Al sentir el estruendo la vieja mujer del sexto emitió un lamento tan largo que la del cuarto creyó escuchar a una loba en la ciudad. Tembló. No pudo terminar de hacerse un dedo. Se subió las bragas. Se echó por encima la bata y con mucho sigilo, sin encender luz alguna -ni tan siquiera la del celular- se dirigió a la puerta de entrada, la entreabrió y se quedó escuchando.
Es cierto que los sesos del hombre estaban esparcidos por el suelo de la cocina y ella sabía que sólo estaban ella y él y que por lo tanto tenía que haber sido ella la autora del crimen. Ante el juez juró -y todos la creímos- que no recordaba en absoluto haber sido ella la asesina y cuando fue declarada culpable aceptó la sentencia como si realmente se acordara. No recurrió.
La mañana amaneció tan hermosa que se clavó nada más levantarse alfileres en los ojos.
Él sabe que la lección que ha de dar no le interesará a nadie y es tan hombre que sabe que la responsabilidad no reside en el tema, inecuaciones, sino en su propia incapacidad para hacer digerible lo que a él le llaga porque fue haciendo inecuaciones cuando recibió un mensaje en el teléfono en el que Celia, su novia de toda la vida, le abandonaba por un experto en el bosón de Higgs y le anunciaba que dejaba la ciudad y se iba a vivir a Suiza para ser la vaca frisona del físico (eso lo escribía, pensó, con su habitual y extraño sentido del humor y al reírse -porque a él siempre le hizo gracia su particular sentido del humor- se echó a llorar sobre las inecuaciones).
¡La primavera!
La vieja del sexto, en efecto, era licántropa y se cenó a la del cuarto cuando la vio aparecer en su rellano. Luego supimos que la del cuarto era aficionada a las novelas policiacas y se creyó imbuida de cierta obligación moral y fue esa obligación la que le empujó escaleras arriba y en un última instancia a su muerte.
Se arrancó la lengua para no pronunciar más palabras. Se cortó las manos y los pies para no hacerse más pajas. Era contorsionista.
Vuelo hacia ti sin alas. Con la imaginación vuelo. Con las ganas.
En el cielo rojo de esta tarde de mayo; sobre la cresta de los gallos; en la mísera lágrima de un déspota; hay en los destellos de una memoria frágil y en los dedos que se alaban por ser prestidigitadores; hay en todos esos instantes un aluvión de ti. No sé si te volveré a ver porque la vida sorprende cuando menos te lo esperas y quizás antes de que acabe estas letras haya muerto o me haya convertido en otro víctima de una dolencia cerebral. Eso tiene la vida, te escribo, a ti que un día me secreteaste el misterio del movimiento de los océanos. Eso tiene.
Ahora he de cerrarme en mí mismo, no drogarme en absoluto, mantener el control ante todo, serenarme frente a la vasta extensión roja; ahora he de cruzarme de brazos, cerrar, quizá los ojos e intentar que la mente se serene como cuando en un momento de nervios la mano de la amada coge la tuya y ese simple movimiento atempera la carrera de la sangre por la venas y anuncia que el látigo del corazón sólo es latido.
Vuelo hacia ti sin alas. Con la imaginación vuelo. Con las ganas.
Saluda a lo que haya de ser. En el saludo podría quedar un resto de cortesía. El saludo no tendría por qué ser una muestra de alegría o de esperanza. Podría perfectamente ser un saludo donde se refleje toda la angustia existencial, un saludo que inquiriera ¿Por qué estoy aquí? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Por qué apenas tengo recuerdos?
Saluda con la fe ciega en un gesto. Saluda porque sabe que es eso lo que siempre se ha hecho. Hasta a las tumbas abiertas se saluda. Saluda mientras ve los campos alfombrados de flores silvestres y sabe que son flores de un día (quizá tan sólo flores de unas horas), alimento de vacas, sostén de abejas, grandes depósitos de libaciones. Saluda sin la frente alta. Saluda con mandalas no siendo propio de su cultura semejante forma sagrada de conectar con el mundo. Saluda y se sienta y al sentarse siente el gran cansancio de llevar tantos años vivo. Saluda porque ha sido vencido y ya no le quedan fuerzas para mantener quietas las manos.
La noche no debió ser grata. Un monstruo, seguramente una de las Erinias, arañó su espalda y al despertar se ha encontrado los restos de sangre y de pellejo. Su sangre y su pellejo.
¿Deberá correr el destino de Ifigenia?
¿Saludará con una banderita blanca?
¿Saludará a la nada desde un lugar que no es nada para el cómputo en eones del destino?
¿Saludará sin llorar? ¿Saludará sin dejarse arrastrar por la perversión de la sensibilidad que se convierte en sensiblería? ¿Saludará sin ser cursi? ¿Saludará con cortesía? ¿Saludará con cortesía?
Esos han sido los mimbres del día. El esfuerzo, de nuevo, ha tenido que ver con la indulgencia. Se apacigüe el mundo suyo. Llegue la noche a su cenit. Se envuelva el rocío en niebla. Le asalte por fin la estación del ardor.
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
Sigo este espacio. La estela de la profundidad. No lo anhelo. Nada añade que sienta devastación o asombro. ¿Cómo aquí? ¿Cómo hasta aquí? La siega se hizo hace ya mucho. Podría mirar los rastrojos. Buscar en ellos pistas. ¿Qué fue lo que se sembró? Hoy el día estaba azul, casi terrible. He visto a una familia (probablemente fueran hijos de lugareños que abandonaron el pueblo al terminar los estudios y ahora vuelven y miran el espacio como si éste se hubiera convertido en un parque temático: el de su infancia) que llevaba a sus dos más jóvenes miembros -de cuatro o cinco años- montado cada uno en un borrico. Los niños protegían sus cabezas con cascos de moto; luego he visto a un matrimonio viejo, él echa pestes por lo que va a pasar: que llegarán los que aún nos han llegado y se pondrán a beber cervezas y se pasará la hora de comer y él no quiere eso, no señor, no quiere eso. La mujer calla y recoge flores silvestres porque seguramente sabe que por mucho que proteste, acabará bebiendo cervezas y se le pasará la hora de comer y se aguantará. Hemos bajado. Mis perros y yo. A veces cometo actos incívicos. Veo por ejemplo a unos vecinos y me detengo a unos metros sólo para evitar pasar por delante y tener que saludarlos o cosa aún peor: que llevemos el mismo paso y me vea en la obligación de recorrer el camino que me queda hasta la casa en su compañía, viéndome en la obligación de mantener una conversación e intentando, por todos los medios a mi alcance, no fijar mi vista en los pechos generosos de la vecina.
Sigo este camino sin tentaciones y espero que llegue ese instante de inflexión en el que por arte de muchos años de espera, el problema se diluye y queda en su lugar un vacío primigenio como el que debe habitar en el cerebro del niño que recién sale al mundo. Probablemente por eso siga este camino. La devastación no es más que un símbolo y como tal, por lo tanto, sólo es extensión, ni siquiera es tiempo, ni siquiera es destino; la devastación sería una condición sine qua non de la naturaleza humana que no ha dado por buenas las razones de sus mayores; la devastación es la cristalización de ser consciente de que cada unos somos, como tan bien sintetizó Albert Camus, el primer hombre y como tal hemos de caminar por el sendero: sin saberlo de antemano. Nada por lo que lamentarse. Más bien orgullo. Como el que siente Hamlet cuando días tras día al salir a los montes, surge en él la necesidad de seguir el rastro de un conejo. La mirada de Hamlet que se clava en la mía y me dice, Me voy Isaac, la naturaleza me lleva a ella. Tú sabes que volveré. Tienes que dejarme marchar.
Vacíos los caminos. Vacías las laderas de las montañas para que los pastos se recuperen de la rumia del ganado. Veo perderse a Hamlet; llegará hasta la cima; si todo va bien volverá cuando caiga la tarde. Para él no existe otro tiempo que ese rastro. Para mi no existe más memoria. Sí recuerdos. No memoria porque parece que en su concepto se encierra la idea de que guarda una verdad pasada, una verdad objetiva; mientras que sí recuerdo porque en él se encierra la posibilidad de la elaboración, es decir, de la invención. El recuerdo -no así la memoria- no tiene por qué ser preciso.
Aguanto las largas caminatas. Miro de frente las ventiscas y dejo que el sol de justicia me aplaste contra el suelo. Quedan lejos las ciudades de occidente en una de las cuales nació Olmo y en otra yo. A veces recuerdo sus luces pero como si fueran pinturas al pastel sobre papel negro.
Ya queda poco para que el velo de Maya se descorra. Aún no estoy preparado.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/04/2022 a las 13:51 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
*He descubierto este sitio, donde casi sólo se escucha el sonido de unos pájaros que cantan. Es un sendero nuevo. He encontrado en lo alto un banco. Hay muchos bancos por aquí. Hamlet y Donjuan pasean, están contentos. Están muy contentos. Voy a descansar un poquito y luego ya sigo. Cuando estaba subiendo... ¿Qué pasa, Hamlet? ¡Vamos! ¡Busca! ¿Quieres la pelota? Espera. Aquí la tengo. ¿Tú no quieres, Donjuan?... decía que cuando estaba subiendo he sentido una especie de, sí, de revelación bonita en este silencio y tras haber leído la noche pasada a Lynn Margulis y su teoría de que somos generadores de desorden para cumplir con la 2ª ley de la termodinámica. Ese empequeñecimiento del sentido de la vida no sé por qué lo he relacionado con la decisión que tomé de venirme a vivir aquí... ahora se me ocurría... se me ha ocurrido una frase que podría dar idea de la revelación... no sé si es bonita o es demasiado... pero me gusta la idea. La frase es: los humanos vivimos en la esquina con el camino de las Eras viviendo en el callejón de los pobres... ese pensamiento me parece bonito porque de hecho es donde vivimos las gatas, los perros, yo y M. cuando viene. Todas las ventanas de la casa dan al callejón de los pobres. Veo estos árboles desnudos, están muy secos, están dormidos. Es impresionante... Tengo que detener la grabadora porque me voy para abajo y no me gusta hablar mientras camino.
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* Este texto es una transcripción de una grabación. Mientras Isaac habla o calla se escuchan los sonidos del mundo que le rodea. Los pájaros. Las hierbas. Las ramas de los árboles. Los árboles enteros. Los jadeos de los perros. Quizá los sonidos inaudibles de las esferas. Apenas he corregido un par de momentos dubitativos. Y aunque hoy no me he decidido a acotar las pausas -algunas largas- que hay entre algunos pensamientos, quizá lo haga la próxima vez.
Valga esta transcripción como primera aproximación. También podría -y eso habré de valorarlo- poner las grabaciones directamente. No sé por qué esta vez he preferido transcribir... serán tontadas de editor.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/02/2022 a las 18:52 | {0}
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/05/2022 a las 17:20 | {0}