Escena única
Noche en un polígono industrial a las afueras de un pueblo. Una farola de luz naranja ilumina un pequeño desguace de maquinaria pesada. En el centro del desguace un tractor que aún se mantiene completo. Dentro del tractor Verónica fuma un cigarrillo. Verónica es una mujer de cuarenta y cinco años, delgada, ajada. Está pintarrajeada. Tiene el peinado alborotado. Su cabello está teñido de rojo. Viste unas mallas grises y un top rojo.
De entre los hierros del fondo del escenario aparece Vito con un alimentador de un John Deere. Vito tiene 32 años. Lleva la cabeza totalmente afeitada. Es delgado como un junco. Puro nervio. Viste unas bermudas, una camiseta de tirantes y unas zapatillas deportivas.
Vito llega hasta el tractor. Se apoya en la parte delantera y empieza a manipular el alimentador.
VITO:
¡Hostia mi puta vida! Es que he hacido de pie. ¡Me cago en la hostia! ¡Que me va a servir! Y me voy a ahorrar unos buenos boniatos. (Sopla el filtro) ¡Niquelao! ¡Eh, tú, pelirroja, ya nos las podemos pirar!
Verónica sigue fumando dentro del tractor. No responde.
VITO:
No te calientes la mollera. Que no ha sido nada. Se me ha ido la mano. Ya está. (Bromea) Si quieres te caliento un poco más la badana. Vamos. Baja de ahí.
Verónica sigue callada y fuma lentamente
VITO: (mientras sigue examinando la pieza y de espaldas a Verónica)
No me hagas subir que te arranco las bragas y te depilo el coño a mordiscos (Ríe su propia gracia). Que me conoces. Que me pongo nervioso. Que me tocas los cojones y a mí no es bueno tocarme los cojones... lo sabes, Vero, lo sabes... y a ti te gusta mucho tocarme los cojones... te mola... que te mola... y a mí por ahí no... por ahí no... a mí nadie me la mete por el culo y menos una como tú... te estoy pidiendo perdón... y yo sólo pido perdón una puta vez...
De entre los hierros del fondo del escenario aparece Vito con un alimentador de un John Deere. Vito tiene 32 años. Lleva la cabeza totalmente afeitada. Es delgado como un junco. Puro nervio. Viste unas bermudas, una camiseta de tirantes y unas zapatillas deportivas.
Vito llega hasta el tractor. Se apoya en la parte delantera y empieza a manipular el alimentador.
VITO:
¡Hostia mi puta vida! Es que he hacido de pie. ¡Me cago en la hostia! ¡Que me va a servir! Y me voy a ahorrar unos buenos boniatos. (Sopla el filtro) ¡Niquelao! ¡Eh, tú, pelirroja, ya nos las podemos pirar!
Verónica sigue fumando dentro del tractor. No responde.
VITO:
No te calientes la mollera. Que no ha sido nada. Se me ha ido la mano. Ya está. (Bromea) Si quieres te caliento un poco más la badana. Vamos. Baja de ahí.
Verónica sigue callada y fuma lentamente
VITO: (mientras sigue examinando la pieza y de espaldas a Verónica)
No me hagas subir que te arranco las bragas y te depilo el coño a mordiscos (Ríe su propia gracia). Que me conoces. Que me pongo nervioso. Que me tocas los cojones y a mí no es bueno tocarme los cojones... lo sabes, Vero, lo sabes... y a ti te gusta mucho tocarme los cojones... te mola... que te mola... y a mí por ahí no... por ahí no... a mí nadie me la mete por el culo y menos una como tú... te estoy pidiendo perdón... y yo sólo pido perdón una puta vez...
Guardará el brillo. La carretera se irá haciendo estrecha y así se hará más ancha. Porque hay en lo estrecho la esencia de lo ancho (al contrario sería la evidencia). Guardará el brillo. El brillo no suele estar en los ojos sino en los músculos faciales. Respirará cuantas veces sea necesario y sin dios como es, sin creencia ninguna en nada que no se pueda expresar, mirará la estrechez como la esencia de la anchura. Volverá a los libros antiguos, ahora que un respiro le permite abrir la boca sin el ceño fruncido y sí, brilla, brilla.
Guardará una risa. Guardará un silencio. Guardará la comprensión. No está desnudo. Cuando vaya al mercado mirará lo que nunca mira (en los estantes de abajo, en los estantes de arriba, en los lugares escondidos, donde menos llega la luz); se detendrá ante la palidez y la resignación de aquellas mujeres que aún con todo mantienen la dignidad (mujeres antiguas, mujeres que cubrían las espaldas). Guardará un primer o segundo abrazo. Ese abrazo que es el primero o el segundo y que por estar en ese orden de abrazos tienen una intensidad que lentamente se va perdiendo (es cierto que en ocasiones, tras muchos abrazos, alguno puede volver a ser como el primero o el segundo y de inmediato pensamos, Este abrazo ha sido como el primero). No hay perdiz que marear y sí hay un camino por delante (no es interesante si es largo o es corto; sí lo es si es hermoso, arriesgado, sorprendente, matizado aunque el camino se encuentre en el desierto más monótono de la tierra).
Guardará una debilidad ¡Cuánto dicen de nosotros! Y la guardará no para aprovecharse de ella sino para recordar cuánto de frágil hay en nuestra condición y porque es esa conciencia de la fragilidad propia y ajena lo que más le acerca a la bondad. Sí -piensa como Spinoza- la felicidad es bondad.
No va a luchar contra la nostalgia (como siempre hermosamente definida por el poeta Raúl Morales García) -si clicas sobre el texto en verde irás a su página y su definición- ni tampoco contra la rabia o la incomprensión o la pereza y menos aún contra el miedo, el gran paralizador. Ni siquiera lo hará sobre cuál sea el verdadero objeto de esa nostalgia y las demás emociones consignadas. Guardará esos sentimientos como oro en paño. Sólo sentir es ya brillo.
Guardará el hueso del primer mango que probó.
Guardará la primera vez que fue en la parte trasera de una furgoneta -sin techar- entre amplios campos de marihuana.
Guardará el tacto de la pierna de la primera muchacha y los dos primeros versos que escribió que realmente le gustaron, Un zapato viejo/ por un circo de estrellas rodeado.
No es nieve lo que ahora espera. Ni tampoco un gran vendaval. En la constancia de estos años, en su única constancia, encuentra el propio premio que no tiene premio, ni cantidad ninguna de nada, ni diploma, ni banda de color, ni público, ni placa.
Guardará su forma bajo una sábana de hilo de Holanda.
Guardará la felicidad del amigo.
Guardará la brazada.
Abrazado a este mundo inconstante. Porque intuye que hoy no se repetirá nunca.
Guardará una risa. Guardará un silencio. Guardará la comprensión. No está desnudo. Cuando vaya al mercado mirará lo que nunca mira (en los estantes de abajo, en los estantes de arriba, en los lugares escondidos, donde menos llega la luz); se detendrá ante la palidez y la resignación de aquellas mujeres que aún con todo mantienen la dignidad (mujeres antiguas, mujeres que cubrían las espaldas). Guardará un primer o segundo abrazo. Ese abrazo que es el primero o el segundo y que por estar en ese orden de abrazos tienen una intensidad que lentamente se va perdiendo (es cierto que en ocasiones, tras muchos abrazos, alguno puede volver a ser como el primero o el segundo y de inmediato pensamos, Este abrazo ha sido como el primero). No hay perdiz que marear y sí hay un camino por delante (no es interesante si es largo o es corto; sí lo es si es hermoso, arriesgado, sorprendente, matizado aunque el camino se encuentre en el desierto más monótono de la tierra).
Guardará una debilidad ¡Cuánto dicen de nosotros! Y la guardará no para aprovecharse de ella sino para recordar cuánto de frágil hay en nuestra condición y porque es esa conciencia de la fragilidad propia y ajena lo que más le acerca a la bondad. Sí -piensa como Spinoza- la felicidad es bondad.
No va a luchar contra la nostalgia (como siempre hermosamente definida por el poeta Raúl Morales García) -si clicas sobre el texto en verde irás a su página y su definición- ni tampoco contra la rabia o la incomprensión o la pereza y menos aún contra el miedo, el gran paralizador. Ni siquiera lo hará sobre cuál sea el verdadero objeto de esa nostalgia y las demás emociones consignadas. Guardará esos sentimientos como oro en paño. Sólo sentir es ya brillo.
Guardará el hueso del primer mango que probó.
Guardará la primera vez que fue en la parte trasera de una furgoneta -sin techar- entre amplios campos de marihuana.
Guardará el tacto de la pierna de la primera muchacha y los dos primeros versos que escribió que realmente le gustaron, Un zapato viejo/ por un circo de estrellas rodeado.
No es nieve lo que ahora espera. Ni tampoco un gran vendaval. En la constancia de estos años, en su única constancia, encuentra el propio premio que no tiene premio, ni cantidad ninguna de nada, ni diploma, ni banda de color, ni público, ni placa.
Guardará su forma bajo una sábana de hilo de Holanda.
Guardará la felicidad del amigo.
Guardará la brazada.
Abrazado a este mundo inconstante. Porque intuye que hoy no se repetirá nunca.
Hay días -establece P.- que es una gloria comprar siete tomates y un pepino bien hermoso. Puede que el calor acobarde y que la ausencia de lo que estuvo presente se haga dopamínicamente evidente. En este andar a ciegas -establece P.- el desequilibrio no supone necesariamente una amenaza. Por ejemplo dormir con una sábana encima o saber que hay lugares muy pijos donde se ofrecen unos manjares fuera del alcance del común de los mortales. La vida -en esta quietud, en esta monotonía- tiene la gracia de la respuesta del abuelo a la nieta, La vida es lo mismo que cuando te empiezan a hacer cosquillas que al principio dices, No, no, no y al final dices, Más, más, más. Por eso P. sabe que no debe maldecir sino ensalzar mediante el recuerdo de la compra de siete tomates, un pepino hermoso, dos barras de pan y una cerveza la cadencia extraña de vivir y saber que todo el oro del mundo vino del espacio exterior y que toda la pesadumbre que nos aflija tiene un componente importantísimo de electro-química. Establece P. cierta resignación en su meditación y un mucho de compasión para con lo que está sintiendo. Se dice a sí mismo que ha sido un milagro haber podido dejar bien lustrosa la zapatilla deportiva izquierda que llevaba un tiempo con unas manchas en el empeine que le provocaban cierta vergüenza al calzarla. Fue ayer cuando decidió coger el detergente y el estropajo y frotar -suavemente- durante un espacio de tiempo que podríamos calificar de dilatado. El resultado fue que las manchas desaparecieron casi al setenta por ciento -setenta por ciento es el porcentaje que establece P.- lo que de por sí era ya un triunfo con respecto a la suciedad y ahora (ayer de hecho) se calza la zapatilla izquierda con la misma naturalidad con que lo hace con la derecha. No por ello -reconoce P.- deja de tener hoy unas ganas constantes de desahogarse. También al mismo tiempo se pregunta -porque P. siempre establece por oposición como si necesitara el diálogo con otro al modo mayeútico para concretarse en la idea- el por qué de esta congoja y ahí es donde nace la idea electro-química y cierta sensación de injusticia del mundo y de asco hasta el punto que está pensando muy seriamente dejar de comer animales. La sensación de asco del mundo le ha brotado en las entrañas cuando ha leído que un cazador ha matado a Cecil -el león más querido de Zimbabue- por el módico precio de 50.000 €. A Cecil lo engañaron con el cebo de un animal muerto; lo sacaron de la reserva donde vivía a sus anchas, lo asaetearon y tras dos días de agonía lo remataron a balazos. Ese es el asco que siente P. y también genera en él la muerte del león de Zimbabue parte de esta congoja.
Cuando ha llegado a casa P. ha establecido las siguientes prioridades: enfriar la cerveza y los tomates y preguntarse por qué le apena el sacrificio de los animales tanto para el ocio como para la alimentación y no le produce el mismo sentimiento el triturar unos tomates para hacer un buen gazpacho y también investigar qué ocurriría si surgiera este sentimiento de compasión por las hortalizas, si podría llevarle a la muerte por inanición -en caso, establece P., que se volviera un puritano con respecto a su propia moral alimentaria-. Entonces -resuelta la primera de las prioridades- ha decidido encarar la segunda dejando que su mente se concentre resolviendo problemas de ajedrez porque -establece P.- la geometría del tablero y la ilimitada (quizá no infinita) posición de las piezas sobre el mismo son una adecuada analogía del propio laberinto de su ser. Porque sabe -o intuye- que en la aparente serenidad de una posición se suele encontrar una combinación que da al traste con el equilibrio lo que genera una catarsis, una emoción que puede (cierto que es sólo una posibilidad) iluminar una respuesta... una esperanza.
Cuando le suenan las tripas establece P. que es la hora de hacer la comida y decide que dejará que los tomates se sigan refrescando y que cocinará unos huevos fritos con patatas también fritas por mucho que la congoja no le abandona y sabe que hoy es un día para no caer en sensiblerías y sentarse en la sobremesa frente al televisor que es -para él- el gran distractor de la tristeza.
Cuando ha llegado a casa P. ha establecido las siguientes prioridades: enfriar la cerveza y los tomates y preguntarse por qué le apena el sacrificio de los animales tanto para el ocio como para la alimentación y no le produce el mismo sentimiento el triturar unos tomates para hacer un buen gazpacho y también investigar qué ocurriría si surgiera este sentimiento de compasión por las hortalizas, si podría llevarle a la muerte por inanición -en caso, establece P., que se volviera un puritano con respecto a su propia moral alimentaria-. Entonces -resuelta la primera de las prioridades- ha decidido encarar la segunda dejando que su mente se concentre resolviendo problemas de ajedrez porque -establece P.- la geometría del tablero y la ilimitada (quizá no infinita) posición de las piezas sobre el mismo son una adecuada analogía del propio laberinto de su ser. Porque sabe -o intuye- que en la aparente serenidad de una posición se suele encontrar una combinación que da al traste con el equilibrio lo que genera una catarsis, una emoción que puede (cierto que es sólo una posibilidad) iluminar una respuesta... una esperanza.
Cuando le suenan las tripas establece P. que es la hora de hacer la comida y decide que dejará que los tomates se sigan refrescando y que cocinará unos huevos fritos con patatas también fritas por mucho que la congoja no le abandona y sabe que hoy es un día para no caer en sensiblerías y sentarse en la sobremesa frente al televisor que es -para él- el gran distractor de la tristeza.
He desatendido la fe vivamente y tengo miedo, madre. Yo sé que debería calmarme. O reivindicar algo. He perdido la fe. Sé que no quiere confesarme, cubierta como está sólo con la estola. No debería preocuparle en absoluto, madre, su aliento a bromuro apaga cualquier sed erótica que usted pueda pensar que de sí se alberga en mí. No la deseo en absoluto como cuerpo de mujer y casi tampoco como confesora sólo que al pasar por esta iglesia y escuchar junto a la puerta la letanía de un pobre, he sentido la vieja hinchazón en mi barriga, la que me causaba el pecado cuando era niño. Era -entonces, en la edad temprana- tener conciencia de pecado y dejar de cagar hasta que podía descargarme de la culpa en un confesionario. No crea tampoco -esto quiero aclararlo desde el principio- que la pérdida de fe se refiere a ese ser de allá, no, mi pérdida tiene que ver con un alimento: he perdido la fe en el pescado. Fíjese, así, de la noche a la mañana. Porque para mí el pescado -es decir: el pez que se come- tenía en sí una serie de virtudes que lo hacían inagotable en su loor. ¡Cuántas loas, madre, le he hecho yo al pescado! Empecé loando los boquerones cuya pequeñez y sabrosura hacían la delicia de mi boca en las noches de enero, a mitad del curso escolar; aquellos boquerones enharinados y bien fritos me hicieron exclamar una madrugada: De su sabor se nutre el gigante. No, no voy a extenderme ahora en un repaso a todas las loas que hice a boquerones, merluzas, lenguados, rapes, doradas, lubinas, congrios y pescados con nombres locales que si los escribiera podría dar lugar a que usted, oh madre confesora cubiertas sus tetas por la estola, pensara que soy un pedante y nada más lejos de la necesaria humildad de un arrepentido que un pedante -aunque sea de salsas-. Yo amaba el pescado: las texturas de sus carnes, sus olores diversos -incluso lo reconozco los algo elevados de tono- sus esqueletos, las formas de sus cabezas o el vacío en sus ojos una vez muertos; amaba su delicadeza en la boca cuando un pescado está bien hecho y lo bien que enlazaba con un líquido fresco (vino blanco sí pero también una cervecita bien fría para el pescaíto). Tengo anotados grandes momentos con el pescado como acompañamiento; amores y amistades; cementerios y lagares; frente al mar y en la montaña interior. Tampoco le haré una relación de esos sucesos ni introduciré a los mariscos en el término pescado porque entonces la lista de los placeres se haría interminable. Así era; así ha sido siempre. Hasta hoy en que de repente he sentido la necesidad de aislarme del pescado, de que nunca más dialogue mi paladar con él. Ha sido como un destierro sin provocación previa. un capricho, si quiere, madre, un capricho de mis papilas gustativas. Y al sentirlo así, he pensado, de inmediato, sin solución de continuidad, He pecado. Estoy pecando (fíjese en la cercanía fonética entre He pecado y He pescado o entre Estoy pecando y Estoy pescando) lo digo porque a mí no se me pasó. Y esta cercanía sonora me llevó a la hinchazón de vientre y a que lleve más cuatro días sin cagar y quizás haya sido este estreñimiento pecaminoso (menos mal que no existe el término pescaminoso) el que me ha hecho escuchar la letanía del miserable que pedía unos zapatos para sus maltrechos pies en la puerta de su iglesia como una señal de que debía entrar en el templo y ya acogido en sagrado dirigirme a este confesionario. Impóngame una penitencia o llámeme loco. Sólo le pido que no me pida explicaciones de por qué he venido a confesarme en albornoz. Yo no se las voy a pedir sobre por qué cubre su cuerpo únicamente con la estola. Sosiégueme, madre, dígame palabras que me hagan cagar y acaben con esta maldita hinchazón en mi bajo vientre.
Estas venas se están yendo hacia el mar y eso que el mar está muy lejos tan lejos como mi sentido del alma ¿por qué no creo en el alma? ¿por qué me siento tan a gusto dentro de este albornoz? Es la mañana después La mañana valiente ha desafiado a una nube cargada del género de las cumulus y he vuelto a sentirme dichoso entre blancura y tisis y cuando he tosido y el esputo tenía sangre fresca he abierto los brazos y bendecido a la muerte como si fuera la Triple Cerda Nada me retiene aquí La doctora me lo comentaba con una sonrisa tan triste que he estado a punto de levantarme y besarle las mejillas como se hace con las abuelas a las que se ama Amo mi tisis Amo esta destrucción pulmonar que me llevará a la morfina y la tumba He comprado una pequeña parcela mortuoria en un cementerio de un pueblo asturiano donde dicen que los asturcones hollan en las noches de luna nueva la hierba y llegan hasta los huesos de los muertos (mis huesos) y los toman entre sus dientes y se los ofrecen al Roble Grande Ser parte del Roble Grande en el bosque interior Mis huesos que son lo más desnudo de mí Lo que en nada alterará la muerte por mil años que muera Albornoz blanco que me cubre la piel Albornoz ligero Albornoz que podría justificarse a sí mismo como túnica sacerdotal o vestimenta de Vesta Si Venus hubiera surgido de las aguas envuelta en albornoz Boticelli se hubiera vuelto tarumba Abro los brazos ante mi esputo sanguinolento y quisiera toser más quisiera echar el bofe entero masticarme mi propio pulmón quedarme sin aire a base de morderme Satisface la mañana mi canto Hablaré seguro con el alcalde de mi cementerio Le daré instrucciones precisas Porque quiero que me entierren con la tapa del ataud abierta y que se cubra mi rostro con un pañuelo de seda azul que protegió mi cuello del frío en los duros días del penúltimo invierno cuando las aves huían del lago y las hormigas se habían desintegrado en una masa marrón y la serpiente apenas tenía fuerza para hacer daño y las montañas se vestían de blanco para escapar de su propia monotonía y mi llanto se iba conformando en un apreciable espasmo intercostal que llegó a distenderme los músculos y me provocó un dolor exquisito Quiero que el sepulturero cubra delicadamente si fuera posible mi rostro inerte para que cuando los caballos accedan a mis huesos faciales se los encuentren cubiertos con pañuelo de dama en justa con recuerdo de los días de frío del muerto que estuvo vivo echando la sangre por las baldosas de su único baño en una mañana brava que no temía a la gran nube ni a la mar lejana y quiero que bajo mis pies como cojinete repose mi albornoz prenda insustituible y cuando las cuerdas vayan marcando mi último descenso se escuchen las notas de un banjo que en batalla carnal con el bosque y sus sonidos deje caer como si nada un pulsar la vida como yo la pulsé esputo a esputo sangre a sangre trozo de pulmón a trozo de pulmón y cuando repose en la tierra dejaré escrito que la más vieja del lugar previa soldada generosa coja un puñado de la tierra y lo dirija con precisión a las gónadas que sean mis gónadas las primeras en recibir el premio de la tierra y que luego me dejen sin derramar lágrima ninguna para que yo pueda esperar en calma la llegada de los caballos
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Teatro
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/07/2015 a las 18:41 | {0}