Extracto de la novela Los hermanos Karamázov de F.M. Dostoyevski
Traducción del ruso Augusto Vidal.
Ivan Karamázov:
Verás, soy un aficionado a hacer colección de ciertos hechos, y ¿lo creerás? anoto y recojo de periódicos y relatos, de donde se tercia, cierta clase de anécdotas; tengo ya una buena colección. Los turcos, naturalmente, figuran en ella, pero se trata de extranjeros. He cogido también cositas del país, que son hasta mejores que las turcas ¿Sabes?, entre nosotros son los golpes los que se llevan la palma, abundan más el vergajo y el látigo; esto es lo nacional; entre nosotros, clavetear las orejas es inconcebible; a pesar de todo, somos europeos; pero el vergajo, el látigo, son algo muy nuestro y no hay quien nos lo quite. En el extranjero, según parece, ahora ya no se pega. Será que las costumbres se han dulcificado o bien se habrán dictado leyes en virtud de las cuales el hombre, al parecer, no se atreve ya a pegar al hombre; en cambio se ha buscado una compensación también puramente nacional, como tenemos nosotros, tan nacional que parece imposible en nuestro país; si bien también aquí, si no me equivoco, va abriéndose camino, sobre todo desde que se ha producido un movimiento religioso en nuestra alta sociedad. Tengo un notable folleto, traducido del francés, en el que se cuenta cómo en Ginebra, no hace mucho tiempo, unos cinco años a lo sumo, ejecutaron a un criminal y asesino, un tal Richard, joven de veintitrés años, si no recuerdo mal, arrepentido y convertido a la religión cristiana antes de subir al cadalso. Richard era un hijo ilegítimo al que, siendo pequeño, de unos seis años de edad, sus padres regalaron a unos pastores suizos de montaña, quienes le criaron para hacerle trabajar. Creció entre ellos como un animalillo salvaje; los pastores no le enseñaron nada; al contrario, cuando tuvo siete años le mandaron ya a cuidar ganado, tanto si el tiempo era lluvioso como si hacía frío, casi sin vestirle ni alimentarle. Al tratarle de esta manera, ninguno de ellos se paraba a reflexionar ni tenían remordimientos; al contrario, se creían que obraban en su pleno derecho, pues Richard les había sido regalado como una cosa, y ni siquiera creían necesario darle de comer. Richard mismo contó que durante aquellos años, como el hijo pródigo del Evangelio, sentía enormes deseos de comer aunque fuera bazofia de la que daban a los cerdos que engordaban para la venta; pero ni eso le daban y le pegaban cuando él lo robaba. Así pasó toda su infancia y su juventud, hasta que creció y, sintiéndose fuerte, se dedicó a robar. El salvaje trabajó de jornalero en Ginebra para ganar dinero; se bebía lo ganado, vivía como un monstruo y acabó asesinando a viejo para robarle. Le prendieron, le juzgaron y le condenaron a muerte. Allí no se andan con sentimentalismos. Pues bien, en la cárcel, inmediatamente le rodearon predicadores y miembros de diferentes hermandades cristianas, damas que practican la beneficencia, etcétera. En la cárcel le enseñaron a leer y a escribir, empezaron a explicarle el Evangelio, le sermonearon, le exhortaron, le presionaron, le instaron, le agobiaron, y he aquí que un buen día Richard confesó, al fin, solemnemente, su crimen. Se convirtió, escribió de su puño y letra al tribunal reconociendo que era un monstruo y que al fin el Señor se había dignado iluminarle y enviarle la gracia celestial. Se emocionó Ginebra entera […]. Llega el último día, Richard, casi sin fuerzas, llora y a cada momento repite: “Éste es el mejor de mis días ¡voy a reunirme con el Señor!”. “Sí (gritan los pastores, los jueces y las damas de beneficencia) éste es el día más feliz de tu vida” […]. Cubierto de besos por todos ellos, arrastraron al hermano Richard al cadalso, le colocaron en la guillotina y le hicieron saltar la cabeza, como buenos hermanos, por haber venido a él la gracia del Señor. […] En nuestro país es posible azotar a las personas. Y he aquí que un señor inteligente y culto, y su dama, azotan con un vergajo a su propia hija, una niña de siete años; lo tengo escrito con todo detalle. El papaíto se alegra de que la verga tenga nudos, “dolerá más”, dice, y comienza a “tundir” a su propia hija. Hay personas, me consta, que se excitan a medida que pegan, cada nuevo golpe les hace sentir una sensación de voluptuosidad, de auténtica voluptuosidad, en progresión creciente. Azotan un minuto; azotan, al fin, cinco minutos, azotan durante diez minutos, siguen azotando más, más rápido, con más fuerza. La niña grita, la niña al fin no puede gritar, se ahoga: “¡Papá, papá! ¡Papaíto, papaíto!”. Por un azar diabólico e indecoroso, el asunto llega hasta los tribunales. Se “alquila” un abogado […] Los jurados, convencidos, se retiran a deliberar y dictan una sentencia absolutoria. El público llora de felicidad porque han absuelto al verdugo… Estas estampas son una joya. Pero acerca de los niños, tengo aún otras mejores; he recogido muchas cosas, Aliosha, muchas, sobre los niños rusos.
Verás, soy un aficionado a hacer colección de ciertos hechos, y ¿lo creerás? anoto y recojo de periódicos y relatos, de donde se tercia, cierta clase de anécdotas; tengo ya una buena colección. Los turcos, naturalmente, figuran en ella, pero se trata de extranjeros. He cogido también cositas del país, que son hasta mejores que las turcas ¿Sabes?, entre nosotros son los golpes los que se llevan la palma, abundan más el vergajo y el látigo; esto es lo nacional; entre nosotros, clavetear las orejas es inconcebible; a pesar de todo, somos europeos; pero el vergajo, el látigo, son algo muy nuestro y no hay quien nos lo quite. En el extranjero, según parece, ahora ya no se pega. Será que las costumbres se han dulcificado o bien se habrán dictado leyes en virtud de las cuales el hombre, al parecer, no se atreve ya a pegar al hombre; en cambio se ha buscado una compensación también puramente nacional, como tenemos nosotros, tan nacional que parece imposible en nuestro país; si bien también aquí, si no me equivoco, va abriéndose camino, sobre todo desde que se ha producido un movimiento religioso en nuestra alta sociedad. Tengo un notable folleto, traducido del francés, en el que se cuenta cómo en Ginebra, no hace mucho tiempo, unos cinco años a lo sumo, ejecutaron a un criminal y asesino, un tal Richard, joven de veintitrés años, si no recuerdo mal, arrepentido y convertido a la religión cristiana antes de subir al cadalso. Richard era un hijo ilegítimo al que, siendo pequeño, de unos seis años de edad, sus padres regalaron a unos pastores suizos de montaña, quienes le criaron para hacerle trabajar. Creció entre ellos como un animalillo salvaje; los pastores no le enseñaron nada; al contrario, cuando tuvo siete años le mandaron ya a cuidar ganado, tanto si el tiempo era lluvioso como si hacía frío, casi sin vestirle ni alimentarle. Al tratarle de esta manera, ninguno de ellos se paraba a reflexionar ni tenían remordimientos; al contrario, se creían que obraban en su pleno derecho, pues Richard les había sido regalado como una cosa, y ni siquiera creían necesario darle de comer. Richard mismo contó que durante aquellos años, como el hijo pródigo del Evangelio, sentía enormes deseos de comer aunque fuera bazofia de la que daban a los cerdos que engordaban para la venta; pero ni eso le daban y le pegaban cuando él lo robaba. Así pasó toda su infancia y su juventud, hasta que creció y, sintiéndose fuerte, se dedicó a robar. El salvaje trabajó de jornalero en Ginebra para ganar dinero; se bebía lo ganado, vivía como un monstruo y acabó asesinando a viejo para robarle. Le prendieron, le juzgaron y le condenaron a muerte. Allí no se andan con sentimentalismos. Pues bien, en la cárcel, inmediatamente le rodearon predicadores y miembros de diferentes hermandades cristianas, damas que practican la beneficencia, etcétera. En la cárcel le enseñaron a leer y a escribir, empezaron a explicarle el Evangelio, le sermonearon, le exhortaron, le presionaron, le instaron, le agobiaron, y he aquí que un buen día Richard confesó, al fin, solemnemente, su crimen. Se convirtió, escribió de su puño y letra al tribunal reconociendo que era un monstruo y que al fin el Señor se había dignado iluminarle y enviarle la gracia celestial. Se emocionó Ginebra entera […]. Llega el último día, Richard, casi sin fuerzas, llora y a cada momento repite: “Éste es el mejor de mis días ¡voy a reunirme con el Señor!”. “Sí (gritan los pastores, los jueces y las damas de beneficencia) éste es el día más feliz de tu vida” […]. Cubierto de besos por todos ellos, arrastraron al hermano Richard al cadalso, le colocaron en la guillotina y le hicieron saltar la cabeza, como buenos hermanos, por haber venido a él la gracia del Señor. […] En nuestro país es posible azotar a las personas. Y he aquí que un señor inteligente y culto, y su dama, azotan con un vergajo a su propia hija, una niña de siete años; lo tengo escrito con todo detalle. El papaíto se alegra de que la verga tenga nudos, “dolerá más”, dice, y comienza a “tundir” a su propia hija. Hay personas, me consta, que se excitan a medida que pegan, cada nuevo golpe les hace sentir una sensación de voluptuosidad, de auténtica voluptuosidad, en progresión creciente. Azotan un minuto; azotan, al fin, cinco minutos, azotan durante diez minutos, siguen azotando más, más rápido, con más fuerza. La niña grita, la niña al fin no puede gritar, se ahoga: “¡Papá, papá! ¡Papaíto, papaíto!”. Por un azar diabólico e indecoroso, el asunto llega hasta los tribunales. Se “alquila” un abogado […] Los jurados, convencidos, se retiran a deliberar y dictan una sentencia absolutoria. El público llora de felicidad porque han absuelto al verdugo… Estas estampas son una joya. Pero acerca de los niños, tengo aún otras mejores; he recogido muchas cosas, Aliosha, muchas, sobre los niños rusos.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/08/2010 a las 18:50 | {0}