dentista, que si la esteticien. La verdad es que no me aburro. Por eso digo que si estoy aquí no es porque tenga un problema o me sienta desorientada -no quiero decir por supuesto que ese sea vuestro caso- sino por ese afán de aprender, de saber de todo, de tener en forma el alma. Para mí estas sesiones son como la cinta en el gimnasio: una buena gimnasia espiritual. Siento no poder contar ningún conflicto, ningún trauma porque realmente no los tengo, ni los he tenido nunca. Mi vida es casi perfecta y añado el casi por no parecer arrogante. Sus cosillas tiene. Pero pequeñas. Insignificantes. Y bueno como estamos aquí para eso ¿no? (Ana mira a la Profesora y la profesora mantiene su gesto quieto sin asentir ni disentir) pues aunque he tenido que pensármelo mucho, sí que algunas cosillas no funcionan como debieran y quizá la que más me preocupe sea si Dios existe. Desde hace un tiempo, todas las mañanas mientras desayuno y miro a mi criada trajinando en la casa, sobre todo cuando enchufa el aspirador, me viene ese pensamiento a la cabeza, ¿Existe Dios? Y ése es el mayor problema que tengo ahora mismo. Todo lo demás es perfecto. Me siento muy afortunada. Mucho.
Y sonríe Ana y sus brackets brillan con las luces indirectas de la habitación y su mirada se pasea nerviosa entre nosotros como si esperara advertir reproche o duda o -quizá peor- cierto tipo de conmiseración. Se ha hecho el silencio. Se alarga. Ana enlaza sus manos. Mira a la profesora. Baja la vista. Se rasca con sus uñas largas y pintadas del color de las esmeraldas la parte superior izquierda de su labio, justo donde tiene un gracioso lunar. Todos escuchamos la lágrima al golpear contra su bolso de cuero. Todos vemos su sonrisa aniñada.
Ana: Es que a mí esa duda que os digo que tengo, me entristece mucho, mucho, de verdad...
Y durante un largo tiempo, muy largo, continuamos callados, escuchando la vida de los otros, hasta que la profesora habla.
Ayer no supe. Me quedé mirándola. En sus ojos había un pesar grande. Podría haber recogido de un pasado remoto palabras de aliento. Ayer no supe hacer eso. Por primera vez tan sólo acompañé el dolor de esa persona. No alivio. No esperanza. Sólo compañía. Al principio mis pensamientos corrieron en pos de lo que he escrito más arriba. Quise hacer ver. Pronto supe que la oscuridad, en ocasiones, es una mecha a punto de encenderse.
Hace diez días me avergoncé de mi ignorancia. Eso creía. Hoy he descubierto que me avergonzaba de mi deshonestidad.
Estoy descubriendo que es mucho más difícil ser ignorante que ser sabio. Algún adagio decía que la sabiduría contiene crueldad. La ignorancia no puede permitirse ese lujo. La ignorancia está desnuda.
Ayer miré sus ojos. Sólo eso. Y tan sólo me atreví a afirmar que sólo sintiéndose libre de culpas, se puede ser capaz de no hacer sentirse culpable al otro. No sé muy bien por qué dije eso. Y ahí me callé. En el fondo de mí latía la necesidad de seguir hablando. La imagen sería la de una puerta que da paso a una biblioteca en donde se acumulan libros y libros y libros. Entonces pensé (aunque no sé si este pensamiento ha sido en el sueño de la noche) que ya va siendo de dejar de leer. Ya va siendo hora de dejar de aprender. Ya va siendo hora de callarse.
Ayer vislumbré el juego. Sé que sólo fue ayer.
El frío de febrero ¿por qué será?
Dejar de creer en saber.
Tampoco sé por qué escribo estas líneas. Me cuestan mucho. Es la sensación de estar perdiendo las palabras. O de no conocer su verdadero sentido. O, ¡ay! vislumbrar que quizás haya llegado el momento de dejar de escribir.
Porque escribir la ignorancia es imposible.
Hace diez días me avergoncé de mi ignorancia. Eso creía. Hoy he descubierto que me avergonzaba de mi deshonestidad.
Estoy descubriendo que es mucho más difícil ser ignorante que ser sabio. Algún adagio decía que la sabiduría contiene crueldad. La ignorancia no puede permitirse ese lujo. La ignorancia está desnuda.
Ayer miré sus ojos. Sólo eso. Y tan sólo me atreví a afirmar que sólo sintiéndose libre de culpas, se puede ser capaz de no hacer sentirse culpable al otro. No sé muy bien por qué dije eso. Y ahí me callé. En el fondo de mí latía la necesidad de seguir hablando. La imagen sería la de una puerta que da paso a una biblioteca en donde se acumulan libros y libros y libros. Entonces pensé (aunque no sé si este pensamiento ha sido en el sueño de la noche) que ya va siendo de dejar de leer. Ya va siendo hora de dejar de aprender. Ya va siendo hora de callarse.
Ayer vislumbré el juego. Sé que sólo fue ayer.
El frío de febrero ¿por qué será?
Dejar de creer en saber.
Tampoco sé por qué escribo estas líneas. Me cuestan mucho. Es la sensación de estar perdiendo las palabras. O de no conocer su verdadero sentido. O, ¡ay! vislumbrar que quizás haya llegado el momento de dejar de escribir.
Porque escribir la ignorancia es imposible.
En España se está juzgando al juez G. por perseguir a corruptos y por intentar que, en base a la ley de la Memoria Histórica, se pudieran exhumar los cadáveres de los rojos que yacen en las cunetas de media España tras la última guerra civil.
Yo quiero contar una historia que le pasó a mi amiga M. con el juez G.
Mi amiga M. es una mujer excepcional; excepcional en muchos sentidos; desde joven era muy grande, muy gorda, muy mullida, muy afable. La conocí cuando trabajaba en un grupo teatral de los años 80. Ya entonces su carácter afable, su cuidado -quizás excesivo- de las personas, le hacían parecer un ser angelical con las hechuras de un humano. Porque M. es fea, o por decirlo de una manera menos insultante -porque no es ésta mi intención- las facciones de M. no eran, ni son, las comunmente aceptadas como bellas. Quizá Gaultier, le hubiera hecho un hueco entre sus modelos como se lo hizo a Rossy de Palma.
Su vida fue dura, es dura y será dura por una decisión que no sé si llamarla consciente o inconsciente. A mediados de los 90 abandonó el artisteo y se fue a la selva del Amazonas para conocer a una bruja de una tribu cuyo nombre he olvidado para que la iniciara en los arcanos de su saber. M. debía recorrer todos los días un camino de más tres horas en plena selva hasta llegar al lugar donde vivía la bruja. Ésta, al final, aceptó tomarla como aprendiza y la inició -para alcanzar el conocimiento- en la ingesta y control de la ayahuasca, una hierba alucinógena y cuyas propiedades te permiten navegar en el tiempo.
A lo largo de seis años, M. pasó largas temporadas en la selva amazónica. Cuando volvía a España trabajaba de camarera o de limpiadora, de lo que fuera, para sacar un dinero que le permitiera volver a Brasil. Vivía en cuartuchos. Comía lo que podía. Malvivía en la Costa Brava.
Al sexto año, la bruja de la selva le anunció que había terminado su aprendizaje y que ya podía, con la técnica de la ayahuasca que había aprendido, ayudar a otros seres a encontrar su camino, a reencontrarse consigo mismos, a aceptar su pasado para poder disfrutar del presente. M. con la ayuda de un indio de la tribu amazónica, comenzó su trabajo en España trayendo la ayahuasca directamente del Brasil.
Y fue en uno de esos viajes cuando ambos, M. y el indio, fueron detenidos en el aeropuerto de Barajas y acusados de tráfico de drogas. El juez al que se le asignó el caso fue el juez G. M. fue llamada a declarar y durante tres horas fue interrogada por el juez.
Hay un axioma, o un principio, que dice que la ley no es la justicia. Yo corroboré este principio cuando una noche de verano, cenando con unos amigos en la sierra, uno de los cuales estudiaba las oposiciones a juez en la escuela de jueces, nos comentó que, entre las enseñanzas que se impartían, se recomendaba que en los juicios no se mirara al reo porque el juez no juzga personas sino hechos.
Tras la declaración de M., el juez G. la dejó en libertad sin cargos y también al indio. Porque su inocencia era tan palpable que, efectivamente según los hechos, habían cometido un delito contra la salud pública, pero hubiera sido del todo injusto condenarlos por un delito que ellos nunca habían querido cometer. Su intención era la contraria: sanar a las personas (estuvieran equivocados o no), ayudarlas, honestamente, a mejorar. Y aquí la palabra honestidad es esencial.
La inocencia de su acción quedó de manifiesto cuando M., al levantarse le preguntó al juez G.: ¿Y dónde puedo recoger la ayahuasca? El juez G. sonrió y le dijo: A ésa no la puedo dejar libre. Y tú tampoco la puedes volver a traer.
Yo no conozco personalmente al juez G. y sí conozco personalmente a M. No sé si el juez G. es un mal juez pero lo que sí puedo afirmar es que es un buen hombre y creo que no debe ser mala cualidad la bonhomía para impartir justicia.
Yo quiero contar una historia que le pasó a mi amiga M. con el juez G.
Mi amiga M. es una mujer excepcional; excepcional en muchos sentidos; desde joven era muy grande, muy gorda, muy mullida, muy afable. La conocí cuando trabajaba en un grupo teatral de los años 80. Ya entonces su carácter afable, su cuidado -quizás excesivo- de las personas, le hacían parecer un ser angelical con las hechuras de un humano. Porque M. es fea, o por decirlo de una manera menos insultante -porque no es ésta mi intención- las facciones de M. no eran, ni son, las comunmente aceptadas como bellas. Quizá Gaultier, le hubiera hecho un hueco entre sus modelos como se lo hizo a Rossy de Palma.
Su vida fue dura, es dura y será dura por una decisión que no sé si llamarla consciente o inconsciente. A mediados de los 90 abandonó el artisteo y se fue a la selva del Amazonas para conocer a una bruja de una tribu cuyo nombre he olvidado para que la iniciara en los arcanos de su saber. M. debía recorrer todos los días un camino de más tres horas en plena selva hasta llegar al lugar donde vivía la bruja. Ésta, al final, aceptó tomarla como aprendiza y la inició -para alcanzar el conocimiento- en la ingesta y control de la ayahuasca, una hierba alucinógena y cuyas propiedades te permiten navegar en el tiempo.
A lo largo de seis años, M. pasó largas temporadas en la selva amazónica. Cuando volvía a España trabajaba de camarera o de limpiadora, de lo que fuera, para sacar un dinero que le permitiera volver a Brasil. Vivía en cuartuchos. Comía lo que podía. Malvivía en la Costa Brava.
Al sexto año, la bruja de la selva le anunció que había terminado su aprendizaje y que ya podía, con la técnica de la ayahuasca que había aprendido, ayudar a otros seres a encontrar su camino, a reencontrarse consigo mismos, a aceptar su pasado para poder disfrutar del presente. M. con la ayuda de un indio de la tribu amazónica, comenzó su trabajo en España trayendo la ayahuasca directamente del Brasil.
Y fue en uno de esos viajes cuando ambos, M. y el indio, fueron detenidos en el aeropuerto de Barajas y acusados de tráfico de drogas. El juez al que se le asignó el caso fue el juez G. M. fue llamada a declarar y durante tres horas fue interrogada por el juez.
Hay un axioma, o un principio, que dice que la ley no es la justicia. Yo corroboré este principio cuando una noche de verano, cenando con unos amigos en la sierra, uno de los cuales estudiaba las oposiciones a juez en la escuela de jueces, nos comentó que, entre las enseñanzas que se impartían, se recomendaba que en los juicios no se mirara al reo porque el juez no juzga personas sino hechos.
Tras la declaración de M., el juez G. la dejó en libertad sin cargos y también al indio. Porque su inocencia era tan palpable que, efectivamente según los hechos, habían cometido un delito contra la salud pública, pero hubiera sido del todo injusto condenarlos por un delito que ellos nunca habían querido cometer. Su intención era la contraria: sanar a las personas (estuvieran equivocados o no), ayudarlas, honestamente, a mejorar. Y aquí la palabra honestidad es esencial.
La inocencia de su acción quedó de manifiesto cuando M., al levantarse le preguntó al juez G.: ¿Y dónde puedo recoger la ayahuasca? El juez G. sonrió y le dijo: A ésa no la puedo dejar libre. Y tú tampoco la puedes volver a traer.
Yo no conozco personalmente al juez G. y sí conozco personalmente a M. No sé si el juez G. es un mal juez pero lo que sí puedo afirmar es que es un buen hombre y creo que no debe ser mala cualidad la bonhomía para impartir justicia.
Once fueron las palabras.
Once cimitarras albas.
Once cayeron muertas.
Once campanadas daban.
Once claveles en invierno.
Once olas despeinadas.
Once claros en el bosque.
Once espaldas mojadas
Once preces a los perdidos.
Once asuntos sin hilo.
Once carreteras siguieron.
Once amores fraudulentos.
Once cafeteras nuevas.
Once salmos de amor y cosecha.
Once saltos a la comba.
Once rosarios de Córdoba.
Once niños comulgaron.
Once niñas sucumbieron al palo de rosa.
Once palabras tontas.
Once manos.
Once onzas.
Once líneas.
Once días de febrero.
Once ramitas de romero.
Once sacudidas.
Once esferas.
Once ideas.
Once lágrimas de cera.
Once inciensos del Japón.
Once robos.
Once besos.
Once faldas.
Once puertas con aldabas.
Once campos.
Once puertos.
Once curvas.
Onde delgadeces anchas.
Once anchuras alargadas.
Once veces once.
Once tipos de amalgamas.
Once sábanas blancas.
Once deseos al sol.
Once vientres en las camas.
Once canas en la barba.
Once flores de un día.
Once camisones.
Once gorras.
Once capotes.
Once jofainas.
Once cólicos nefríticos.
Once calmas en la tarde.
Once copas bocabajo.
Once tiritonas largas.
Once pruebas.
Once purés.
Once lisonjas.
Once miradas que se fijan en la espalda de un muchacho.
Once veces once.
Once veces once.
Once cimitarras albas.
Once cayeron muertas.
Once campanadas daban.
Once claveles en invierno.
Once olas despeinadas.
Once claros en el bosque.
Once espaldas mojadas
Once preces a los perdidos.
Once asuntos sin hilo.
Once carreteras siguieron.
Once amores fraudulentos.
Once cafeteras nuevas.
Once salmos de amor y cosecha.
Once saltos a la comba.
Once rosarios de Córdoba.
Once niños comulgaron.
Once niñas sucumbieron al palo de rosa.
Once palabras tontas.
Once manos.
Once onzas.
Once líneas.
Once días de febrero.
Once ramitas de romero.
Once sacudidas.
Once esferas.
Once ideas.
Once lágrimas de cera.
Once inciensos del Japón.
Once robos.
Once besos.
Once faldas.
Once puertas con aldabas.
Once campos.
Once puertos.
Once curvas.
Onde delgadeces anchas.
Once anchuras alargadas.
Once veces once.
Once tipos de amalgamas.
Once sábanas blancas.
Once deseos al sol.
Once vientres en las camas.
Once canas en la barba.
Once flores de un día.
Once camisones.
Once gorras.
Once capotes.
Once jofainas.
Once cólicos nefríticos.
Once calmas en la tarde.
Once copas bocabajo.
Once tiritonas largas.
Once pruebas.
Once purés.
Once lisonjas.
Once miradas que se fijan en la espalda de un muchacho.
Once veces once.
Once veces once.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/02/2012 a las 19:14 | {2}