Al despertar no había sonado el despertador.
De nuevo el sol.
Y una espera infructuosa.
Ha transcurrido la mañana entre historias y preparaciones.
Espero la lluvia y no llega.
No me gustan los años secos. Mi signo de agua será cierto.
Como mal y rápido.
Me preparo para la clase que he de dar.
No va ser fácil. Lo sé. Y sin embargo la decisión es correcta.
Conduzco despacio. Me gusta desde hace ya tiempo ir despacio.
Llego.
El viejo edificio del Mercado Puerta de Toledo que ahora se ha quedado vacío. Es extraño caminar por un edificio comercial sin un solo comercio abierto.
Cuando voy en el ascensor pienso que se puede detener. Que apenas hay nadie.
Son tres horas de clase. Intensas. Duras. De una gran concentración.
Sé que debo mantenerme así.
Termina.
Vuelvo a mi casa.
Voy a un bar.
Recibo una llamada. La contesto. Me ofrecen un trabajo de guión. No puedo aceptarlo. Agradezco a Rosa que se haya acordado de mí.
Llego a casa.
Siento un cansancio absoluto. Sé que en la clase me he empeñado.
El cansancio mental.
Enciendo el ordenador.
Miro. Leo. Escucho.
No quiero irme muy temprano a la cama. Me da tristeza.
Se me cierran los ojos sentado en la silla.
Me gusta teclear estas teclas. Cómo suenan.
Los dedos.
Los pensamientos.
Voy urdiendo la quinta entrega de El espejo. Mañana quizá.
Mañana es martes.
Hoy no ha sido un día largo. Más bien ha ido pasando como una estación.
El tren.
La carretera.
Los conductores.
El peligro.
Las opiniones de las personas. Los problemas que se airean día tras día. Seres con anteojeras. Pienso. Luego no lo pienso.
Síntesis también. Llevar pensamientos de una disciplina a otra. Funciona.
Transmitir el entusiasmo es muy difícil. Transmitir el amor casi imposible.
Llevo mi piedra de ojo de halcón colgada del cuello. No pesa. No es pequeña.
Han pasado los años.
Los años.
Y al mismo tiempo ocurre la vida.
Leo textos de Física Cuántica. No sé cuánto entiendo. Y eso me agrada. No saber. Leo fórmula a fórmula e intuyo la sintaxis de esa formulación matemática (como si leyera quechua). Los métodos de aproximación humanos.
Ahora me tumbaré. Cogeré el libro de noche, el que me entra en el sueño. Apagaré la luz. Me iré quedando dormido. Llegará mañana.
El mundo vuelve a su orden tras el desorden navideño. Son unas fiestas tan en sus fechas que ver hoy unas luces de navidad aún encendidas se torna anacrónico.
Quiero que llueva.
Respiro.
Me duele un poco la cabeza.
Hasta mañana.
De nuevo el sol.
Y una espera infructuosa.
Ha transcurrido la mañana entre historias y preparaciones.
Espero la lluvia y no llega.
No me gustan los años secos. Mi signo de agua será cierto.
Como mal y rápido.
Me preparo para la clase que he de dar.
No va ser fácil. Lo sé. Y sin embargo la decisión es correcta.
Conduzco despacio. Me gusta desde hace ya tiempo ir despacio.
Llego.
El viejo edificio del Mercado Puerta de Toledo que ahora se ha quedado vacío. Es extraño caminar por un edificio comercial sin un solo comercio abierto.
Cuando voy en el ascensor pienso que se puede detener. Que apenas hay nadie.
Son tres horas de clase. Intensas. Duras. De una gran concentración.
Sé que debo mantenerme así.
Termina.
Vuelvo a mi casa.
Voy a un bar.
Recibo una llamada. La contesto. Me ofrecen un trabajo de guión. No puedo aceptarlo. Agradezco a Rosa que se haya acordado de mí.
Llego a casa.
Siento un cansancio absoluto. Sé que en la clase me he empeñado.
El cansancio mental.
Enciendo el ordenador.
Miro. Leo. Escucho.
No quiero irme muy temprano a la cama. Me da tristeza.
Se me cierran los ojos sentado en la silla.
Me gusta teclear estas teclas. Cómo suenan.
Los dedos.
Los pensamientos.
Voy urdiendo la quinta entrega de El espejo. Mañana quizá.
Mañana es martes.
Hoy no ha sido un día largo. Más bien ha ido pasando como una estación.
El tren.
La carretera.
Los conductores.
El peligro.
Las opiniones de las personas. Los problemas que se airean día tras día. Seres con anteojeras. Pienso. Luego no lo pienso.
Síntesis también. Llevar pensamientos de una disciplina a otra. Funciona.
Transmitir el entusiasmo es muy difícil. Transmitir el amor casi imposible.
Llevo mi piedra de ojo de halcón colgada del cuello. No pesa. No es pequeña.
Han pasado los años.
Los años.
Y al mismo tiempo ocurre la vida.
Leo textos de Física Cuántica. No sé cuánto entiendo. Y eso me agrada. No saber. Leo fórmula a fórmula e intuyo la sintaxis de esa formulación matemática (como si leyera quechua). Los métodos de aproximación humanos.
Ahora me tumbaré. Cogeré el libro de noche, el que me entra en el sueño. Apagaré la luz. Me iré quedando dormido. Llegará mañana.
El mundo vuelve a su orden tras el desorden navideño. Son unas fiestas tan en sus fechas que ver hoy unas luces de navidad aún encendidas se torna anacrónico.
Quiero que llueva.
Respiro.
Me duele un poco la cabeza.
Hasta mañana.
Al llegar ayer a casa, traía un regalo.
Hoy he descubierto que la felicidad está en lo que es. No en lo que aparenta ser. Es decir la felicidad está en la verdad.
Ayer hice varios viajes.
Hoy sólo he hecho uno.
La luz de este invierno está siendo de una luminosidad extraña. Cuando atravieso el puerto, la luz y el olor son la felicidad.
No he querido descontrolar este estado de confort.
Volver a descubrir es la felicidad tanto como descubrir por vez primera.
La felicidad es estar en el proceso sin juzgarlo, sin valorarlo.
Con casi absoluta seguridad olvidaré lo que hoy he descubierto.
Con casi absoluta seguridad lo redescubriré.
El bar. Viejos amigos. Conducir despacio. Apagar las luces. Respirar hondo. Teclear. Trabajar. Consciente. Poco a poco. Escuchar música. Detenerme. Hacer la cena: unos penne con atún y calamares en su tinta. Hacer un cigarrillo. Beber un vino joven de la Ribera del Duero. Charlar con César, Raúl y Marina. Volver a trabajar. Con el horizonte puesto en los diez segundos siguientes. Porque todo lo demás, realmente, no existe.
Salir.
Salir de uno mismo.
También lo olvidaré.
Pero como dice un verso hermoso de Luis Cernuda (que quizá ya haya escrito más de una vez en este blog): Olvido de ti sí, mas no ignorancia tuya
Hoy he descubierto que la felicidad está en lo que es. No en lo que aparenta ser. Es decir la felicidad está en la verdad.
Ayer hice varios viajes.
Hoy sólo he hecho uno.
La luz de este invierno está siendo de una luminosidad extraña. Cuando atravieso el puerto, la luz y el olor son la felicidad.
No he querido descontrolar este estado de confort.
Volver a descubrir es la felicidad tanto como descubrir por vez primera.
La felicidad es estar en el proceso sin juzgarlo, sin valorarlo.
Con casi absoluta seguridad olvidaré lo que hoy he descubierto.
Con casi absoluta seguridad lo redescubriré.
El bar. Viejos amigos. Conducir despacio. Apagar las luces. Respirar hondo. Teclear. Trabajar. Consciente. Poco a poco. Escuchar música. Detenerme. Hacer la cena: unos penne con atún y calamares en su tinta. Hacer un cigarrillo. Beber un vino joven de la Ribera del Duero. Charlar con César, Raúl y Marina. Volver a trabajar. Con el horizonte puesto en los diez segundos siguientes. Porque todo lo demás, realmente, no existe.
Salir.
Salir de uno mismo.
También lo olvidaré.
Pero como dice un verso hermoso de Luis Cernuda (que quizá ya haya escrito más de una vez en este blog): Olvido de ti sí, mas no ignorancia tuya
Jura que ha visto la baceta adelgazando sola, sin jugador que la toque y que el bachiller, sin abrigo, corrió desnudado por el patio de la escuela.
Jura que le dijeron: Se conserva ahora en los seminarios para las facultades de teología y derecho canónico y que tras esta frase, llena de profesión de fe y de nostalgia, se le invitó a una bacanal de la que no queda recuerdo en anal ninguno.
Jura que el bacín estaba vacío.
Jura que él no rompió el baca de la cadena y que el babuino con su cráneo cinocéfalo, le hizo burla cuando cayó de bruces.
No lo volveré a hacer, afirma.
No era mi intención, advierte.
Llevadme preso si es la ley pero sabed que no será la justicia, clama.
Inventaré un cesare si queréis.
O como un cerrero vagaré por el monte a solas con mis soledades que es la soledad más sola. Me cubriré con una simple cerrada y desbraguetado dejaré mis genitales al aire para que se vea que nada es lo que parece.
Me siento en un desbazadero, donde todo se pudre y deja en el aire el aroma de las rosas muertas. Entendedme. Entendedme.
Condenadme a desbinzar, dice.
Seré cruciferario si así os place pero no me crucifiquéis. Dejadme vivo.
Jura que tuvo un cronoscopio y que supo jugar al croquet.
Jura que la croqueta viene del francés croquette, derivado de croquer que significa comer una cosa quebradiza... comer lo quebradizo.
Dice que se alegraría si no tuviera que causar, dar, derrochar, destruir, ensombrecer, estallar, experimentar, haber, no caber en el pecho, producir, quitar, derrochar, celebrar, congratularse, reinar, retozar, sentir, tener, turbarse, si no tuviera que turbarse dice que se alegraría.
Reconoce que es un cínico y que como tal tiene algo de cínife e inverecundo.
Y cuando le preguntan por qué babirusa, responde ¿Y por qué no cipayo?
Y cuando se lo preguntan de nuevo, responde ¿Qué tiene de malo el ciervo?
Y tras preguntárselo por tercera vez, grita, ¡A mí el congruismo! Y echa las rodillas a tierra y farfulla una oración latina que alguno traduce y descubre el engaño pues lo que reza, dicho al modo español, es: aceituna celdrana, aceituna doñaguil, aceituna gordal, aceituna judiega, aceituna manzanilla, aceituna picudilla, aceituna de la reina, aceituna tetuda, aceituna verdal, aceituna zapatera, aceituna zorzaleña y repite una y otra vez, como cuentas de un rosario agrario, la letanía.
El alto tribunal, oídas todas sus tribulaciones, harto de sus enredos y manipulaciones, con ganas de cenar (todo ha de ser consignado), declara culpable al reo y se le condena a amarillecer hasta que se confunda con el sol.
Han dicho.
¡Pom, pom, pom!
Jura que le dijeron: Se conserva ahora en los seminarios para las facultades de teología y derecho canónico y que tras esta frase, llena de profesión de fe y de nostalgia, se le invitó a una bacanal de la que no queda recuerdo en anal ninguno.
Jura que el bacín estaba vacío.
Jura que él no rompió el baca de la cadena y que el babuino con su cráneo cinocéfalo, le hizo burla cuando cayó de bruces.
No lo volveré a hacer, afirma.
No era mi intención, advierte.
Llevadme preso si es la ley pero sabed que no será la justicia, clama.
Inventaré un cesare si queréis.
O como un cerrero vagaré por el monte a solas con mis soledades que es la soledad más sola. Me cubriré con una simple cerrada y desbraguetado dejaré mis genitales al aire para que se vea que nada es lo que parece.
Me siento en un desbazadero, donde todo se pudre y deja en el aire el aroma de las rosas muertas. Entendedme. Entendedme.
Condenadme a desbinzar, dice.
Seré cruciferario si así os place pero no me crucifiquéis. Dejadme vivo.
Jura que tuvo un cronoscopio y que supo jugar al croquet.
Jura que la croqueta viene del francés croquette, derivado de croquer que significa comer una cosa quebradiza... comer lo quebradizo.
Dice que se alegraría si no tuviera que causar, dar, derrochar, destruir, ensombrecer, estallar, experimentar, haber, no caber en el pecho, producir, quitar, derrochar, celebrar, congratularse, reinar, retozar, sentir, tener, turbarse, si no tuviera que turbarse dice que se alegraría.
Reconoce que es un cínico y que como tal tiene algo de cínife e inverecundo.
Y cuando le preguntan por qué babirusa, responde ¿Y por qué no cipayo?
Y cuando se lo preguntan de nuevo, responde ¿Qué tiene de malo el ciervo?
Y tras preguntárselo por tercera vez, grita, ¡A mí el congruismo! Y echa las rodillas a tierra y farfulla una oración latina que alguno traduce y descubre el engaño pues lo que reza, dicho al modo español, es: aceituna celdrana, aceituna doñaguil, aceituna gordal, aceituna judiega, aceituna manzanilla, aceituna picudilla, aceituna de la reina, aceituna tetuda, aceituna verdal, aceituna zapatera, aceituna zorzaleña y repite una y otra vez, como cuentas de un rosario agrario, la letanía.
El alto tribunal, oídas todas sus tribulaciones, harto de sus enredos y manipulaciones, con ganas de cenar (todo ha de ser consignado), declara culpable al reo y se le condena a amarillecer hasta que se confunda con el sol.
Han dicho.
¡Pom, pom, pom!
Capítulo 4. Nuria
Nuria sabía que iba a morir pronto y aún así cada vez que entraba en el cuarto se miraba en el espejo y se arreglaba -aunque no hiciera falta- el pañuelo que cubría la calva de su cabeza. La leucemia avanzaba rápida. Había días en los que Nuria llegaba con una vitalidad insultante. Había días en los que Nuria no hablaba y mantenía la mirada en el suelo mientras sus manos, blancas y huesudas, se retorcían sobre sí mismas como si no pudieran desenredar el nudo gordiano de su vida y de su muerte. Había días en los que Nuria parecía que iba a morirse allí, delante de todos los pacientes, en plena sesión terapéutica. Había días en los que Nuria era bellísima, con esa belleza de los tísicos, con esa belleza de los enfermos. A menudo Enrique le decía que era igualita a Clauwdia, la enferma rusa de La Montaña Mágica. Enrique se repetía. Era un hombre que tras haber descubierto cierto ingenio en una frase, se agarraba a ella como si así, de alguna forma, el veneno de la teta de su madre fuera contrarrestado con la gracia madura, antídoto milagroso, de una frase que él creía afortunada. Nuria le solía responder que ella no leía y él aseguraba que la lectura aliviaría mucho su dolor. Entonces Nuria callaba para no dejarse ir por la ira o por la tristeza o por la desesperación o por la sorna porque todas estas reacciones -según el día- podía tener ella. A veces pensaba que Enrique se sentiría muy dichoso si pudiera acostarse con ella; sería algo así como una obra de caridad, podría contárselo a sus nietos: hace muchos años, niños, alivié la agonía de una mujer haciéndole el amor. Yo le decía, eres igualita a Clauwdia, etcétera.
Nuria era hermosa. Su extremada delgadez no impedía que sus ojos verdes fueran bosques que miran o sus pómulos fueran salientes de un acantilado que se enfrenta al mar con toda su dureza; su boca pálida, de labios gruesos, se abría en ocasiones en una sonrisa que parecía deslumbrar al propio espejo y tenía su voz la sonoridad grave y bien timbrada de una cantante que dejó hace años el cabaret; su cuerpo debió de ser, antes de consumirse, estilizado y voluptuoso; ahora la enfermedad la había ido deshilachando y había dejado como mojones de aquella belleza unos senos de limón y unas caderas antiguas. Vestía con la dulzura de la auténticas hippies y solía llevar en el escote o sobre su pecho izquierdo un broche de una libélula (la libélula vaga de la vaga ilusión...).
Nuria: La fatiga es agotadora. Y las náuseas. Hay madrugadas en que me despierto o me despierta el niño y tan sólo porque pienso que hoy es uno de los últimos días en que me podré levantar... los últimos días... intento no pensar en ello. Intento no pensarlo así. Otras veces la fatiga me lleva a mi propio velatorio. Me veo vestida con el vestido rojo, tumbada en el féretro, tras la ventana de la sala mortuoria del tanatorio de la M-30. Adolfo está con nuestro hijo en brazos. Ambos me miran. Yo quiero abrir los ojos pero una fuerza suave y amable me lo impide. Una voz me dice: no, no los abras; los asustarías. No quiero morir. Quiero aprender a morir. Por eso estoy aquí. Aprender a morir a los treinta y dos años, con un niño de tres y un marido al que encuentro encantador. No sé decirlo de otra forma. Noto en su mirada la tristeza. Siento el esfuerzo que hace por no llorar cuando me abraza por las noches y aprieta su pecho velludo contras mis costillas. Interpreto sus largas estancias en el baño. Y los silencios sentados en el sofá mientras vemos la televisión cuando el niño se ha quedado dormido y él, de repente, me coge la mano y la aprieta un poquito, muy poquito como si temiera quebrarme las huesos. Y yo no tengo fuerzas para mirarle con la intensidad de nuestros primeros años; siento la veladura que la quimioterapia ha posado sobre mis ojos; quisiera abrazarle, sentir que la enfermedad, por un segundo, no, no, ya puesta a desear, quiero media hora. Sí, sentir que la enfermedad por media hora ha desaparecido y puedo entregarle todas mis caricias, todas mis miradas, mi cuerpo entero. Mi cuerpo en el velatorio del tanatorio de la M-30; mi madre enjugándose las lágrimas y mi padre a su lado vestido con su uniforme de gala y aguantando las lágrimas como un pavo por la muerte de su hija. ¡Qué militar tan poco aguerrido! Le recuerdo los domingos por la mañana, en pijama y mandil, haciendo tostadas con mantequilla y tortillas francesas para toda la familia; en una radio escuchaba música clásica y solía canturrear mientras trajinaba. Luego se quitaba el delantal y nos iba despertando con besos muy pequeños en la nariz. ¡Qué pequeños los besos de mi padre! Me echará tanto de menos. Has de ser fuerte, le dije un día y él me respondió, No tengo que ser nada y menos aún fuerte. Nunca lo he sido. Tú lo sabes bien.
Hoy la oncóloga me ha regalado una sonrisa. No suele hacerlo. Es más bien seca. Imagino que será su necesaria armadura contra tanta muerte. Esa sonrisa me ha preocupado y se lo he dicho. Ella se ha puesto seria y me ha contestado: Las cosas no van bien. Cuando me lo ha dicho, no he sentido nada pero luego, al salir de la consulta, he querido estar en Formentera cuando tenía diecinueve años y Adolfo y yo hacíamos el amor y nos llenábamos el culo de arena. Recuerdo que mientras lo hacíamos vimos aparecer a unas vacas muy grandes, cerca de nosotros; se acercaron hasta la orilla y se quedaron mirando el horizonte. Yo me puse a reír y les grité: Pero seréis tontas, el espectáculo está aquí. Quiero volver a Formentera y que las vacas estén en la orilla y decirles: tenéis razón, el espectáculo está en el horizonte. Me aterra la agonía y el dolor de mi padre. No sé cuánto tiempo podré mantener el tipo. No sé morir.
Nuria era hermosa. Su extremada delgadez no impedía que sus ojos verdes fueran bosques que miran o sus pómulos fueran salientes de un acantilado que se enfrenta al mar con toda su dureza; su boca pálida, de labios gruesos, se abría en ocasiones en una sonrisa que parecía deslumbrar al propio espejo y tenía su voz la sonoridad grave y bien timbrada de una cantante que dejó hace años el cabaret; su cuerpo debió de ser, antes de consumirse, estilizado y voluptuoso; ahora la enfermedad la había ido deshilachando y había dejado como mojones de aquella belleza unos senos de limón y unas caderas antiguas. Vestía con la dulzura de la auténticas hippies y solía llevar en el escote o sobre su pecho izquierdo un broche de una libélula (la libélula vaga de la vaga ilusión...).
Nuria: La fatiga es agotadora. Y las náuseas. Hay madrugadas en que me despierto o me despierta el niño y tan sólo porque pienso que hoy es uno de los últimos días en que me podré levantar... los últimos días... intento no pensar en ello. Intento no pensarlo así. Otras veces la fatiga me lleva a mi propio velatorio. Me veo vestida con el vestido rojo, tumbada en el féretro, tras la ventana de la sala mortuoria del tanatorio de la M-30. Adolfo está con nuestro hijo en brazos. Ambos me miran. Yo quiero abrir los ojos pero una fuerza suave y amable me lo impide. Una voz me dice: no, no los abras; los asustarías. No quiero morir. Quiero aprender a morir. Por eso estoy aquí. Aprender a morir a los treinta y dos años, con un niño de tres y un marido al que encuentro encantador. No sé decirlo de otra forma. Noto en su mirada la tristeza. Siento el esfuerzo que hace por no llorar cuando me abraza por las noches y aprieta su pecho velludo contras mis costillas. Interpreto sus largas estancias en el baño. Y los silencios sentados en el sofá mientras vemos la televisión cuando el niño se ha quedado dormido y él, de repente, me coge la mano y la aprieta un poquito, muy poquito como si temiera quebrarme las huesos. Y yo no tengo fuerzas para mirarle con la intensidad de nuestros primeros años; siento la veladura que la quimioterapia ha posado sobre mis ojos; quisiera abrazarle, sentir que la enfermedad, por un segundo, no, no, ya puesta a desear, quiero media hora. Sí, sentir que la enfermedad por media hora ha desaparecido y puedo entregarle todas mis caricias, todas mis miradas, mi cuerpo entero. Mi cuerpo en el velatorio del tanatorio de la M-30; mi madre enjugándose las lágrimas y mi padre a su lado vestido con su uniforme de gala y aguantando las lágrimas como un pavo por la muerte de su hija. ¡Qué militar tan poco aguerrido! Le recuerdo los domingos por la mañana, en pijama y mandil, haciendo tostadas con mantequilla y tortillas francesas para toda la familia; en una radio escuchaba música clásica y solía canturrear mientras trajinaba. Luego se quitaba el delantal y nos iba despertando con besos muy pequeños en la nariz. ¡Qué pequeños los besos de mi padre! Me echará tanto de menos. Has de ser fuerte, le dije un día y él me respondió, No tengo que ser nada y menos aún fuerte. Nunca lo he sido. Tú lo sabes bien.
Hoy la oncóloga me ha regalado una sonrisa. No suele hacerlo. Es más bien seca. Imagino que será su necesaria armadura contra tanta muerte. Esa sonrisa me ha preocupado y se lo he dicho. Ella se ha puesto seria y me ha contestado: Las cosas no van bien. Cuando me lo ha dicho, no he sentido nada pero luego, al salir de la consulta, he querido estar en Formentera cuando tenía diecinueve años y Adolfo y yo hacíamos el amor y nos llenábamos el culo de arena. Recuerdo que mientras lo hacíamos vimos aparecer a unas vacas muy grandes, cerca de nosotros; se acercaron hasta la orilla y se quedaron mirando el horizonte. Yo me puse a reír y les grité: Pero seréis tontas, el espectáculo está aquí. Quiero volver a Formentera y que las vacas estén en la orilla y decirles: tenéis razón, el espectáculo está en el horizonte. Me aterra la agonía y el dolor de mi padre. No sé cuánto tiempo podré mantener el tipo. No sé morir.
Porque no llueve tengo el corazón roto
Por la luz de esta tarde
Por el olor de la montaña
No por los agravios
No por perder
sino por los cantos y la neblina que está alcanzando la cima del otero, tengo el corazón roto
Olvidaré algunas palabras, anularé con mi olvido su eficacia así como el Nilo se retira y deja suelo fértil donde crecerá el cereal. Por el Nilo retirado tengo el corazón roto.
Lo iré recomponiendo.
Lo coseré a base de dolores.
Experimentaré las emociones con la calma del que sabe que nada tiene.
Como huyó una noche de invierno mi máxima pertenencia y así me demostró que nada me pertenece y así yo pude reconocerme con el corazón roto.
No es el corazón roto algo de lo que compadecerse. Ni el dolor que no se sufre adquiere más relevancia que Zaratustra elevando preces al fuego y miseria a los hombres. No es el corazón roto una metáfora de desgracia sino la metáfora de lo digno de ser reconstruido, para ofrecer al mundo algo compacto como la física de los cuantos o la materia del neutrino.
Porque quiero ofrecer al mundo tengo el corazón roto.
Porque degusté la silva tengo el corazón roto
Porque una vez, en una paleta, intuí el oficio del pintor tras una gama de verdes tengo el corazón roto.
Hoy me ha dolido el corazón.
Me dolió por la mañana mientras me negaba a la excavación, a doblar la espalda mientras la pala, junto al delta del Nilo, ahonda la tierra, descubre el túnel, llega hasta el corazón también roto de la tierra.
Me dolió mientras hablaba y la tarde se iba cubriendo de viento.
Me dolió al caer la noche cuando respiraba hondo y, entre las brumas de la respiración, aparecían como fotogramas de una película rota, copas de árboles frondosos, de muchos verdes, de muchas hojas
Si no hubiera tenido el corazón roto
Si no me hubiera ahogado con la torpeza del vencejo a ras de tierra, tan ligero él cuando traza en el aire acrobacias de feriante
Si no lo hubiera tenido roto en mil pedazos la tarde en que acaricié el pecho de Ana
Si lo hubiera tenido entero
entonces, de seguro, la bruma sólo me habría producido molestia
y el ajedrez no me habría salvado la vida
y jamás nunca me habría atrevido a viajar hasta Paris haciendo dedo
ni hubiera pasado noches y noches al raso, en una isla, aislado del mundo, de las carreteras, del gas y de los bares.
Pero tengo el corazón roto y mañana es martes.
Por la luz de esta tarde
Por el olor de la montaña
No por los agravios
No por perder
sino por los cantos y la neblina que está alcanzando la cima del otero, tengo el corazón roto
Olvidaré algunas palabras, anularé con mi olvido su eficacia así como el Nilo se retira y deja suelo fértil donde crecerá el cereal. Por el Nilo retirado tengo el corazón roto.
Lo iré recomponiendo.
Lo coseré a base de dolores.
Experimentaré las emociones con la calma del que sabe que nada tiene.
Como huyó una noche de invierno mi máxima pertenencia y así me demostró que nada me pertenece y así yo pude reconocerme con el corazón roto.
No es el corazón roto algo de lo que compadecerse. Ni el dolor que no se sufre adquiere más relevancia que Zaratustra elevando preces al fuego y miseria a los hombres. No es el corazón roto una metáfora de desgracia sino la metáfora de lo digno de ser reconstruido, para ofrecer al mundo algo compacto como la física de los cuantos o la materia del neutrino.
Porque quiero ofrecer al mundo tengo el corazón roto.
Porque degusté la silva tengo el corazón roto
Porque una vez, en una paleta, intuí el oficio del pintor tras una gama de verdes tengo el corazón roto.
Hoy me ha dolido el corazón.
Me dolió por la mañana mientras me negaba a la excavación, a doblar la espalda mientras la pala, junto al delta del Nilo, ahonda la tierra, descubre el túnel, llega hasta el corazón también roto de la tierra.
Me dolió mientras hablaba y la tarde se iba cubriendo de viento.
Me dolió al caer la noche cuando respiraba hondo y, entre las brumas de la respiración, aparecían como fotogramas de una película rota, copas de árboles frondosos, de muchos verdes, de muchas hojas
Si no hubiera tenido el corazón roto
Si no me hubiera ahogado con la torpeza del vencejo a ras de tierra, tan ligero él cuando traza en el aire acrobacias de feriante
Si no lo hubiera tenido roto en mil pedazos la tarde en que acaricié el pecho de Ana
Si lo hubiera tenido entero
entonces, de seguro, la bruma sólo me habría producido molestia
y el ajedrez no me habría salvado la vida
y jamás nunca me habría atrevido a viajar hasta Paris haciendo dedo
ni hubiera pasado noches y noches al raso, en una isla, aislado del mundo, de las carreteras, del gas y de los bares.
Pero tengo el corazón roto y mañana es martes.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/01/2012 a las 23:28 | {0}