Apócrifo atribuido a Mislava Gordúnov
La mañana transcurrió aburrida, hasta el movimiento de los pasantes despedía un tufo a vida perdida que insuflaba vida a Leo Mariner. A lo largo de la mañana despachó los asuntos más tediosos del mundo notarial: la disolución de una sociedad mercantil, un contrato por razón de matrimonio, una protesta de documentos de giro. Justo antes de comer el secretario del notario, Fermín Pérez, anunció a la señora Fátima van der Kloer. Ya el apellido molestó al notario porque se salía de lo normal y de alguna forma rompía la perfección de un día de trabajo absolutamente insustancial. Con desprecio en el gesto hizo pasar a la señora. Cuando entró, Leo Mariner ni siquiera levantó la vista de unos documentos que no estaba leyendo. Tan sólo dijo, Siéntese, por favor.
Fátima van der Kloer se sentó y en silencio esperó hasta que el notario se dignó cerrar la carpeta de los documentos.
- Perdone, ¿usted dirá?
- Quisiera que diera usted fe de mis últimas voluntades.
- Muy bien, ¿las tiene consigo?
- Claro. Tenga usted.
Y Fátima le entregó una dossier. Leo Mariner, aburrido de nuevo, abrió el dossier con la profesionalidad que le caracterizaba y empezó a leer las últimas voluntades de Fátima van der Kloer. Y por primera vez en 31 años el gesto de Leo Mariner se alteró y por su cuerpo corrió un atisbo de esperanza, una solución a su deseo de llegar al año 2222. Aunque lo intentó no pudo disimular su agitación y, olvidándose absolutamente de su condición de notario, alzó la vista del documento y miró a Fátima.
- ¿Esto es posible?
- ¿Cómo?
- Usted dice que en el momento de su muerte quiere ser crionizada y que su ADN mitocondrial sea vitrificado.
- En efecto.
- Me lo podría explicar, como podrá usted comprender no puedo dar fe de algo que no entiendo.
- Bueno tampoco yo soy una experta pero, ¿de verdad nunca ha oído usted hablar de la crionización?
Leo Mariner se la quedó mirando sin contestar.
- Bueno es una técnica de, cómo se lo diría, de congelación. En el momento en que muera antes de que mis células pierdan todo su potencial de vida se me congelará y esperaré a que la técnica de descrionización esté lo suficientemente desarrollada para volver a la vida.
- Y la vitrificación del ADN mitocondrial ¿qué es?.
- Mire, vamos a hacer una cosa, le voy a dar la dirección de los laboratorios donde se realizará mi crionización y allí se lo explicarán todo.
- Como comprenderá antes de dar fe debo estar enterado de todo el proceso.
- Le doy un par de días si no me iré a otro notario. No me queda mucho tiempo.
- Muy bien, señora van der Kloer, entonces nos vemos pasado mañana a las doce. Si no le importa comuníqueselo a mi secretario.
El corazón de Leo Mariner se salía de su pecho cuando se quedó solo en el despacho. Por primera vez en su vida vislumbraba la posibilidad real de estar vivo en el año 2222.
Apócrifo atribuido a Mislava Gordúnov
La mañana del 21 de febrero de 2009 -213 años antes del año deseado- Leo Mariner salió a la calle camino de su notaría. Le agradaba aquel invierno por lo duro que estaba siendo, la cantidad de aburrimiento que se veía en las caras de la gente, lo tristes que se adivinaban las ciudades, lo sordos que eran los sonidos. Todo ese cúmulo de tedios alargaba su vida, estaba convencido de ello, sólo que no sabía cuánto y en todo caso no sería suficiente para llegar al 2222.
Iba conduciendo mientras fuera caía una lluvia densa y un viento racheado hacía que de improviso la lluvia golpease en los rostros de los transeúntes. Pero aquella imagen no alargaría su vida hasta el 2222.
Aparcaba y corría hasta el portal.
En el ascensor alguien le deseaba buen día.
En su despacho todos sus empleados se afanaban en su labor. Ninguno de ellos llegaría al año 2222.
Cuento
Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/02/2009 a las 18:41 | {0}Apócrifo atribuido a Mislava Gordúnov
Ese era el número, ese era el año: 2222. Sin embargo él nació en octubre de 1968 y cuando fue consciente de que era imposible que llegase al año 2222, -a los siete años, cuando tuvo noción del tiempo y lo que un año significaba-, desde ese instante, Leo Mariner tuvo angustia existencial. Le era imposible quitársela de encima, era una segunda piel que se había adherido a la suya propia y le había aislado de la posibilidad de disfrutar la vida porque para él -como es menester para todos los angustiados existencialmente- cada minuto vivido era un minuto muerto más que le acercaba a la muerte absoluta. A los once años Leo descubrió un método para que el tiempo -en todo semejante al chicle- se alargara: el aburrimiento y entre los once años y los treinta y siete Leo Mariner se aburrió como una ostra, todo el mundo que le veía, todo aquél que lo clasificara lo primero que decía de él era, Es el tipo más aburrido que he conocido en mi vida. Para acentuar el aburrimiento estudió lo más pesado para él -en su caso el derecho y luego las oposiciones a notario- por supuesto sacó la carrera cum laude y fue el primero en las oposiciones. Se casó con una mujer monótona y aburrida como él y tuvieron dos hijos hasta que él, (en secreto y lleno de terror porque aquella aventura aceleró su tiempo de vida de una forma tremenda) se hizo la vasectomía y dejó de fornicar con su mujer apelando a una extrañas razones religiosas en las cuales, por cierto, jamás creyó. La férrea moral calvinista le venía muy bien para el aburrimiento y así se hizo calvinista y su mujer también comulgó con semejante rueda de molino pues ella era una castellana antigua amante de las tradiciones y de las esculturas en los templos y las pinturas de los mártires.
Jamás Leo Mariner le había hablado a su mujer, de la cual diremos el nombre, Amelia, de su anhelo de vivir el año 2222. Era un anhelo tan ridículo para un hombre tan aburrido como él. Se imaginaba que Amelia caería desmayada si algún día, él, en un momento de debilidad, le dijera, Amelia tengo un anhelo: quisiera vivir el año 2222. Incluso ella, con todas la razón, podría pedir el divorcio y ese hecho: el irse de casa, la nueva rutina, las visitas periódicas a los niños, introduciría en su vida tal variabilidad que aceleraría su tiempo hasta límites que él no estaba dispuesto a soportar. Sólo algunas noches, según le dijo ella sin poner énfasis alguno, en sus sueños deletreaba el número y salivaba al hacerlo, como si aquel número, en su sueño, fuera un pastelillo de marisco coronado de huevo liado -lo único que Leo no había podido dejar de gustar-. El placer de convivir con Amalia residía en la seguridad de que tras la frase dicha no iba a venir la consecuente pregunta, ¿Y por qué dices así el número 2222? No, Amalia callaba, se levantaba y arrastrando las zapatillas se iba hasta la cocina para preparar la infusión de las seis.
Detestaba a sus hijos porque estaban más cerca de su meta. La mayor, Adela, había nacido en 1992 y el pequeño, Cristobal, al año siguiente. En algún lugar había leído que quizá la generación de la última década del siglo XX pudiera vivir hasta doscientos cincuenta años y eso le llagaba el corazón y le provocaba un odio en nada larvado hacia sus hijos. Un odio que se tradujo en una forma de autoridad en todo parecida a las rígidas normas morales calvinistas.
Cuento
Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/02/2009 a las 17:50 | {0}
Castillo de Montaigne
Llevo desde el viernes por la tarde (o quizá sea el sábado es lo que provoca la subida de las décimas, la lenta subida casi imperceptible hasta que en un instante sientes esa suspensión de la memoria, esa lasitud, con algo de dolor, de los músculos, ese ligerísimo escalofrío que avisa, enciende en la memoria de los asuntos repetidos la sensación de fiebre, Creo que tengo fiebre y desde ese momento las manos se cansan antes, las ganas de encogerse, de buscar una manta, de llevarse algo caliente a la boca, algo ligero como una sopa de fideos, se van haciendo grandes en el deseo. Una chimenea, o como antiguamente, Julia subiéndome el embozo de las sábanas, tocándome la frente y dándome un beso. Reconozco que desde niño me gusta la fiebre. Me gustaba tener anginas. La maravillosa sensación de una tarde con una fiebre muy alta -yo llegaba a tener 41º- y esa entrada en mundos ajenos al real, a la habitación donde me ponían -solía ser la de mi hermana que era la única que tenia habitación propia- y por donde apenas paraba porque mi mente febril solía salirse por la ventana y vagaba por lugares extraños, casi todos felices. O fiebres más cercanas y sublimes. Recuerdo una fiebre que tuve viviendo en la calle Hermosilla 161, 8º. La casa donde vivía era un palomar, aislada de todos los edificios colindantes, sin refugio alguno contra las lluvias, los vientos, los fríos como tampoco tenía defensa ninguna contra los bochornos y el sol brutal que cae en el centro de España en el mes de julio. Aquella fiebre me pilló en invierno. Vivía solo. La tarde de la fiebre alta me metí en la cama y seguí leyendo un libro maravilloso -para mí el mejor de José Saramago- El Evangelio según Jesucristo. Hacia las nueve me fue a visitar una amiga y se marchó pronto. Yo me quedé adormilado, muy caliente, con muchos temblores, muy, muy a gusto. Quizá me levanté y me hice una sopa de sobre o quizá me fui ya a Getsemaní y me encontré con Jesucristo y María Magdalena. Sentados en lo alto de una duna pasamos la noche juntos y hablamos y callamos y miramos el cielo y nos miramos a los ojos. Cuando volví a mi habitación -ya amanecía y el frío en la casa era intensísimo- me encontré sentado a los pies de la cama, en la misma postura que había mantenido casi toda la noche junto a ellos. Esas fueron siempre mis fiebres. Por eso cuando llegan, cuando las articulaciones van avisando y el mundo se vuelve un poco más blando y yo me derrito ante las piernas con aparatos ortopédicos de Forrest Gump sé que quizá tras varios años sin fiebres altas ésta pueda ser la ocasión de volver a disfrutar un viaje maravilloso.) intentando escribir la quinta entrega de Sobre las Creencias y para ello iba a utilizar a uno de los más sinceros filósofos morales que yo haya leído, Michel de Montaigne, y uno de sus ensayos más vehementes (y ya es difícil decidir cuál no lo es) La Apología de Raimundo Sabunde para incidir sobre la sencillez en la demostración de la creencia. Lo haré. Lo estoy releyendo sólo que cuando entro en él, el mundo se me va a imaginar la fealdad de Sócrates o la soberbia de Platón o me meto en la cámara mortuoria de Virgilio y escucho cómo, extenuado, le pide a un discípulo que por los más venerados de los dioses eche a las llamas La Eneida porque aún no está corregida. Y entonces sé que tengo fiebre, que quiero llegar a la cama y sentir temblores y debilidades para que me transporten a un segundo encuentro con Cristo y María Magdalena o ¿por qué no? tener una charla con Michel (es que seguro que le llamaría Michel) en su biblioteca del castillo de Montaigne.
Diario
Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/02/2009 a las 21:07 | {0}
Quizás en la Historia de la Lengua Española de Ramón Menéndez Pidal se encuentre una explicación infalible acerca de la curiosa relación que existe entre el verbo ir y el verbo ser. Si os fijáis nada tienen en común: tienen conjugaciones distintas; ir es intransitivo y ser necesita el atributo y sin embargo ambos verbos se juntan, se confunden, se vuelven uno en el pretérito indefinido, en el pretérito imperfecto de subjuntivo y en el futuro simple: . Este ser idénticos en tiempos indefinidos y condicionados, me lleva a preguntarme: ¿Fuimos porque fuimos? o ¿Fuimos porque fuimos? ¿Fuéramos porque fuéramos? o ¿Fuéramos porque fuéramos? ¿Fuéremos porque fuéremos? o ¿fuéremos porque fuéremos?
Ensayo
Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/02/2009 a las 23:25 | {0}
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Cuento
Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/02/2009 a las 10:27 | {0}