Extracto de la novela Los hermanos Karamázov de F.M. Dostoyevski
Traducción del ruso Augusto Vidal.
Iván Karamázov:
Unos padres, “gente honorabilísima, funcionarios cultos y educados”, le tomaron odio a su hijita, una niña de cinco años ¿Ves?, afirmo una vez más sin vacilar que son muchos los seres humanos con una propiedad especial, la de sentir afición a pegar a los niños, pero sólo a los niños. Respecto a todos los demás sujetos se comportan hasta como personas amables y humildes, como europeos instruidos y humanos, pero son muy amigos de torturar a los niños, e incluso, por esto, llegan a sentir inclinación por ellos. Es, precisamente, el desamparo de estas criaturas, la confianza angelical de los pequeñuelos, que no tienen adónde acudir ni a quién dirigirse, lo que seduce a estos torturadores, lo que enciende la sangre vil de los desalmados. En todo hombre, desde luego, anida una fiera, una fiera que por nada monta en cólera; una fiera que se exalta voluptuosamente al oír los gritos de la víctima torturada, una fiera violenta, soltada de la cadena, una fiera con dolencias contraídas en el libertinaje, con la gota, los riñones enfermos, etcétera. A esta pobre niña de cinco años, sus cultos padres la sometían a infinitos tormentos. Le pegaban, la azotaban, le daban puntapiés sin saber ellos mismos por qué, le cubrían el cuerpo de cardenales; llegaron, por fin, al máximo refinamiento: en noches frías, heladas, la encerraban en el lugar excusado, y con el pretexto de que por la noche no pedía hacer sus necesidades (como si una criatura de cinco años, que duerme con profundo sueño angelical, ya hubiera podido aprender), le embadurnaban la cara con sus excrementos y se los hacían comer, y quien la obligaba a comérselos era su madre, ¡su propia madre!, ¡Y esa madre podía dormir cuando por la noche se oían los gemidos de la pequeña criaturita encerrada en un lugar infamante! ¿Te imaginas al pequeño ser, incapaz de comprender aún lo que pasa, dándose golpes a su lacerado pecho con sus puñitos, en el lugar vil, oscuro y helado, llorando con lágrimas de sangre, sin malicia y humildes, pidiendo al “Dios de los niños” que la defienda? ¿Eres capaz de comprender este absurdo, amigo y hermano mío, tú, humilde novicio del Señor, eres capaz de comprender por qué es necesaria y ha sido creada tal absurdidad? Dicen que sin ella no podría existir el hombre en la tierra, pues no conocería el bien y el mal ¿para qué conocer este diabólico bien y este mal, si cuestan tan caros? Todo el mundo del conocimiento no vale esas lagrimitas infantiles dirigidas al “Dios de los niños”. No hablo de los sufrimientos de los adultos: éstos han comido la manzana y al diablo con ellos y que el diablo se los lleve a todos, ¡pero ésos, ésos! Te estoy atormentando, Aliosha, parece que estás muy turbado. Me callaré si quieres.
- No importa, yo también quiero atormentarme –balbuceó Aliosha
- Voy a presentarte otro cuadro, sólo otro, y aun por curiosidad muy característico. Esto sucedió en la época más tenebrosa de la servidumbre, a comienzos de siglo (la esclavitud fue abolida en Rusia en 1861). Había un general con excelentes relaciones y riquísimo propietario, pero de aquéllos que, al retirarse del servicio activo, habían llegado poco más o menos que a la convicción de haberse ganado el derecho a la vida y la muerte de sus siervos. Los había así entonces. Vive, pues, este general retirado en su finca, que contaba dos mil almas; se da humos, desdeña a sus modestos vecinos, a los que trata como parásitos y bufones suyos. Tiene centenares de perros y casi cien perreros, todos de uniforme, todos con sus caballos. Un día, el hijo de un siervo de la casa, un niño que no pasaba de los ocho años, tiró una piedra, jugando, e hirió en una pata al perro preferido del general. “¿por qué mi perro predilecto cojea?”. Le informan de que aquel muchacho había tirado una piedra y lo había herido en una pata. “¿Has sido tú? (el general le dirigió una mirada) ¡Prendedle!” Le cogieron, le arrancaron de los brazos de su madre, le hicieron pasar toda la noche en las mazmorras; por la mañana, no bien apunta el alba, el general sale vestido de gala para ir de caza, monta a caballo, rodeado de gentes que viven a sus costas, de canes, perreros y monteros, todos a caballo. Hace reunir a la servidumbre para dar ejemplo, y en primera fila a la madre del niño culpable. Sacan al muchacho de la mazmorra. Era un sombrío día de otoño, frío, brumoso, ideal para la caza. El señor manda desnudar al muchachito; le desnudan por completo, el niño tiembla, está loco de miedo, no se atreve a decir ni pío… “¡hacedle correr!” (ordena el general). “¡Corre, corre!”, le gritan los perreros; el pequeño echa a correr… “¡Hala, hala!”, vocifera entonces el general, y lanza contra el niño toda la jauría de perros. Le acorralaron a la vista de la madre y los perros hicieron pedazos al niño […]
- ¿Para qué me estás poniendo a prueba? –exclamó Aliosha, en una explosión de amargura-. ¿Me lo dirás por fin?
Unos padres, “gente honorabilísima, funcionarios cultos y educados”, le tomaron odio a su hijita, una niña de cinco años ¿Ves?, afirmo una vez más sin vacilar que son muchos los seres humanos con una propiedad especial, la de sentir afición a pegar a los niños, pero sólo a los niños. Respecto a todos los demás sujetos se comportan hasta como personas amables y humildes, como europeos instruidos y humanos, pero son muy amigos de torturar a los niños, e incluso, por esto, llegan a sentir inclinación por ellos. Es, precisamente, el desamparo de estas criaturas, la confianza angelical de los pequeñuelos, que no tienen adónde acudir ni a quién dirigirse, lo que seduce a estos torturadores, lo que enciende la sangre vil de los desalmados. En todo hombre, desde luego, anida una fiera, una fiera que por nada monta en cólera; una fiera que se exalta voluptuosamente al oír los gritos de la víctima torturada, una fiera violenta, soltada de la cadena, una fiera con dolencias contraídas en el libertinaje, con la gota, los riñones enfermos, etcétera. A esta pobre niña de cinco años, sus cultos padres la sometían a infinitos tormentos. Le pegaban, la azotaban, le daban puntapiés sin saber ellos mismos por qué, le cubrían el cuerpo de cardenales; llegaron, por fin, al máximo refinamiento: en noches frías, heladas, la encerraban en el lugar excusado, y con el pretexto de que por la noche no pedía hacer sus necesidades (como si una criatura de cinco años, que duerme con profundo sueño angelical, ya hubiera podido aprender), le embadurnaban la cara con sus excrementos y se los hacían comer, y quien la obligaba a comérselos era su madre, ¡su propia madre!, ¡Y esa madre podía dormir cuando por la noche se oían los gemidos de la pequeña criaturita encerrada en un lugar infamante! ¿Te imaginas al pequeño ser, incapaz de comprender aún lo que pasa, dándose golpes a su lacerado pecho con sus puñitos, en el lugar vil, oscuro y helado, llorando con lágrimas de sangre, sin malicia y humildes, pidiendo al “Dios de los niños” que la defienda? ¿Eres capaz de comprender este absurdo, amigo y hermano mío, tú, humilde novicio del Señor, eres capaz de comprender por qué es necesaria y ha sido creada tal absurdidad? Dicen que sin ella no podría existir el hombre en la tierra, pues no conocería el bien y el mal ¿para qué conocer este diabólico bien y este mal, si cuestan tan caros? Todo el mundo del conocimiento no vale esas lagrimitas infantiles dirigidas al “Dios de los niños”. No hablo de los sufrimientos de los adultos: éstos han comido la manzana y al diablo con ellos y que el diablo se los lleve a todos, ¡pero ésos, ésos! Te estoy atormentando, Aliosha, parece que estás muy turbado. Me callaré si quieres.
- No importa, yo también quiero atormentarme –balbuceó Aliosha
- Voy a presentarte otro cuadro, sólo otro, y aun por curiosidad muy característico. Esto sucedió en la época más tenebrosa de la servidumbre, a comienzos de siglo (la esclavitud fue abolida en Rusia en 1861). Había un general con excelentes relaciones y riquísimo propietario, pero de aquéllos que, al retirarse del servicio activo, habían llegado poco más o menos que a la convicción de haberse ganado el derecho a la vida y la muerte de sus siervos. Los había así entonces. Vive, pues, este general retirado en su finca, que contaba dos mil almas; se da humos, desdeña a sus modestos vecinos, a los que trata como parásitos y bufones suyos. Tiene centenares de perros y casi cien perreros, todos de uniforme, todos con sus caballos. Un día, el hijo de un siervo de la casa, un niño que no pasaba de los ocho años, tiró una piedra, jugando, e hirió en una pata al perro preferido del general. “¿por qué mi perro predilecto cojea?”. Le informan de que aquel muchacho había tirado una piedra y lo había herido en una pata. “¿Has sido tú? (el general le dirigió una mirada) ¡Prendedle!” Le cogieron, le arrancaron de los brazos de su madre, le hicieron pasar toda la noche en las mazmorras; por la mañana, no bien apunta el alba, el general sale vestido de gala para ir de caza, monta a caballo, rodeado de gentes que viven a sus costas, de canes, perreros y monteros, todos a caballo. Hace reunir a la servidumbre para dar ejemplo, y en primera fila a la madre del niño culpable. Sacan al muchacho de la mazmorra. Era un sombrío día de otoño, frío, brumoso, ideal para la caza. El señor manda desnudar al muchachito; le desnudan por completo, el niño tiembla, está loco de miedo, no se atreve a decir ni pío… “¡hacedle correr!” (ordena el general). “¡Corre, corre!”, le gritan los perreros; el pequeño echa a correr… “¡Hala, hala!”, vocifera entonces el general, y lanza contra el niño toda la jauría de perros. Le acorralaron a la vista de la madre y los perros hicieron pedazos al niño […]
- ¿Para qué me estás poniendo a prueba? –exclamó Aliosha, en una explosión de amargura-. ¿Me lo dirás por fin?
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/08/2010 a las 19:33 | {0}