Era tan temprano. Tan temprano. Al levantar la persiana la noche ha entrado. Y el frío. Y el viento. El perro se mantenía acurrucado en un extremo del sillón. Él había dormitado toda la noche. Al sonar el despertador había ensayado una comparación. No la encontró. Ese despertarse y no saber cuándo volvía a entrar en el sueño y volvía a salir de él. Sí pensó, en la noche, 53. El café no le despertó. Y por una cuestión química, seguramente, se sintió estúpido. O ajeno.
A ella no le había ocurrido lo mismo. O aparentemente no había sido así. Se quedó quieta toda la noche hasta que -a una hora que nunca supo- se levantó y fue al baño a hacer pis. Muy callada. Siempre muy callada. Cuando sonó el despertador se levantó fresca y con una sonrisa y con el pelo suelto y le besó y fue de nuevo al baño mientras él hacía el café y sentía que la noche aún estaba fuera, extraña a la mañana y a la hora y una ráfaga cruzó su mente, Y si hoy no amaneciera. No quiso seguir.
Él sirvió los cafés.
Desayunaron. Comentaron la noche.
Ella tenía que irse. Coger el coche. Atravesar el puerto. Llegar a la ciudad. Su horario de trabajo. Su trabajo.
El perro estaba nervioso.
Él se tranquilizó cuando vio en el cielo una nube tricolor y supo que hoy también amanecería. Subieron -el perro y él- una calle. Encontraron en el paseo a una perra labrador y a una mujer embarazada y también a unos operarios que iniciaban la poda de los árboles de la avenida. El cielo -brutal por bello- convertía la noche en amanecida. Y el frío seguía siendo intenso. El primer frío. Mediado noviembre. Fue entonces, caminaban por una calle estrecha, cuando recordó que en la noche había pensado 53. Mientras el perro se encaramaba a un murete de piedra dijo en voz alta, Hoy no tendré miedo. Volvieron a casa. Él imaginó a ella en la autopista hacia la ciudad: sus gafas, conduciendo con el abrigo beige puesto, atenta al atasco quizá recordando la velada del día anterior en el restaurante, con los amigos, los que les presentaron cuando junio ya hacía de las suyas y el calor llenaba de olores intensos el centro de la ciudad; sus amigos, amables y sagrados, mientras en el comedor del restaurante bromeaban, comían y escuchaban al cocinero gritarle al camarero; quizá -pensaba él- recordaría ella la esquina donde se despidieron o el confort del edredón.
Terminaron el perro y él el paseo. La luz se había hecho día.
Ella había llegado a la ciudad.
A ella no le había ocurrido lo mismo. O aparentemente no había sido así. Se quedó quieta toda la noche hasta que -a una hora que nunca supo- se levantó y fue al baño a hacer pis. Muy callada. Siempre muy callada. Cuando sonó el despertador se levantó fresca y con una sonrisa y con el pelo suelto y le besó y fue de nuevo al baño mientras él hacía el café y sentía que la noche aún estaba fuera, extraña a la mañana y a la hora y una ráfaga cruzó su mente, Y si hoy no amaneciera. No quiso seguir.
Él sirvió los cafés.
Desayunaron. Comentaron la noche.
Ella tenía que irse. Coger el coche. Atravesar el puerto. Llegar a la ciudad. Su horario de trabajo. Su trabajo.
El perro estaba nervioso.
Él se tranquilizó cuando vio en el cielo una nube tricolor y supo que hoy también amanecería. Subieron -el perro y él- una calle. Encontraron en el paseo a una perra labrador y a una mujer embarazada y también a unos operarios que iniciaban la poda de los árboles de la avenida. El cielo -brutal por bello- convertía la noche en amanecida. Y el frío seguía siendo intenso. El primer frío. Mediado noviembre. Fue entonces, caminaban por una calle estrecha, cuando recordó que en la noche había pensado 53. Mientras el perro se encaramaba a un murete de piedra dijo en voz alta, Hoy no tendré miedo. Volvieron a casa. Él imaginó a ella en la autopista hacia la ciudad: sus gafas, conduciendo con el abrigo beige puesto, atenta al atasco quizá recordando la velada del día anterior en el restaurante, con los amigos, los que les presentaron cuando junio ya hacía de las suyas y el calor llenaba de olores intensos el centro de la ciudad; sus amigos, amables y sagrados, mientras en el comedor del restaurante bromeaban, comían y escuchaban al cocinero gritarle al camarero; quizá -pensaba él- recordaría ella la esquina donde se despidieron o el confort del edredón.
Terminaron el perro y él el paseo. La luz se había hecho día.
Ella había llegado a la ciudad.
Había acariciado el puerto; el puerto había acariciado; el puerto y las luces de los barcos de sardinas a lo lejos; lejos del puerto los bancos de sardinas; había escuchado la última melodía y había elevado el brazo protegiéndose de la montaña que se le venía encima; de la montaña que se le venía encima se protegía con el brazo; del beso no había escapado; de la jauría había huido; se había hundido en el olor de su axila; de su axila el olor que excedía el aire de la noche, la savia del sauce, la noche y su monotonía; había cantado sobre las notas de un violín; sobre las notas de un violín había cantado con aire de melisma; y surcaba así la vieja barca varada a los pies del mar; y a los pies del mar se acunaba; y sonreía; y sonreía y sonreía; había decidido pintar a la acuarela los accidentes de su cuerpo; la cicatriz pintaba; el lunar pintaba; pintaba lunar y cicatriz; cicatriz y lunar pintaba; había decidido habituarse y sonreír; sonreír la verdura de la espinaca en mitad de una tramontana; de la tramontana la espinaca; en un mes de noviembre se había acostumbrado a sonreír; a sonreír como las boyas flotan en el mar y nadan los brazos entre el oleaje cuando la tarde descansa en su esfuerzo de vencer al sol y el sol, derramado, se diluye en los reflejos últimos; en los reflejos últimos el sol se derrama ante la tarde que descansa en la observación de los brazos que atraviesan la mar y su oleaje; había decidido elaborar la rima; había sorbido como ambrosía su flujo y su conquista; flujo conquistado tras la risa; ambrosía blanca sin rima; había dilucidado; habíase calzado los zapatos nuevos, los de no andar por casa y por la casa anduvo con los zapatos nuevos, las luces apagadas, la sonrisa en la espalda; a su espalda la sonrisa de la amada; había iluminado la luna que luz no tiene; que no tiene luz la luna pero tiene sangre; sangre de hembra es la luna; sangre blanca de hembra oscura es la luna en la noche entre montañas; había llegado a las montañas escarpadas; había contemplado la palidez de un cielo ensimismado; ensimismado el cielo ante la observación del hombre que le observa; guiños había establecido hasta el alba; hasta el alba se mantuvo en guiños; en guiños lentos como la marea baja; había vuelto al puerto; el puerto había acariciado: el puerto y las luces de los barcos de sardinas a lo lejos...
El riesgo es una palabra de origen incierto. Dice Corominas que es probable que tenga el mismo origen que el castellano risco 'peñasco escarpado', antiguamente riesco , por el peligro que corre el que transita por estos lugares o el navegante que se acerca a un escollo; también viene a ser 'lugar quebrado y fragoso'; a sus significados se añade en época medieval, los sentidos de combate, conflicto, división, discordia.
El riesgo es vivir plenitud. El riesgo de vivir nos llevará, inevitablemente, a peñascos escarpados y a escollos que apenas sobresalen de las aguas oscuras del mar y por lo mismo, vivir pleno, se convierte, en algunos momentos, en combate contras las ideas implantadas, en conflicto con el mundo interior y exterior, en división y ruptura, en enconada discordia con la Idea de vivir.
Escribe Schopenhauer en sus Complementos al Libro Primero. Capítulo 17. Sobre la necesidad metafísica en el hombre: Ningún ser, salvo el hombre, se sorprende de su propia existencia. La sorpresa por esta existencia teñida además de dolor, miseria y muerte impele al hombre a trascender, a buscar la metafísica. Continúa más adelante Schopenhauer: ...nunca ha faltado gente que se ha afanado en fundar su sustento en esa necesidad metafísica del hombre y explotarla lo mejor posible. Por eso en todos los pueblos hay monopolistas y administradores generales de esa necesidad: los sacerdotes. Para asegurar su oficio por todas partes necesitaron obtener el derecho a inculcar a los hombres desde muy temprano, antes de que el juicio despertara de su sueño matutino, es decir, en la primera infancia, sus dogmas. Pues en ese momento todo dogma bien inculcado, por absurdo que sea, se adhiere para siempre. [...]
Entiendo por metafísica todo supuesto conocimiento que vaya más allá de la posibilidad de la experiencia, es decir, más allá de la naturaleza o del fenómeno dado de las cosas y que ofrezca una explicación sobre lo que está detrás de la naturaleza y la hace posible. [...]
En los pueblos civilizados encontramos dos tipos de metafísica que se distinguen en que una tiene su confirmación en sí misma (la filosofía) y la otra la tiene fuera de sí (la religión). [...] En cambio para la mayoría de los hombres [...] existen exclusivamente los sistemas metafísicos del segundo tipo.
El riesgo es vivir construyendo un sistema que permita admitir, en sí, la existencia del dolor, la miseria y la conciencia de la muerte. Es decir una filosofía que tenga la -y vuelvo a las palabras de Schopenhauer- obligación de ser verdadera en su propio y estricto sentido en todo lo que dice, pues se dirige al pensamiento y a la convicción. En cambio una religión, destinada a la multitud innumerable, [...], tiene sólo la obligación de ser verdadera en un sentido alegórico. Y en la alegoría -continúo yo- no hay riesgo.
El riesgo de no saber amar y construir el amor: el riesgo de no saber vivir y construir la vida; el riesgo de aventurar pensamientos que conduzca a la aceptación humilde y compasiva de que somos seres finitos y contingentes; el riesgo absoluto de mirar un árbol y ver sólo un árbol.
Riesgo, risco, escollo, vida.
El riesgo es vivir plenitud. El riesgo de vivir nos llevará, inevitablemente, a peñascos escarpados y a escollos que apenas sobresalen de las aguas oscuras del mar y por lo mismo, vivir pleno, se convierte, en algunos momentos, en combate contras las ideas implantadas, en conflicto con el mundo interior y exterior, en división y ruptura, en enconada discordia con la Idea de vivir.
Escribe Schopenhauer en sus Complementos al Libro Primero. Capítulo 17. Sobre la necesidad metafísica en el hombre: Ningún ser, salvo el hombre, se sorprende de su propia existencia. La sorpresa por esta existencia teñida además de dolor, miseria y muerte impele al hombre a trascender, a buscar la metafísica. Continúa más adelante Schopenhauer: ...nunca ha faltado gente que se ha afanado en fundar su sustento en esa necesidad metafísica del hombre y explotarla lo mejor posible. Por eso en todos los pueblos hay monopolistas y administradores generales de esa necesidad: los sacerdotes. Para asegurar su oficio por todas partes necesitaron obtener el derecho a inculcar a los hombres desde muy temprano, antes de que el juicio despertara de su sueño matutino, es decir, en la primera infancia, sus dogmas. Pues en ese momento todo dogma bien inculcado, por absurdo que sea, se adhiere para siempre. [...]
Entiendo por metafísica todo supuesto conocimiento que vaya más allá de la posibilidad de la experiencia, es decir, más allá de la naturaleza o del fenómeno dado de las cosas y que ofrezca una explicación sobre lo que está detrás de la naturaleza y la hace posible. [...]
En los pueblos civilizados encontramos dos tipos de metafísica que se distinguen en que una tiene su confirmación en sí misma (la filosofía) y la otra la tiene fuera de sí (la religión). [...] En cambio para la mayoría de los hombres [...] existen exclusivamente los sistemas metafísicos del segundo tipo.
El riesgo es vivir construyendo un sistema que permita admitir, en sí, la existencia del dolor, la miseria y la conciencia de la muerte. Es decir una filosofía que tenga la -y vuelvo a las palabras de Schopenhauer- obligación de ser verdadera en su propio y estricto sentido en todo lo que dice, pues se dirige al pensamiento y a la convicción. En cambio una religión, destinada a la multitud innumerable, [...], tiene sólo la obligación de ser verdadera en un sentido alegórico. Y en la alegoría -continúo yo- no hay riesgo.
El riesgo de no saber amar y construir el amor: el riesgo de no saber vivir y construir la vida; el riesgo de aventurar pensamientos que conduzca a la aceptación humilde y compasiva de que somos seres finitos y contingentes; el riesgo absoluto de mirar un árbol y ver sólo un árbol.
Riesgo, risco, escollo, vida.
Ahí en ¿luego? D
Verde Verde Verde
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¡=! Y podríamos.o..pod...ría....m o s..Se.....l.........va
Cogió el hacha.
La madera.
Deshizo e
Labio Laberinto Lastimero Látigo Largo
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Suena la música en lo... y las ñ... orgiásticamente... ORGIasti CamENTE
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En ... OÍ dos Oídos O_-_-_dios Sois Si So
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Va a explicarle el dulce de leche, dice con la voz en susurro, con esa forma de hablar con la que no se puede mantener una conversación larga; va a explicarle la nostalgia por no haber sido ingeniero en el proyecto del Curiosity y también, esta vez sonriendo como si la sonrisa fuera el salvavidas, la pasarela o la forma indestructible de una verdad sin heridas, le hablará sobre la imposibilidad de ser lo que no se es; va a pensar la llanura de nuevo y la emoción que sintió cuando vio que la cuerda que podía provocar una catástrofe se recogió en sí misma como el alma al quedar dormida; va a explicarle la dulzura del picante, el amargo sabor de un dulce a destiempo y la acidez que subyacía en el agrio sabor del chocolate; no hay combate, querida, le dirá; no hay ese silencio que rugirá más tarde; no hay la balacera en el mar ni la voz tronante de gaucho.
Hay nostalgia en lo que nunca fue porque no sólo se siente nostalgia de lo pasado también se siente de lo inexistido... dulce de leche, le explicará y quizás -como elemento que ambienta la edad- el llanto de un niño, el sueño de un perro, la desnudez casi completa del arce japonés. Le explicará más tarde, en la alta madrugada, despierto de improviso, despertándola a ella, con cierta premura, le explicará, os digo, la piel de la nostalgia, sus germinaciones. Le hablará de la mirada del grupo de ingenieros -del que él nunca formó parte- cuando veía elevarse el cohete que conducía al Curiosity a las rojas tierras de Marte y las lágrimas de uno de ellos al tener que separarse de su vehículo-laboratorio, con sus miles de piezas, sus miles de simulaciones y los miles de litros de café que supuso. Esa nostalgia, le explicará con la luz apagada, de algo que él nunca vivió y conoce, paso a paso, minuto a minuto cómo fue.
Y así terminará explicándole que podría sentir nostalgia de cualquier cosa: nostalgia de la vida del ballenero. Nostalgia de la última carrera del atleta. Nostalgia de la soledad del farero. Nostalgia del perfumista la tarde que entró en la droguería la que sería su amor meses más tarde. Compró un agua de colonia fresca y barata y desde el primer momento le fascinaron sus labios y el volumen de sus caderas. Nostalgia de la última luz en el desierto del Mohabe. Nostalgia de lanza clavada en el costado de la gacela. Porque sentía, le explicará en esa hora en que la luz no puede ser encendida, que se puede haber sido todo, habiendo sido algo; porque pensaba, le explicará, que ser algo es poder abarcarlo todo, llegar a todo, poder construir una representación de todos y cada uno de los seres orgánicos e inorgánicos de este universo: ser estrella entonces, nostalgia de luz, si quieres; ser trozo de piedra alrededor de un planeta; ser litio en expansión; confluir con un paramecio siendo tú ameba; ser junco y tener nostalgia de haber sido la última mañana de su último otoño.
Dulce de leche, le dirá, me moriría por un poco de dulce de leche y se intentará quedar dormido entre los brazos de ella que tan sólo le habrá acariciado y le habrá dicho: estabas soñando, duerme.
Hay nostalgia en lo que nunca fue porque no sólo se siente nostalgia de lo pasado también se siente de lo inexistido... dulce de leche, le explicará y quizás -como elemento que ambienta la edad- el llanto de un niño, el sueño de un perro, la desnudez casi completa del arce japonés. Le explicará más tarde, en la alta madrugada, despierto de improviso, despertándola a ella, con cierta premura, le explicará, os digo, la piel de la nostalgia, sus germinaciones. Le hablará de la mirada del grupo de ingenieros -del que él nunca formó parte- cuando veía elevarse el cohete que conducía al Curiosity a las rojas tierras de Marte y las lágrimas de uno de ellos al tener que separarse de su vehículo-laboratorio, con sus miles de piezas, sus miles de simulaciones y los miles de litros de café que supuso. Esa nostalgia, le explicará con la luz apagada, de algo que él nunca vivió y conoce, paso a paso, minuto a minuto cómo fue.
Y así terminará explicándole que podría sentir nostalgia de cualquier cosa: nostalgia de la vida del ballenero. Nostalgia de la última carrera del atleta. Nostalgia de la soledad del farero. Nostalgia del perfumista la tarde que entró en la droguería la que sería su amor meses más tarde. Compró un agua de colonia fresca y barata y desde el primer momento le fascinaron sus labios y el volumen de sus caderas. Nostalgia de la última luz en el desierto del Mohabe. Nostalgia de lanza clavada en el costado de la gacela. Porque sentía, le explicará en esa hora en que la luz no puede ser encendida, que se puede haber sido todo, habiendo sido algo; porque pensaba, le explicará, que ser algo es poder abarcarlo todo, llegar a todo, poder construir una representación de todos y cada uno de los seres orgánicos e inorgánicos de este universo: ser estrella entonces, nostalgia de luz, si quieres; ser trozo de piedra alrededor de un planeta; ser litio en expansión; confluir con un paramecio siendo tú ameba; ser junco y tener nostalgia de haber sido la última mañana de su último otoño.
Dulce de leche, le dirá, me moriría por un poco de dulce de leche y se intentará quedar dormido entre los brazos de ella que tan sólo le habrá acariciado y le habrá dicho: estabas soñando, duerme.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/11/2013 a las 08:32 | {0}