Irma la Dulce: Una historia de pasión, derramamiento de sangre, deseo y muerte, en fin todo aquello por lo que merece la pena vivir
Cuando a los 17 años le comenté a mi profesor de literatura José Luis García Barrientos que iba a ser escritor, me respondió sonriendo: ¿Sabes que vas a ser puta?
Durante muchos años me he preguntado ¿por qué soy puta?
También me he preguntado: ¿qué es ser puta?
Y ahora me digo: soy puta y además madurita. Y me pregunto: ¿qué tipo de puta he sido?
Puta: la mujer ruin que se da a muchos.
Putear: Darse al vicio de la torpeza
Putería: El exercicio y vida de las mugéres perdidas// Se toma también por los ademánes de gracejo y embustes que usan algunas mugéres.
Ruin: adj. de una terminación. Vil, baxo y despreciable.
Ante tanta definición moral, yo siempre (o muchas veces) he tenido como quintaesencia de la puta a Irma la Dulce. Quizá porque yo quería ser Fernando el Dulce.
Mi carrera ha sido de Casa de Campo, de cuneta, de tugurio en carretera secundaria. Me han follado por delante y por detrás. Me han metido pollas sin lavar hasta la campanilla. Me han sobado manos sucias. Me han hecho daño una noche entera. Y mientras todo eso ocurría yo ensoñaba ser una puta de lujo. Soportaba la brutalidad de la mejilla de un tipo sin afeitar que dejaba las mías en carne viva, por el sueño de elegir yo, por el sueño de ser reconocida como una puta de lujo y que me entregaran un día el Premio Nobel de la Putería para así poner yo mi propia casa con un cartel en el que se leyera: Reservado el derecho de admisión en mi entrepierna y en el de todas las putas de este local. Porque era intención de mis sueños, contratar a putas como yo y crear una casa de lenocinio limpia, alegre, igualitaria, fraterna y cachonda, donde el sexo y el cerebro se dieran la mano y tras la velada se produjera el goce (con un precio. Todo tiene un precio) puertas adentro, en alcobas hermosas como debería ser el abrazo sensual entre un hombre y una mujer.
Me ha ocurrido desde que inicié mi carrera que tras el mal olor de la lefa agria de un banquero, he amado mi profesión. La he seguido amando. La sigo amando. La creo de una dignidad rayana con la santidad (entendiendo por santidad la finura del ser y por dignidad el compromiso). Me ha ocurrido desde que inicié mi carrera que tras encontrarme con un cliente amable, generoso en el pago y en su arte amatorio (también los ha habido. Los menos), me he sentido la puta más feliz del mundo y como la de Irma, mi ropa interior era del color verde. Y aún hoy cuando apenas soy deseada y me llueve una noche entera bajo la farola de un polígono industrial y lo máximo que consigo es el silbido de un macarra lanzado desde la ventanilla de un coche tuneado que pasa a toda velocidad y deja tras de sí la pava de un porro, sigo sintiendo que mi oficio es precioso (en mi caso, probablemente, un diamante en bruto) y que merece la pena mojarse y pasar frío si un día, por estar ahí, escribo por ejemplo: La calma de la tarde en un cigarro o Guárdalos hasta mañana/ cuando yo, desacostumbrado,/ nazca.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/02/2013 a las 10:18 | {0}