Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


El origen de la Osa Mayor de Franz Auerbach. 1968
El origen de la Osa Mayor de Franz Auerbach. 1968

XLIV
     Parece ser que estas soledades tienen algo de destino. Debo irme lejos ahora que ya no quiero ejercer más la única profesión a la que se puede dedicar la especie humana: caza. Que no quiero cazar más. Que no quiero. Me dejen en paz mis propios lamentos. Incluso respondida la pregunta ¿Por qué yo aquí?  debo, honestamente, abandonar.

     Lo que más costaba/cuesta admitir de la teoría de Darwin el origen de las especies por medio de la selección natural era/es la falta de sentido de las variaciones que se producen en las especies. Darwin lanza sus teorías en pleno siglo XIX cuando se impone un sentido a todas las cosas, incluso un sentido de la Historia (Hegel). Darwin viene a decir que -por ejemplo- la capacidad de ser conscientes de ser -una variación dentro del orden de los primates- es una variación ocurrente, como todas las variaciones.

     Hablo con mi sobrino pseudo Lucilo de estas cosas. Apenas le interesan. Noto que hoy viene porque se siente en la obligación de venir. Quizás, aventuro, M. te ha sugerido que vengas a visitarme... mi sobrino enrojece. Aún es joven. Asiente. Se frota las manos. Le pregunto si la quiere mucho. Me mira con ojitos de cordero degollado. He de reconocer que en esta ocasión no me genera ternura sino más bien la sensación de cansancio ante lo infinitamente repetido. Un sentimiento que reconozco puro en él. El amor, me vuelvo a decir, una vez más para mí, a punto de irme más y más lejos hasta llegar al corazón de mi tundra personal, con sus fríos y ríos salvajes y sus deshielos que forman con el barro la imagen de estar contemplando un inmenso lavadero. Lucilo entonces. La tristeza de Lucilo porque en el fondo sabe que M. o P. o K. o T. nunca, ninguna, será... no existe, le digo. Le digo no existe sin darle explicación ninguna. Me levanto. Miro por la ventana hacia la profundidad del bosque. No me importa que el fuego hable por mí en la chimenea y que cruja y se retuerza. La naturaleza es demasiado fuerte como para intentar atemperarla con palabras. Lucilo aún no ha llegado a aprehender -¡cuánto hacía que no escribía este infinitivo!- la vacuidad en el espacio del significado de las palabras. Quisiera ponerle el ejemplo de la mesa, decirle, Lucilo en esa mesa que tú ves tan sólida hay mucho más vacío que materia. Así las palabras. Hay mucho más vacío en el significado de la palabra amor que materia de la que trata la palabra. Querría decirle, Acostúmbrate, Lucilo. Llegará el día en el que el olvido, [...] donde el olvido habite, por donde pasa sin saberlo... allá, allá lejos... donde habite el olvido... le diría si él pudiera escucharme. Sólo que no puede porque aún es tan tonto que viene a verme sin querer realmente hacerlo y no quiere venir porque no me perdona que me acueste con M., porque él siente que dispone de la prerrogativa de perdonarme, porque él aún cree que las personas tienen dueño y que él, de alguna manera, es dueño de M. como M., de alguna manera también, cree que Lucilo es de su propiedad y así puede ordenarle que haga cosas a su pesar.  Vacíos los significados.

     Al corazón de la tundra,
en el invierno de mi ventura.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/07/2021 a las 13:07 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


La baigneuse endormie par Auguste Renoir. 1897
La baigneuse endormie par Auguste Renoir. 1897

XLIII
     Yo imagino a Donjuan los primeros instantes tras haberse dado cuenta de que ha perdido nuestro rastro. Sé por qué Donjuan se ha perdido. Es época de celo. Donjuan se ve impelido a montar hembras. Es su destino. No así el de Hamlet que es eunuco y las épocas de celo ni fu ni fa. Sí que es cierto que de repente levanta el hocico y siente el impulso de ser macho pero no pasa de ahí, del impulso. Donjuan, en cambio, se hincha, se convierte en pavo real, su pelo se vuelve más lustroso, se acentúan sus rasgos de lobo y su musculatura se aprieta. Y pasa. De repente el aire le lleva a alejarse de nosotros. Sigue el rastro que la perra ha ido dejando a su paso. Tiene buen olfato Donjuan. En una de sus escapadas encontró a la perra a más de diez kilómetros. Lo curioso -me contó su ama más tarde- es que gran parte de ese trayecto lo hicieron la perra y ella en coche. Y con las ventanillas subidas, apostilló la dueña, que llovía. Imagino las aventuras de Donjuan. Lo imagino ante todo peleando, con sed y con hambre y montando. Noto, en la lejanía, como se va quedando en los huesos y tan sólo le deseo que cuando su necesidad haya quedado satisfecha, sepa volver a casa sano y salvo.

Fragmento decimonónico
     [...] a veces sentía una excitación inusual por ver sudada la tela que cubría sus axilas [...] por ejemplo una tarde de julio me señaló, levantando el brazo izquierdo, el vuelo de un halcón. Llevaba puesta una camisa blanca y al levantar el brazo miré el cerco de sudor que había agrisado la tela; era un cerco amplio. Debía estar sudando mucho. Quise saber entonces cómo sabía su sudor. Imaginaba que ella mantenía levantado el brazo izquierdo, apoyaba el codo en lo alto de la cabeza y dejaba que la mano cayera lánguida sobre el lado opuesto de su cráneo; yo me acercaba, aspiraba primero el olor de su sudor que era puro, sin atisbos de desodorantes o aromas ficticios; olía a mujer que ha comido gazpacho y ha bebido un vino blanco que han dejado en su sudor notas acres. Luego acercaba mis labios a su axila y me dejaba humedecer por él, pasaba mi lengua por mis labios mojados y absorbía sus primeros sabores dulces y picantes como debía ser su piel. Antes de seguir me separé un poco; subí hasta su oreja y le susurré si podría lamer su sobaco. Ella me dice que sí. Deslizo mi lengua desde su oreja hasta la concavidad oscura donde el húmero y la escápula se abrazan y lamo y mi lengua siente cómo su vello lucha por crecer y siento en una mezcla de dolor y sexo, que mi lengua, al contacto con esos pelos rasos, ha adquirido algo de la textura de la lengua de los gatos [...] 

     Ayer de madrugada, a las cuatro menos veinte exactamente, y tras nueve días perdido por esos mundos de dios, ha vuelto a casa Donjuan. Viene en los huesos. Desfallecido y con varias heridas de guerra, una de ellas en la base del cuello que aun no se le ha cerrado y que me veo obligado a coserle. Hamlet se ha acercado a él y le ha dado la bienvenida. Tras curarle -y someterse el pobre Donjuan a la sutura de la herida con absoluta docilidad y sin emitir más que un par de quejidos- se ha quedado dormido y aún sigue en el mismo estado pasadas doce horas. Respira acompasadamente. No tiene fiebre. Sueña.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/07/2021 a las 19:17 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Kurfürstendamm ab dem Breitscheidplatz en Berlin Charlottenburg. Julio 1957
Kurfürstendamm ab dem Breitscheidplatz en Berlin Charlottenburg. Julio 1957

XLII
     ¿Pretende alguien que sin llegar a conocer el 4% de lo que percibimos, podamos siquiera atisbar de qué cojones va esto? Escribo el 4% porque es el dato que ofrece el método de conocimiento en boga en nuestros días. Método científico. Filosofía positiva. Siempre más.

     ¿Cómo se alivia en una persona católica el temor al diablo? ¿Puede alguien no llegar a morir por ese temor? ¿Si cree realmente el usurero católico que cuando vaya al infierno será alimentando con barriles de oro fundido sintiendo lo que sentiría un vivo en el gaznate si le metieran oro a 1064º? 
 
Fragmento decimonónico
     Apunte de una mano: la muñeca parece siempre a punto de quebrarse y se diría que suenan las siete esclavas de oro que la adornan a cadenas de alma en pena. Pálida su mano. Huesuda su mano. Quizás algo -pero apenas, una apreciación casi, casi, cursi- estrecha y con los dedos muy largos que terminan en unas uñas romas pintadas con esmalte traslúcido como si fueran las uñas de una novicia del alta alcurnia.

     Observo la garrapata que le he quitado a Hamlet. La observo largo rato. Me sigue impresionando que nuestra base vital sea casi idéntica. Cuando he terminado de observarla, la envuelvo en papel higiénico y la tiro al retrete. Siempre que las tiro pienso en que no sé si las garrapatas pueden respirar bajo el agua... si tuvieran un plastrón como sistema respiratorio... Habré de consultarlo. O quizá prefiera quedarme con la duda.

     Oposición Confianza/Transparencia. La segunda niega la primera.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/07/2021 a las 17:51 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Justine ou les malheurs de la vertu. Anónimo. 1797
Justine ou les malheurs de la vertu. Anónimo. 1797

XLI

Fragmentos decimonónicos*
     ...tiene el camisón subido a la altura de las caderas, sé que el castigo será inclemente, el clérigo Bronzer dejará su espalda marcada con las tiras de cuero del látigo. Dicen de este clérigo que es además del más joven el más severo de cuantos han dirigido las almas de las huérfanas del Orfanato de Nuestra Señora de las Virtudes...

     ...sus ojos negros, encendidos como brasas de un fuego en su punto álgido, los vieron; él estaba casi desnudo, tan sólo llevaba puesta la cabeza de toro y cuando vio aquellos cuernos hermosos como cuernos de luna reposando sobre sus hombros fuertes y admiró las sombras que la hoguera forjaba en su torso, su vista recayó en su miembro viril que estaba enhiesto y descapullado y que generaba en la sombra de la pared del fondo la sensación de un títere a punto de entrar en escena [...]** la boca se mantenía semiabierta y llegó a pensar que hasta en sus dientes sentía su dulzura; su boca esperaba a que él se acercara y él le acercó su pecho y ella lo besó con tal largura que sintió celos del vello de aquel hombre hermoso que no debía el voto de castidad a un Dios injusto mientras que él, clérigo miserable, había de sufrir estos ardores que más tenían de penitencia diabólica que de prueba divina...

     ...Marie acariciaba el cabello de Muriel mientras untaba la carne viva de su espalda con un ungüento que aliviaba la quemazón. El clérigo Bronzer la había fustigado sin piedad hasta veinte veces. Delante de todas las huérfanas, monjas y personal sanitario, el clérigo desnudó a Muriel de cintura para arriba, ordenó que la Madre Superiora la atara al tronco del viejo roble, uno que estaba allí desde tiempo inmemorial, dicen que desde el siglo XIII y que también desde hacía generaciones era el tronco al que se ataba a los delincuentes para que recibieran sus castigos. Por eso se le llamaba El Viejo Justiciero y todos le temían. Además el Viejo Justiciero se encontraba en el centro de los tres edificios que conformaban el Orfanato y así los llamados Días de Castigo aquello era lo más parecido a un Auto de Fe del Renacimiento español. Tanto desde la explanada como desde las ventanas todas estaban obligadas a asistir a la ejecución de los castigos. El plato de fuerte de aquel día había sido, por supuesto, los veinte latigazos a Muriel por tener subido el camisón hasta la cadera estando dormida pudiendo provocar, como así ocurrió, la visión por parte de sus compañeras de sus partes pudendas...

     ...el clérigo no tenía más de veinticuatro años. Era muy delgado. Sus mejillas hundidas dejaban ver unos grandes y negrísimos ojos. Su boca era muy fina. Sus dientes estaban algo amarillentos por la acción del tabaco. Su frente era amplia y lisa. Su piel muy pálida como si siempre estuviera muerto. Sus manos eran huesudas, largas, algo femeninas. Tenía una voz grave que contrastaba con la delgadez de su ser. Era una voz bien timbrada. Era una voz hermosa. Como todo joven, aunque no especialmente agraciado, era bello por su juventud...

     ...se despertó con una fiebre muy alta. Deliraba. Decía frases como, ¡Sacadme esta espada! ¡Sacadme el aguijón del tábano! No puedo huir más. ¿Dónde me esconderé? ¿A qué extraño paraje habré de ir para que los castigos no me persigan y pueda al fin dejar volar mis ansias? Mis ansias... ¡Sacadme esta espada! ¡Arrancadme este corazón del mío que me lo está pudriendo! Luego se calmaba pero por poco tiempo, tan poco que no le permitía descansar...

______________________________________
* Como anuncié en el capítulo 41 de este Libro de las soledades, inicio los fragmentos en los que Isaac escribe al modo decimonónico en base a las pautas establecidas por Mario Praz. Como especifico son fragmentos. La razón es que por su propia naturaleza de apuntes, muchos de los textos son esbozos, líneas de desarrollo o escritura automática  que por puro juicio estético decido no publicar. Se me podrá criticar y estará bien hecho.

** Cuando introduzco en un párrafo este signo [...] es que he omitido parte de ese párrafo.

 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/07/2021 a las 18:48 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


La mort de Sardanapale de Eugène Delacroix. 1827
La mort de Sardanapale de Eugène Delacroix. 1827

XL
     Me pregunta Clarissa sobre la vejez. La recuerdo el primer día que vino a mi casa. Tenía dieciséis años y parecía como si su destino estuviera encadenado a la suerte de sus tíos. Ahora, cuando me pregunta sobre la vejez, tiene treinta y uno y sonríe como si con esa sonrisa quisiera devolverme lo que ella cree que me debe. De hecho me lo dice, ¡Te debo tanto! Yo la miro muy fijamente a sus ojos de mujer hecha a sí misma y le respondo que no me debe nada, que no es una frase hecha que alivie la deuda que ella cree tener, le aseguro que nada sabemos de por qué ocurren las cosas, ¿por qué -le pregunto- colocas el inicio de tu destino en el día en que me conociste y no en los días en que se fue forjando tu carácter y que fue justo esa conformación la que me atrajo, la que me llamó a mí hacia ti como si yo fuera un mozalbete al que la rueda de la Vida conduce donde debe? Afirmo que quizá más agradecimiento le debo yo a ella porque en los largos años del estudio yo rejuvenecí y es más llegué a a desearla y ensoñé en las noches de frío, encuentros cálidos que me conducían suavemente al sueño. Sonríe Clarissa y me confiesa que ella también soñó y al principio temió. Me cuenta que las primeras semanas estaba convencida de que la tocaría o alguna cosa así, algo sucio, algo perverso que, me confiesa, no dejaba de aterrorizarla hasta que pasados unos meses se fue calmando y de repente un día se dio cuenta de que llevaba tiempo sin sentir que yo fuera una amenaza.
Le aseguro que tengo un temperamento lúbrico* y que ensoñé encuentros con ella, una joven tan rubicunda y tan temerosa pero yo sabía que eran ensueños librescos, sueños de un romántico cuyo cenit se encontraba justo en jamás traspasar el mundo de la imaginación. Porque imaginar es libre y en el imaginar caben todas las posibilidades de ser. Todas. Todas. Sólo que hay que tener la audacia de saber que son imaginaciones y amarlas en sí, sin atisbo alguno de juicio. En mi imaginación he matado a mi madre espachurrándole el cráneo con mi mano izquierda, yo que amaba a mi madre más allá de la vida. Desde mi imaginación he sido argonauta, carcelero, héroe romántico en lo alto de un peñasco escupiendo mi furia a una tormenta de mil diablos; he sido asesino, he sido contable, he sido monje amanuense y he sido don juan de vía estrecha y de vía ancha; en mi imaginación te he poseído, Clarissa, y he gozado de tu carne como si ésta no fuera transubstanciación de mis ideas sino pura carne tuya, puros huesos tuyos; en mi imaginación he arrancado la cabellera a Hitler, le he metido un pepino por el culo a Franco y he asado las criadillas de Stalin a las que acompañé con una mano frita de Churchill; he viajado en mi imaginación al Annapurna y he escrito endecasílabos que fueron copiados una noche por Shakespeare para uno de sus sonetos. Nada rehúye la imaginación. Debemos dejarla libre porque es ella la auténtica loca de la casa (Teresa de Ávila la llamaba alma).

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En las próximas entradas de este Libro de las soledades voy a transcribir una serie de fragmentos en los que el elemento erótico o claramente pornográfico van a adquirir cierta relevancia. Lo hago de este modo porque he logrado reunir lo que considero que son unos ejercicios que el propio Isaac me dijo que estaba escribiendo. Eran, decía, unos apuntes de literatura escrita al modo decimonónico a partir del estudio clásico de Mario Praz  y añadía que en este caso se daba la circunstancia de que en su vida real había una mujer que se deleitaba leyendo este tipo de literatura; así es que ese viejo adagio literario de cherchez la femme, se cumplía en esta ocasión a rajatabla. La femme, me dijo sonriendo, se llama Angélica.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/07/2021 a las 19:14 | Comentarios {0}


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