Este poema lo escribí hace ahora 30 años.
Que camina desnuda y no sabe volver. No sabe volver, Amiga. No sabe volver. De donde la luz nace. De donde nacen los Salmos y la fuente donde se inspiró el cantor para cantar el cantar de los cantares. Que su alma también está desnuda. Que bebe la conciencia de sí de un manantial de aguas cárdenas. Que corre, Amiga. Que se fatiga, Amiga. Que queda en el suelo de hierba un rastro de ella pisada, un rastro que sugiriera un gran peso, un rastro al calor del mediodía cuando los animales descansan a la ribera de los ríos, bajo la sombra de los árboles. Que se dijera que es la casa desolada quien la persigue. Que se dijera que es la oscuridad de una vida sin amor quien la persigue. Y ella, por los rastros -ésos que tan sólo sabe leer el rastreador pawnee, el mejor de todos los rastreadores del mundo, el que nos enseñó a todas, del que todas somos simples discípulas- parece desesperada y ella se dijera que va cantando inusualmente por las praderas que cruza cuando cae el sol y todos los animales están ya saciados de luz menos ella, que la seguirá buscando en las estrellas o -si tuviera suerte, Diosa Nuestra Santísima Sangre Nocturnal- en la luna amiga, la luna blanca, la luna que se destaca y que llena de fuego fatuo los cañaverales. Que camina desnuda y canta. Que corre desnuda y pesa. Que yacerá en algún lugar a campo abierto por si los buitres quisieran alimentarse de ella aunque no sea del todo carroña, aunque el desamor aún no la haya putrefactado; se comieran su hígado que muestra bien a las claras; se comieran su corazón aventado como mies en el verano; se comieran sus pies para que no pudiera seguir huyendo. A Ella -¡querido rastreador pawnee!-, a ella, Nariz del Alba, huélela a Ella; lléganos hasta Ella para que podamos recogerla en nosotros y podamos ampararla y podamos susurrar en su oído izquierdo el bardo que le permita, por fin, morir en paz.
Al caminar esta mañana un día más por unos campos
que no me corresponden
-son muchos los días que caigo en la misma impostura-
he soñado un endecasílabo; es cierto que el perro
corría por el terreno abrupto,
también lo es que un hombre viejo,
en todo semejante a un hobbit
como lo es también su mujer
incluso la casa en la que habitan,
hablaba de los tiempos en los que los manantiales
borboteaban de aguas cárdenas;
me he quedado con esa expresión,
la he guardado en el corazón de mi memoria
y he seguido caminando hacia las alturas
a donde nunca me llevarán mis piernas,
un lugar al que quizá sí alcance mi alma
si es que tal esencia anida realmente
en la materia de los hombres;
al llegar al banco en el que siempre me siento
me he encontrado con tres vacas y tres terneros
-¡qué blancos terneros! ¡qué tiernas vacas!-;
educadamente se han apartado y me han permitido tomar asiento
para que pudiera cerrar los ojos
y sentir el viento del norte en mi rostro
mientras los párpados caen
y tornan rojizo y uniforme el mundo;
luego hemos descendido y el perro y yo
hemos escarbado bajo un espino
en busca de la pelota que había ido a parar allí;
¡qué valiente el perro! Lo ha conseguido.
Yo tan sólo me he acercado, he inspeccionado,
he removido la tierra, he estado atento a no
remover un avispero, he seguido las indicaciones del perro,
he esperado a que él terminara la faena.
Ha sido entonces, al volver al camino,
cuando ha surgido el verso endecasílabo:
¡Qué triste la tristeza cuando es triste!
Cuando ya no me quieras
el sol habrá muerto para siempre
y quedará en mi mente
el recuerdo de aquellos rayos –tus ojos-
de aquel estremecimiento –tu piel-
de aquel estallido de color –tu risa-
de aquella calma inmensa –tu dormir-
Cuando ya no me quieras
habrá muerto una estancia soleada de mi casa
Sabré amoldarme
claro que me reiré
pero el sol habrá muerto para siempre
la luna habrá avejentado mil millones de años por segundo
y las mareas, aturdidas, olvidarán su cometido
Cuando ya no me quieras
escucharé una canción
volveré a rezar a dioses paganos
me refugiaré en la lectura de gente muy sesuda
y lloraré, ¡ah, sí! ¡cuánto lloraré!
en esas noches de febrero
de cielo raso azul casi negro
cuyos puntos de luz son fuego
ya no son estrellas, son fuego
que me incendia el alma
los días ya perdidos
los mares a los que nunca volveré
las miradas como pecios
cubiertas de algas y olvido
Cuando ya no me quieras
el tiempo se habrá convertido
en simple eternidad.
Descanse, entonces, en paz.
Hay en el aire
la huella que dejaste.
No es abril
ni la espera.
Protegerse dijo una;
también dijo, Cuidarse.
La noche tiembla
cuando llega a su profundidad.
Hay en el aire,
sólo en el aire.
La huella que dejaste,
la que no se borra.
He de irme,
ya no importa.
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Poesía
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/10/2023 a las 12:54 |