A César
El hombre embrujado por John Tenniel
A veces ese veneno entra y llega hasta las palabras y quizá eso sea así porque tan sólo las palabras sean el antídoto contra el tósigo.
No lo sé (no puedo afirmar con contundencia).
El veneno es el daño. Podría escribir una larga serie de palabras que definirían este daño y sin embargo sólo la palabra daño es lo suficientemente inocente y lo suficientemente certera como para definirlo.
La analogía sería también buena (y entonces se podría escribir una novela o componer una partitura o pintar un cuadro).
Sólo siento que, en ocasiones, la única manera de destilar el tósigo es hablar. Hablar con quien te quiere. Hablar con quien te escucha. Hablar con quien, con todas las cautelas, confía en ti porque sabe de ti. Hablar con quien, si es necesario, opondrá buenas razones a las tuyas propias no con un afán de negar sino con la intención de aportar.
Las palabras -el antídoto- produce convulsiones, vómitos, fiebres, sudores fríos, desgarros y dolores y muy fuerte tiene que ser el amigo que junto a tu lecho te escucha para no dejarse invadir por los olores nauseabundos que el veneno expele y el antídoto elimina.
Envenenado. Sí. Tengo el antídoto y quien me permite suministrármelo.
Soy un hombre afortunado.
No lo sé (no puedo afirmar con contundencia).
El veneno es el daño. Podría escribir una larga serie de palabras que definirían este daño y sin embargo sólo la palabra daño es lo suficientemente inocente y lo suficientemente certera como para definirlo.
La analogía sería también buena (y entonces se podría escribir una novela o componer una partitura o pintar un cuadro).
Sólo siento que, en ocasiones, la única manera de destilar el tósigo es hablar. Hablar con quien te quiere. Hablar con quien te escucha. Hablar con quien, con todas las cautelas, confía en ti porque sabe de ti. Hablar con quien, si es necesario, opondrá buenas razones a las tuyas propias no con un afán de negar sino con la intención de aportar.
Las palabras -el antídoto- produce convulsiones, vómitos, fiebres, sudores fríos, desgarros y dolores y muy fuerte tiene que ser el amigo que junto a tu lecho te escucha para no dejarse invadir por los olores nauseabundos que el veneno expele y el antídoto elimina.
Envenenado. Sí. Tengo el antídoto y quien me permite suministrármelo.
Soy un hombre afortunado.
Extracto de El Fuego secreto de los filósofos. Patrick Harpur. Editado por Atalanta
Gran Colisionador de Hadrones
... siempre ha existido un aire de misterio alrededor del nacimiento del teatro isabelino y jacobita. Shakespeare y sus contemporáneos parecen haber salido de ninguna parte, al construir, de repente, como de la nada, un brillante conjunto de obras llenas de imágenes incomparables ¿No habrían estado hirviendo lentamente y en secreto, en lo más hondo de la imaginación colectiva, e incubándose, bajo presión, en retortas privadas, antes de salir a la escena pública perfectamente acabadas?
Supongo que los artistas entienden mejor la alquimia, la larga lucha contra materiales indómitos, la fusión de sujeto y objeto en el fuego de la imaginación, el reflejo sincrónico de los mundos interior y exterior. Todos somos conocedores de la desesperación plomiza, de los cambios de humor caprichosos y mercuriales, de la rabia sulfúrica, de fijaciones bloqueadas y evanescencias maníacas, de la negrura de la depresión y de sueños con animales lacerantes, con blancas damas reveladoras y con el sabio niño dorado, el filius philosophorum, hijo de los filósofos, que no es sino otro sinónimo de la Piedra [Filosofal].
La psicología analítica es uno de los campos que abonó la alquimia [...] otro de ellos es la corriente principal de la ciencia empezando por la química, por supuesto, y terminando en la física de partículas.
La traducción y los datos han sido tomados de la edición de Vicente Cristóbal López para la Editorial Gredos
Los versos que en Blues de Madrugada van en cursiva pertenecen a Ovidio y fueron extraídos de Amores, El Arte de Amar, Sobre la cosmética del rostro femenino y Remedio contra el amor. No sé a qué libro pertenece tal o cual verso porque mientras escribía el Blues... iba abriendo el libro al azar y escribía el verso sobre el que mi mirada se posaba.
Ovidio tuvo un sólo trabajo conocido en la política (ésa era la función a la que estaba destinado por familia) el de triunvir capitalis cuyo cometido era el de inspeccionar las cárceles y vigilar la ejecución de las sentencias. Poco tiempo estuvo desempeñándolo. Descubrió que su verdadera inclinación era la poesía y a ella se dedicó.
Todo podría haber transcurrido dentro de los cauces normales en la vida de un romano de la clase ecuestre pero su obra y su vida le llevaron a sufrir un castigo por orden del emperador Augusto: la relegatio a la ciudad de Tomis, en el país de los getas, en el litoral del Mar Negro. Allí, desterrado, escribiría sus Tristes y Pónticas (no sé si este último se podría traducir por Marinas. Si fuera así, me gustaría más). Allí murió tras ocho años de agonía. Ni Augusto, ni Tiberio, ni Germánico revocaron el castigo.
Según se cree (Ovidio siempre fue oscuro en cuanto a los motivos de su destierro) dos fueron las causas de sus desgracia: haber escrito el Ars amatoria y haber visto algo que nunca debió de ver. Lo que vio es conjetura: unos dicen que vio a Julia, la nieta de Octavio Augusto, en actos sexuales (e incluso que Ovidio prestó su casa a la nieta para recibir a uno de sus amantes); otros que vio desnuda a Livia -la mujer de Octavio- en los rituales de la Bona Dea los cuales estaban reservados a las mujeres y otros -sobre todo J. Carcopino en su texto El destierro de Ovidio, poeta neopitagórico- aventuran la idea de que Ovidio pertenecía a esta secta y que por lo tanto asistía a prácticas adivinatorias -actividad ésta prohibida expresamente por el Emperador- y en ellas había visto algo que nunca debió ver.
Viejo y bárbaro (siendo él romano se sentía bárbaro en la tierra de los getas) el mundo jugó con Ovidio y la metamorfosis le llegó y le convirtió, a lo largo de los ocho años de su destierro -fue desterrado a los 52 y murió a los 60-, en una tortuga de gran caparazón, lenta y vieja, sin apenas armas para defenderse del frío escita.
Él amaba Roma, la amaba por encima de todas las cosas y amaba a su tercera mujer. Augusto supo muy bien qué castigo merecía este poeta que cometió un clásico pecado de juventud: narrar con alegría y pasión lo que se desea. Y pecado sólo en un sentido: que descubre al enemigo la debilidad propia.
Los últimos versos de su primera obra conocida, Amores -escrita aproximadamente 30 años antes de su destierro-, son los siguientes: Delicadas elegías, graciosa Musa, obra que se mantendrá viva aún después de cumplirse mi destino.
Ovidio tuvo un sólo trabajo conocido en la política (ésa era la función a la que estaba destinado por familia) el de triunvir capitalis cuyo cometido era el de inspeccionar las cárceles y vigilar la ejecución de las sentencias. Poco tiempo estuvo desempeñándolo. Descubrió que su verdadera inclinación era la poesía y a ella se dedicó.
Todo podría haber transcurrido dentro de los cauces normales en la vida de un romano de la clase ecuestre pero su obra y su vida le llevaron a sufrir un castigo por orden del emperador Augusto: la relegatio a la ciudad de Tomis, en el país de los getas, en el litoral del Mar Negro. Allí, desterrado, escribiría sus Tristes y Pónticas (no sé si este último se podría traducir por Marinas. Si fuera así, me gustaría más). Allí murió tras ocho años de agonía. Ni Augusto, ni Tiberio, ni Germánico revocaron el castigo.
Según se cree (Ovidio siempre fue oscuro en cuanto a los motivos de su destierro) dos fueron las causas de sus desgracia: haber escrito el Ars amatoria y haber visto algo que nunca debió de ver. Lo que vio es conjetura: unos dicen que vio a Julia, la nieta de Octavio Augusto, en actos sexuales (e incluso que Ovidio prestó su casa a la nieta para recibir a uno de sus amantes); otros que vio desnuda a Livia -la mujer de Octavio- en los rituales de la Bona Dea los cuales estaban reservados a las mujeres y otros -sobre todo J. Carcopino en su texto El destierro de Ovidio, poeta neopitagórico- aventuran la idea de que Ovidio pertenecía a esta secta y que por lo tanto asistía a prácticas adivinatorias -actividad ésta prohibida expresamente por el Emperador- y en ellas había visto algo que nunca debió ver.
Viejo y bárbaro (siendo él romano se sentía bárbaro en la tierra de los getas) el mundo jugó con Ovidio y la metamorfosis le llegó y le convirtió, a lo largo de los ocho años de su destierro -fue desterrado a los 52 y murió a los 60-, en una tortuga de gran caparazón, lenta y vieja, sin apenas armas para defenderse del frío escita.
Él amaba Roma, la amaba por encima de todas las cosas y amaba a su tercera mujer. Augusto supo muy bien qué castigo merecía este poeta que cometió un clásico pecado de juventud: narrar con alegría y pasión lo que se desea. Y pecado sólo en un sentido: que descubre al enemigo la debilidad propia.
Los últimos versos de su primera obra conocida, Amores -escrita aproximadamente 30 años antes de su destierro-, son los siguientes: Delicadas elegías, graciosa Musa, obra que se mantendrá viva aún después de cumplirse mi destino.
La sábana recuerda un mapa de una gran planicie
Dos jóvenes aún eran jóvenes y miraban en rededor tras el beso
Murallas. Incendio. Arrasan.
Y eso que ella echó a mi cuello sus brazos de marfil
Hay un destierro que está dentro. No hace falta atravesar un mar
ni acabar en un litoral bárbaro rodeado de añoranza.
¡Ve ahora y duda en soportar lo que él soportó!
La maraña en la mañana se desenredó
Abajo los silbatos de una multitud.
En el cielo cirros
En el mundo subterráneo un alma en pena
busca la vena que le vuelva mortal.
Sé propicia y presta atención a mis súplicas
o bien entiende que lo que el texto dice
es que el culto a Isis se realizaba
en los mismos lugares que el de Cibeles.
Me sería de provecho sacar a pasear la sombra
soltar unos montes por mi boca
y esconderme de un rostro hermoso.
¿Qué buscan los sagrados poetas
sino fama tan sólo?
Yo sólo busco un blues de madrugada
cuando la estrella alba bosteza rojo.
Dos jóvenes aún eran jóvenes y miraban en rededor tras el beso
Murallas. Incendio. Arrasan.
Y eso que ella echó a mi cuello sus brazos de marfil
Hay un destierro que está dentro. No hace falta atravesar un mar
ni acabar en un litoral bárbaro rodeado de añoranza.
¡Ve ahora y duda en soportar lo que él soportó!
La maraña en la mañana se desenredó
Abajo los silbatos de una multitud.
En el cielo cirros
En el mundo subterráneo un alma en pena
busca la vena que le vuelva mortal.
Sé propicia y presta atención a mis súplicas
o bien entiende que lo que el texto dice
es que el culto a Isis se realizaba
en los mismos lugares que el de Cibeles.
Me sería de provecho sacar a pasear la sombra
soltar unos montes por mi boca
y esconderme de un rostro hermoso.
¿Qué buscan los sagrados poetas
sino fama tan sólo?
Yo sólo busco un blues de madrugada
cuando la estrella alba bosteza rojo.
Rocky Marciano
Pobre iluminación. Aparatos extrañamente feos (no sé cuál es exactamente mi criterio estético con respecto a la belleza de los aparatos). Un argumento sobre la pista naïf y triste. Un sonido sucio. Unos números circenses imagino que complicados. La lectura posterior de unos de los asistentes al espectáculo, Habla sobre el peso de la carne. Sobre la dificultad de seguir con los números teniendo el cuerpo ya castigado por el paso de los años. Todo me parece una metáfora.
Entre los asistentes estaba una antigua amante. El tiempo que nos quisimos disfrutamos mucho. Hacía años que no la veía. La descubrí de una forma curiosa: había dejado apoyado el bastón en el murete de la barra de la cafetería del Teatro Circo Price. El bastón se escurrió y cayó. Una mujer que estaba de espaldas se giró y me lo dio. Yo le dije, Gracias Lidia y ella me respondió, De nada Fernando... como si nos hubiéramos visto ayer. Sonreímos, ella se giró y siguió hablando con su gente (no volvimos a cruzarnos la palabra en toda la noche. Sólo al final nos dimos un par de besos).
Me encontré con otros compañeros de profesión a los que hacía tiempo que no veía. A Roberto Cerdá con el que escribí una adaptación de una obra de Stanislav Lem (que ya no recuerdo cómo se llama) y un guión de cine que nunca llegó a rodarse; a Fernando Romo director y actor de Guadalajara al que dirigí en uno de mis programas de radio, Sabático, y con el que trabajé como adaptador y ayudante de dirección en La Leyenda del Santo Bebedor, dirigida por él. O Daniel Moreno actual regidor del Circo Price un hombre del que siempre me gustó su mirada. Y al salir estuvimos, Pilar y yo, hablando un rato con Javier Ocaña, el crítico de teatro de El País, al que conozco desde los años ochenta cuando ambos escribíamos para una revista llamada Teatra y del que siempre me gustan sus críticas por el cariño y respeto con que suele escribir de los montajes.
Pilar y yo nos fuimos solos. Nos sentamos en una terraza del barrio de Lavapies y charlamos sobre el circo y sus luces, con algo de nostalgia, sin ninguna esperanza.
La de anoche será una noche amada.
Entre los asistentes estaba una antigua amante. El tiempo que nos quisimos disfrutamos mucho. Hacía años que no la veía. La descubrí de una forma curiosa: había dejado apoyado el bastón en el murete de la barra de la cafetería del Teatro Circo Price. El bastón se escurrió y cayó. Una mujer que estaba de espaldas se giró y me lo dio. Yo le dije, Gracias Lidia y ella me respondió, De nada Fernando... como si nos hubiéramos visto ayer. Sonreímos, ella se giró y siguió hablando con su gente (no volvimos a cruzarnos la palabra en toda la noche. Sólo al final nos dimos un par de besos).
Me encontré con otros compañeros de profesión a los que hacía tiempo que no veía. A Roberto Cerdá con el que escribí una adaptación de una obra de Stanislav Lem (que ya no recuerdo cómo se llama) y un guión de cine que nunca llegó a rodarse; a Fernando Romo director y actor de Guadalajara al que dirigí en uno de mis programas de radio, Sabático, y con el que trabajé como adaptador y ayudante de dirección en La Leyenda del Santo Bebedor, dirigida por él. O Daniel Moreno actual regidor del Circo Price un hombre del que siempre me gustó su mirada. Y al salir estuvimos, Pilar y yo, hablando un rato con Javier Ocaña, el crítico de teatro de El País, al que conozco desde los años ochenta cuando ambos escribíamos para una revista llamada Teatra y del que siempre me gustan sus críticas por el cariño y respeto con que suele escribir de los montajes.
Pilar y yo nos fuimos solos. Nos sentamos en una terraza del barrio de Lavapies y charlamos sobre el circo y sus luces, con algo de nostalgia, sin ninguna esperanza.
La de anoche será una noche amada.
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Diario
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/06/2010 a las 09:39 | {1}