Castillo de Montaigne
Llevo desde el viernes por la tarde (o quizá sea el sábado es lo que provoca la subida de las décimas, la lenta subida casi imperceptible hasta que en un instante sientes esa suspensión de la memoria, esa lasitud, con algo de dolor, de los músculos, ese ligerísimo escalofrío que avisa, enciende en la memoria de los asuntos repetidos la sensación de fiebre, Creo que tengo fiebre y desde ese momento las manos se cansan antes, las ganas de encogerse, de buscar una manta, de llevarse algo caliente a la boca, algo ligero como una sopa de fideos, se van haciendo grandes en el deseo. Una chimenea, o como antiguamente, Julia subiéndome el embozo de las sábanas, tocándome la frente y dándome un beso. Reconozco que desde niño me gusta la fiebre. Me gustaba tener anginas. La maravillosa sensación de una tarde con una fiebre muy alta -yo llegaba a tener 41º- y esa entrada en mundos ajenos al real, a la habitación donde me ponían -solía ser la de mi hermana que era la única que tenia habitación propia- y por donde apenas paraba porque mi mente febril solía salirse por la ventana y vagaba por lugares extraños, casi todos felices. O fiebres más cercanas y sublimes. Recuerdo una fiebre que tuve viviendo en la calle Hermosilla 161, 8º. La casa donde vivía era un palomar, aislada de todos los edificios colindantes, sin refugio alguno contra las lluvias, los vientos, los fríos como tampoco tenía defensa ninguna contra los bochornos y el sol brutal que cae en el centro de España en el mes de julio. Aquella fiebre me pilló en invierno. Vivía solo. La tarde de la fiebre alta me metí en la cama y seguí leyendo un libro maravilloso -para mí el mejor de José Saramago- El Evangelio según Jesucristo. Hacia las nueve me fue a visitar una amiga y se marchó pronto. Yo me quedé adormilado, muy caliente, con muchos temblores, muy, muy a gusto. Quizá me levanté y me hice una sopa de sobre o quizá me fui ya a Getsemaní y me encontré con Jesucristo y María Magdalena. Sentados en lo alto de una duna pasamos la noche juntos y hablamos y callamos y miramos el cielo y nos miramos a los ojos. Cuando volví a mi habitación -ya amanecía y el frío en la casa era intensísimo- me encontré sentado a los pies de la cama, en la misma postura que había mantenido casi toda la noche junto a ellos. Esas fueron siempre mis fiebres. Por eso cuando llegan, cuando las articulaciones van avisando y el mundo se vuelve un poco más blando y yo me derrito ante las piernas con aparatos ortopédicos de Forrest Gump sé que quizá tras varios años sin fiebres altas ésta pueda ser la ocasión de volver a disfrutar un viaje maravilloso.) intentando escribir la quinta entrega de Sobre las Creencias y para ello iba a utilizar a uno de los más sinceros filósofos morales que yo haya leído, Michel de Montaigne, y uno de sus ensayos más vehementes (y ya es difícil decidir cuál no lo es) La Apología de Raimundo Sabunde para incidir sobre la sencillez en la demostración de la creencia. Lo haré. Lo estoy releyendo sólo que cuando entro en él, el mundo se me va a imaginar la fealdad de Sócrates o la soberbia de Platón o me meto en la cámara mortuoria de Virgilio y escucho cómo, extenuado, le pide a un discípulo que por los más venerados de los dioses eche a las llamas La Eneida porque aún no está corregida. Y entonces sé que tengo fiebre, que quiero llegar a la cama y sentir temblores y debilidades para que me transporten a un segundo encuentro con Cristo y María Magdalena o ¿por qué no? tener una charla con Michel (es que seguro que le llamaría Michel) en su biblioteca del castillo de Montaigne.
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Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/02/2009 a las 21:07 | {0}