Tan tierna, pegada a un radiador, ella radiante. Embriagada. Pura exaltación de los sentidos decía, muy suavemente, Déjame, déjame morir así.
Panfleto escrito por Isaac Alexander un martes de marzo a lo lejos.
Yo no quisiera levantaros en armas. Ni tan siquiera sé si las armas levantadas tendrían sentido en vuestras vidas ni si vuestras vidas os dan fuerzas para levantar nada. Sé que existe el Cosmos porque lo dicen un día y otro y también sé que la esperanza es la bala en la recámara de los poderosos. No tengáis esperanza. La esperanza es la condición indispensable del esclavo. Os hablo a vosotros porque yo aún no soy pobre lo que no quiere decir que cualquier día de éstos que tan miserables están siendo, me vea a vuestro lado y entonces, si así ocurriera, os pediría que me enseñarais la dignidad de vuestras actitudes, la elegancia de vuestra ausencia, la quietud de vuestras lamentaciones. Hay días en que siento que la pobreza es la llave maestra de la humildad; otros en cambio siento emociones intensas acerca de la injusticia igualitaria (porque la idea de justicia no es una y sola. Hay una justicia que apela a la igualdad entre iguales, es decir una igualdad entre ricos o entre tenderos o entre sacerdotes que está en franca oposición con la justicia humanitaria que apela a la igualdad entre los seres humanos sea cual sea su condición).
Yo soy pobre en palabras. Mis cantos tienen más de persecución de meta que más que acercarse siempre se aleja. Y por ser pobre en elocuencia os deseo que un rapsoda –que en una de sus antiguas acepciones tiene el sentido de zurcidor- sepa hilvanar con hermosos hilos el discurso de vuestra humanidad, esa ausencia de odio que tanto se parece a la resignación sin serlo. ¡Yo invoco a Homero a que se deje de monsergas sanguinarias y acuda al alma viva de los que menos tienen para cantar sus hazañas cotidianas: el hijo que lleva los pantalones rotos; la notificación del desahucio, el abandono del hogar con cuatro trapos y una cacerola, acompañados eso sí por otros pobres que enlazados por los brazos intentaron impedir a las Fuerzas del Orden que tirasen la puerta de su hogar y los sacaran a rastras de su refugio; los hijos que hacen un llamamiento desesperado en los puestos de trabajo de sus padres para que les permitan tener vida; el enfermo del pequeño pueblo sin ambulatorio que en la noche siente el miedo de morir como un perro mientras otros, los que se atreven a acusar a los miserables de haber vivido por encima de sus posibilidades, alardean de esquiar en Canadá y de gastarse casi una millonada en confetis para el cumpleaños de uno de los suyos! ¡Yo invoco a Homero a que deje su ceguera y abra los ojos a los que al ser despedidos de su única fuente de alimento, se sienten culpables y rumian en la noche y maldicen el día en que nacieron para que sepan ver a los verdaderos urdidores de su desgracia! Porque si bastante desgracia es trabajar para malvivir peor es aún sentirse responsable de no poder siquiera vivir mal.
Os diría: La tierra es rica y hay para todos. Y no mentiría. Bien sabéis vosotros que no miento. Os pediría: Enseñadme vuestra hidalguía y la paciencia cuando el frío os hace juntaros y fuera nieva y la calefacción está apagada. Enseñadme la caricia en la carencia, el abrazo en la oscuridad, la sonrisa al peque. Enseñadme cómo se regala como única la muñeca encontrada en la basura. Enseñadme cómo se aguantan las lágrimas y la desesperación a la hora de las comidas. Enseñadme vuestro orgullo sin peinetas, vuestra religión sin dios, vuestra fe sin hábitos. Enseñadme esa humanidad que hoy de nuevo, como tantas otras veces en la historia de los hombres, se quiere exterminar.
Ensayo
Tags : ¿De Isaac Alexander? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/03/2013 a las 17:30 | {0}A propósito de The Master, película escrita y dirigida por Paul Thomas Anderson
¿Cuánto, dime tú ¡Oh, Diosa!, habremos de no saber nunca?
¿Está en el mar, turquesa, el secreto? O es en las bolsas de basura, innumerables como las naves de los argivos, donde se encuentra el secreto: somos sujetos de fragilidad.
Un hombre solo siempre será frágil.
Un hombre en grupo aparentará fortaleza.
¿Qué hiciste, ¡Oh, Sócrates!, al descubrir la individualidad (o alma) humana? ¿A qué abismos de creencias -u opiniones- nos lanzaste?
Frágil, ése es el término (y el inicio).
Donde la naturaleza nos enseña de continuo su Fuerza (la fuerza de las olas, la fuerza de las tierras, la fuerza de los aires, las terribles lenguas de los fuegos). Donde, sometidos a la existencia, aciaga, de ser siempre, cada uno, el Primer Hombre (genérico), apenas el tiempo (eso que mata sin ser) nos da su jugo para exprimir en algo lo que el corazón anhela.
¡Oh, Estafadores! Permitidme entenderos y compadecer vuestra instrucción y vuestras alas... rotas.
¡Oh, Estafados! Seguid junto a vuestros Maestros. No os lamentéis nunca del muro ciego, de la congoja en el pecho, del atardecer quemado por Visiones del Cosmos. Nuestra fragilidad nos exculpa de ser audaces.
Porque el ocaso en soledad es menos ocaso.
Porque el descubrimiento en soledad descubre menos.
Porque el amor en soledad es un oximoron.
Si yo pudiera, si en mi vibrara el acero, afirmaría: la vida es esto. Y cerraría los ojos y observaría el miedo pánico a las selvas nocturnas, a la noche del alma (la individualidad). Y diría: ¿Cómo no aterrarse (quedarse sin tierra) ante las jaurías? ¿Cómo no temblar ante la sentencia de la Hembra Implacable, la Adoradora del Grupo, la Generadora de Tribus? Si frágiles y solos, el ser humano implica estar roto.
¿Está en el mar, turquesa, el secreto? O es en las bolsas de basura, innumerables como las naves de los argivos, donde se encuentra el secreto: somos sujetos de fragilidad.
Un hombre solo siempre será frágil.
Un hombre en grupo aparentará fortaleza.
¿Qué hiciste, ¡Oh, Sócrates!, al descubrir la individualidad (o alma) humana? ¿A qué abismos de creencias -u opiniones- nos lanzaste?
Frágil, ése es el término (y el inicio).
Donde la naturaleza nos enseña de continuo su Fuerza (la fuerza de las olas, la fuerza de las tierras, la fuerza de los aires, las terribles lenguas de los fuegos). Donde, sometidos a la existencia, aciaga, de ser siempre, cada uno, el Primer Hombre (genérico), apenas el tiempo (eso que mata sin ser) nos da su jugo para exprimir en algo lo que el corazón anhela.
¡Oh, Estafadores! Permitidme entenderos y compadecer vuestra instrucción y vuestras alas... rotas.
¡Oh, Estafados! Seguid junto a vuestros Maestros. No os lamentéis nunca del muro ciego, de la congoja en el pecho, del atardecer quemado por Visiones del Cosmos. Nuestra fragilidad nos exculpa de ser audaces.
Porque el ocaso en soledad es menos ocaso.
Porque el descubrimiento en soledad descubre menos.
Porque el amor en soledad es un oximoron.
Si yo pudiera, si en mi vibrara el acero, afirmaría: la vida es esto. Y cerraría los ojos y observaría el miedo pánico a las selvas nocturnas, a la noche del alma (la individualidad). Y diría: ¿Cómo no aterrarse (quedarse sin tierra) ante las jaurías? ¿Cómo no temblar ante la sentencia de la Hembra Implacable, la Adoradora del Grupo, la Generadora de Tribus? Si frágiles y solos, el ser humano implica estar roto.
Fue su intención pasada la primera media hora. No antes. En su quietud pensó, Meditar es observar sin fijarse e inmediatamente indagó en un continuum que no le atañía si sería mejor quitar el reflexivo se al verbo fijar y concluir entonces que, Meditar es observar sin fijar. Terminó en todo caso por considerar que Meditar es observar sin fijarse completaba mejor la idea que había surgido de un muro rojo que se ponía delante de sus ojos de repente. Delante de sus ojos ciegos. Queremos decir de sus ojos cerrados. Abiertos sus ojos sí ven o creen ver. En ese observar sin fijarse observó a su hermana parada en un semáforo, a su madre levantándose con dificultad de una cama antiquísima, también observó el vuelo de un mirlo entre unos arbustos al que perseguía un perro más bien pequeño y más bien blanco y negro; observó sin fijarse el frío en las montañas coronadas -a modo de jaspe- por una nieve más bien avara, observó su lucha por no fijarse en la mujer a la que deseaba, por no fijarse en su coño, que no se bajara las bragas y se abriera ante él un mundo húmedo y unos muslos torneados; observó cómo dejó de luchar y cómo la mujer ponía el culo en pompa; observó la cercanía del negro con tintes circulares de luz, también la anatomía olorosa de algo que pasó y el terror a verse echado de su mundo por su propia indulgencia para consigo mismo; de nuevo el muro rojo y unas lentas y profundas inspiraciones le favorecieron observar la nada un instante, sólo un instante hasta que se dio cuenta de que la nada estaba y por lo tanto había dejado de estar; observó el dolor en la pierna izquierda y supo mantenerlo en observación, sin fijarse en él y deambuló por una ciudad y unas luces y por un encuentro y unas palabras que al momento siguiente quiso recordar y no pudo. No vamos a incidir en las imágenes eróticas que observaba. Eran hermosas aunque él las rechazara. Era ese momento en que quería dirigir el pensamiento. Dirigir, digámoslo sin tapujos, la meditación. Era el momento inconsciente de las grandes esperanzas: una iluminación, una navegación por un mar calmo de ideas y pasiones; un llegar sin atracar. Seguir. Y que su mente elaborara formas simbólicas: la colocación de la mano, la dirección de la mirada, la flor del loto, la serpiente cósmica, el monstruo de los Cabellos Pegajosos... entonces sonó la media hora. Ahí tendría que haberse detenido. Abrir los ojos. Volver al mundo. Decirse, Lo has hecho bien. Venga, mañana otra vez y ponerse con su diario vivir. No fue así. Decidió seguir con los ojos cerrados, las piernas cruzadas, las manos con las palmas hacia arriba apoyadas en los muslos, la cabeza inclinada cuarenta y cinco grados y la respiración lenta y honda. Entonces el muro rojo se preñó de puntitos negros y se fue acercando a su rostro hasta casi arañarle las mejillas. Sintió una emoción muy viva, creía estar muy cansado, al borde del desfallecimiento, vinieron imágenes de sándalo y largartijas, la huella de un tornero en un desierto y voz del muhecín invitando a fumar hachis; inspiró de nuevo la contingencia; inspiró con anhelo la espera; inspiró con las costillas el apaciguamiento y dejó que las corrientes se hicieran las dueñas de un juego de pelota; el dolor de la pierna izquierda adquiría forma de agujas. Observó la caricia de la mujer. Observó cómo se recostaba en la cama y se dejaba. Observó cómo la observaba. Creyó intuir que fuera de aquella habitación nevaba. Sonaba el tiempo. Observó sin fijarse en el discurso que pronunciaba. Apenas podía distinguir el brillo de unas gafas en el auditorio. Tras él una gran orquesta y un coro vestido de blanco. Inspiró de nuevo. Repitió una frase que no significa nada. Supo que la repetía una y otra vez. Se quedó en ella. Podríamos decir que la saboreó un rato. Sabe que volvió un instante la nada. Supo que tenía que abrir los ojos. Volver al mundo. Iniciar su jornada. Y lo hizo. Y sintió un cansancio universal como si a sus espaldas se hubieran subido cien bueyes listos para el holocausto. A duras penas llegó hasta su cama. No recuerda cómo se echó una manta por encima. No recuerda cuándo se quedó dormido. Aún duerme. Aún, aún duerme.
Lo he decidido.
Esta mañana.
Entre los copos de nieve.
Siguiendo con la lengua fuera a mi perro. Agarrado a él.
Voy a amarte.
Como si fueras la Madre Tierra.
Te tendré frente a mí y besaré tu frente.
La tarde entonces.
El alba entonces.
Un Fuego de San Telmo y una caricia.
Voy a amarte.
Tendida.
Desnuda.
Abierta.
Tu boca.
La almohada.
La mano.
Tu espalda.
Las nalgas.
Tu pubis.
Mi verga.
Mis manos.
Mis nalgas.
Mi espalda.
Mis labios. Tus labios.
Tus dientes. Mis dientes.
Voy a amarte.
Terriblemente.
Con la locura de un hombre maduro.
Con la vehemencia del que acaba de atravesar el desierto.
Con la ilusión de la cometa surcando el aire, cerca del cielo.
El velo de mi paladar en la punta de tu lengua.
Nuestros pasos al pasar la alameda.
El sonido del río y el deshielo.
La cumbre.
La comida y la sonrisa.
La comida y tu pecho.
La comida y mi pecho.
Voy a amarte sin desvelos.
Voy a amarte como pinche de cocina
y como grumete viejo.
Y saltaré a la comba.
Y desafiaré a la alcoba.
Y supondré el futuro.
Y me sentiré el héroe del manantial
donde ahora te miras y peinas tu cabello.
Voy a amarte
este veintiocho de febrero
y mañana cuando sea marzo
te amaré de nuevo.
Esta mañana.
Entre los copos de nieve.
Siguiendo con la lengua fuera a mi perro. Agarrado a él.
Voy a amarte.
Como si fueras la Madre Tierra.
Te tendré frente a mí y besaré tu frente.
La tarde entonces.
El alba entonces.
Un Fuego de San Telmo y una caricia.
Voy a amarte.
Tendida.
Desnuda.
Abierta.
Tu boca.
La almohada.
La mano.
Tu espalda.
Las nalgas.
Tu pubis.
Mi verga.
Mis manos.
Mis nalgas.
Mi espalda.
Mis labios. Tus labios.
Tus dientes. Mis dientes.
Voy a amarte.
Terriblemente.
Con la locura de un hombre maduro.
Con la vehemencia del que acaba de atravesar el desierto.
Con la ilusión de la cometa surcando el aire, cerca del cielo.
El velo de mi paladar en la punta de tu lengua.
Nuestros pasos al pasar la alameda.
El sonido del río y el deshielo.
La cumbre.
La comida y la sonrisa.
La comida y tu pecho.
La comida y mi pecho.
Voy a amarte sin desvelos.
Voy a amarte como pinche de cocina
y como grumete viejo.
Y saltaré a la comba.
Y desafiaré a la alcoba.
Y supondré el futuro.
Y me sentiré el héroe del manantial
donde ahora te miras y peinas tu cabello.
Voy a amarte
este veintiocho de febrero
y mañana cuando sea marzo
te amaré de nuevo.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/03/2013 a las 20:07 | {0}