Vigésimo quinto día
Olmo:
Yo nunca te he querido. Ahora te lo puedo decir porque ya eres mayorcito y porque a mí no me queda mucho tiempo. Y quería que lo supieras para que te liberes de una vez de mí que no he sido una madre nunca y siempre me he enorgullecido de mi condición de mujer.
Jamás te quise como hijo mío -de hecho nunca te llamé hijo o hijito- ni tampoco como hombre ni siquiera como persona. Me has sido siempre absolutamente indiferente y siendo esto así te preguntarás por qué te cuidé y te alimenté y te vestí. La respuesta está en dos causas: la segunda es mi profesión: soy enfermera y me juré cuidar a los enfermos y tú para mí has sido un enfermo crónico en mi vida.
Para entender la primera necesitas conocer una parte de mi vida. Una de mis más claras certidumbres es que el poder más grande que tiene una mujer -y por lo tanto el poder mayor de un ser humano, es decir, de un mamífero- es el sexo. Nosotras inventamos el sexo para que el macho volviera de su labor de caza y nos alimentara a nosotras y a nuestras crías. Esto es así y ya no hay tiempo para que nadie me lo quite de la cabeza. Los hombres no podéis entender el sexo en toda su enormidad. Sois, como mucho, factotum del sexo pero no sus creadores. Sólo que un poder tan grande tiene como condena el frenesí y como consecuencia la falta de control. Cuando una mujer conoce a un macho que satisface su sexualidad como no cabía esperar, se produce una adicción tan natural que somos capaces de hacer las mayores locuras. Eso fue lo que me pasó con el hombre que me preñó de ti. Era una bestia en la cama. Nunca jamás hombre alguno supo penetrarme, tocarme, acariciarme, hacerme daño, suplicarme y lamerme como aquél. Y nunca mi sexualidad se desarrolló tan libre y salvaje como con él y así lo hice mío, lo hice gozar hasta que aulló, lo mantuve sediento de mí y luego dejé que se hartara hasta que, desfallecido, lloraba y me suplicaba que le diera algo que volviera a empalmar su polla para no dejar de estar dentro de mí nunca.
Algunas llaman a esto amor. Yo lo llamo naturaleza. Estaba convencida de que aquel hombre iba a ser mío porque yo iba a ser capaz de encadenarlo a mí. Por mi profesión nunca he creído en el amor. La idea del amor es probablemente un invento occidental. Yo he visto las mayores traiciones ante la enfermedad del hasta ayer amado; he visto abandonos, he visto suplicas y también he visto el horror del cobarde que sabe que no va a ser capaz de abandonar al enfermo aún sabiendo que a partir de ese momento su vida se va a convertir en una muerte diaria.
Me quedé preñada para hacerlo mío, sencillamente. Calculé que no sería capaz de negarse a mí y al fruto de nuestra pasión. Estaba ciega. Y aquel hombre una tarde dejó de venir y la siguiente tampoco vino y no vino nunca más. El poder emborracha, Olmo. A mí me emborrachó y aposté demasiado fuerte.
Claro que pensé en abortarte. Sólo que una noche en que ardía en deseos de verle, intuí que quizá nacieras parecido a él; pensé que con el paso de los años te irías pareciendo más y más a él y al llegar a la juventud sería como tenerlo otra vez a mi lado y si lo hacía bien, si esta vez controlaba mi poder, quizá podría guiarte hacia mí y hacerte mío como creí haberlo hecho con él. Por eso naciste.
Mi horror -si fuera creyente, diría mi condena- lo empecé a intuir al quinto mes de tu nacimiento cuando me di cuenta de que eras idéntico a mí; eras una Wislawa en niño porque tu pelo tendría que haber sido rojo, tus ojos tendrían que haber sido verdes, tu boca gruesa, tus huesos largos, tu pies finos y tu polla gorda; pero naciste moreno como yo, con los oscuros como yo, y los huesos anchos y los pies pequeños y tu polla cuando se empalmaba tenía la languidez del junco y aun así -tonta de mí- me dije que debía esperar unos años porque los niños a veces empiezan pareciéndose a uno y luego acaban pareciéndose al otro.
No fue así. Lo años pasaron y verte era como verme cuando era niña y te empecé a detestar porque nada de ti me recordaba a él. Ni siquiera cuando la nariz se te conformó. Ni ella se parecía a la de él.
Entre tus siete y once años, abrigué una nueva esperanza: que tu carácter fuera el suyo. Que tuvieras esa fuerza que él tenía, que fueras ingenioso, divertido, extrovertido y algo canalla; que dominaras el arte de la ironía y supieras como embelesar a cualquiera; que fueras osado y sanguíneo... y fuiste y eres pusilánime, cobarde, tímido y hosco. El día que abandoné toda esperanza fue un mediodía que llegaste del colegio y yo estaba en casa; un poco antes le había estado comiendo la polla a un agregado de la embajada española en Tirana -por cierto tu padre no era diplomático- y se acababa de marchar. Yo estaba desnuda, con las piernas abiertas. Oí la cerradura y cerré los ojos haciéndome la dormida. Tú te acercaste y durante un momento te quedaste quieto, imagino que mirándome. Si entonces hubieras hecho lo que debías haber hecho; si me hubieras tocado el coño o hubieras rozado siquiera mi pecho; o si tan sólo me hubieras besado los labios... entonces podría haber pensado que algo de tu padre había en ti. Pero hiciste como hubiera hecho toda buena enfermera: echarme un echarpe por encima.
Así pasaron los años, deseando que te fueras hasta que de repente, una mañana, acababas de cumplir los diecisiete años, se produjo el milagro. Dijiste, ¿Mamá dónde me has dejado las camisetas? y entonces yo oí, escuché la voz de mi amante, la clara, juvenil y vibrante voz de mi amante y se me saltaron las lágrimas de nostalgia y deseé que te fueras cuanto antes de la casa porque un ser como tú no merecía tener su voz.
Has de saber una cosa, Olmo, hay mujeres que se creen su papel de madres -o que les han lavado el cerebro hasta tal punto que llegan a creer que ser madre es como ser mujer o ser lombriz-. A los hombres eso no les ocurre. El ser padres es un accidente en su vidas no una esencia. Yo he sido siempre y ante todo mujer y persona. Y al igual que lo hijos no tenéis por qué querer a vuestros padres, los padres tampoco tenemos por qué querer obligatoriamente a nuestros hijos. Yo nunca te quise, ni te quiero, ni te querré el poco tiempo que me queda de vida. Y te lo cuento no para hacerte daño sino todo lo contrario: creo que te lo debo. Te debía mi sinceridad por si eso te lleva a una liberación.
Cuídate.
Wislawa.
Yo nunca te he querido. Ahora te lo puedo decir porque ya eres mayorcito y porque a mí no me queda mucho tiempo. Y quería que lo supieras para que te liberes de una vez de mí que no he sido una madre nunca y siempre me he enorgullecido de mi condición de mujer.
Jamás te quise como hijo mío -de hecho nunca te llamé hijo o hijito- ni tampoco como hombre ni siquiera como persona. Me has sido siempre absolutamente indiferente y siendo esto así te preguntarás por qué te cuidé y te alimenté y te vestí. La respuesta está en dos causas: la segunda es mi profesión: soy enfermera y me juré cuidar a los enfermos y tú para mí has sido un enfermo crónico en mi vida.
Para entender la primera necesitas conocer una parte de mi vida. Una de mis más claras certidumbres es que el poder más grande que tiene una mujer -y por lo tanto el poder mayor de un ser humano, es decir, de un mamífero- es el sexo. Nosotras inventamos el sexo para que el macho volviera de su labor de caza y nos alimentara a nosotras y a nuestras crías. Esto es así y ya no hay tiempo para que nadie me lo quite de la cabeza. Los hombres no podéis entender el sexo en toda su enormidad. Sois, como mucho, factotum del sexo pero no sus creadores. Sólo que un poder tan grande tiene como condena el frenesí y como consecuencia la falta de control. Cuando una mujer conoce a un macho que satisface su sexualidad como no cabía esperar, se produce una adicción tan natural que somos capaces de hacer las mayores locuras. Eso fue lo que me pasó con el hombre que me preñó de ti. Era una bestia en la cama. Nunca jamás hombre alguno supo penetrarme, tocarme, acariciarme, hacerme daño, suplicarme y lamerme como aquél. Y nunca mi sexualidad se desarrolló tan libre y salvaje como con él y así lo hice mío, lo hice gozar hasta que aulló, lo mantuve sediento de mí y luego dejé que se hartara hasta que, desfallecido, lloraba y me suplicaba que le diera algo que volviera a empalmar su polla para no dejar de estar dentro de mí nunca.
Algunas llaman a esto amor. Yo lo llamo naturaleza. Estaba convencida de que aquel hombre iba a ser mío porque yo iba a ser capaz de encadenarlo a mí. Por mi profesión nunca he creído en el amor. La idea del amor es probablemente un invento occidental. Yo he visto las mayores traiciones ante la enfermedad del hasta ayer amado; he visto abandonos, he visto suplicas y también he visto el horror del cobarde que sabe que no va a ser capaz de abandonar al enfermo aún sabiendo que a partir de ese momento su vida se va a convertir en una muerte diaria.
Me quedé preñada para hacerlo mío, sencillamente. Calculé que no sería capaz de negarse a mí y al fruto de nuestra pasión. Estaba ciega. Y aquel hombre una tarde dejó de venir y la siguiente tampoco vino y no vino nunca más. El poder emborracha, Olmo. A mí me emborrachó y aposté demasiado fuerte.
Claro que pensé en abortarte. Sólo que una noche en que ardía en deseos de verle, intuí que quizá nacieras parecido a él; pensé que con el paso de los años te irías pareciendo más y más a él y al llegar a la juventud sería como tenerlo otra vez a mi lado y si lo hacía bien, si esta vez controlaba mi poder, quizá podría guiarte hacia mí y hacerte mío como creí haberlo hecho con él. Por eso naciste.
Mi horror -si fuera creyente, diría mi condena- lo empecé a intuir al quinto mes de tu nacimiento cuando me di cuenta de que eras idéntico a mí; eras una Wislawa en niño porque tu pelo tendría que haber sido rojo, tus ojos tendrían que haber sido verdes, tu boca gruesa, tus huesos largos, tu pies finos y tu polla gorda; pero naciste moreno como yo, con los oscuros como yo, y los huesos anchos y los pies pequeños y tu polla cuando se empalmaba tenía la languidez del junco y aun así -tonta de mí- me dije que debía esperar unos años porque los niños a veces empiezan pareciéndose a uno y luego acaban pareciéndose al otro.
No fue así. Lo años pasaron y verte era como verme cuando era niña y te empecé a detestar porque nada de ti me recordaba a él. Ni siquiera cuando la nariz se te conformó. Ni ella se parecía a la de él.
Entre tus siete y once años, abrigué una nueva esperanza: que tu carácter fuera el suyo. Que tuvieras esa fuerza que él tenía, que fueras ingenioso, divertido, extrovertido y algo canalla; que dominaras el arte de la ironía y supieras como embelesar a cualquiera; que fueras osado y sanguíneo... y fuiste y eres pusilánime, cobarde, tímido y hosco. El día que abandoné toda esperanza fue un mediodía que llegaste del colegio y yo estaba en casa; un poco antes le había estado comiendo la polla a un agregado de la embajada española en Tirana -por cierto tu padre no era diplomático- y se acababa de marchar. Yo estaba desnuda, con las piernas abiertas. Oí la cerradura y cerré los ojos haciéndome la dormida. Tú te acercaste y durante un momento te quedaste quieto, imagino que mirándome. Si entonces hubieras hecho lo que debías haber hecho; si me hubieras tocado el coño o hubieras rozado siquiera mi pecho; o si tan sólo me hubieras besado los labios... entonces podría haber pensado que algo de tu padre había en ti. Pero hiciste como hubiera hecho toda buena enfermera: echarme un echarpe por encima.
Así pasaron los años, deseando que te fueras hasta que de repente, una mañana, acababas de cumplir los diecisiete años, se produjo el milagro. Dijiste, ¿Mamá dónde me has dejado las camisetas? y entonces yo oí, escuché la voz de mi amante, la clara, juvenil y vibrante voz de mi amante y se me saltaron las lágrimas de nostalgia y deseé que te fueras cuanto antes de la casa porque un ser como tú no merecía tener su voz.
Has de saber una cosa, Olmo, hay mujeres que se creen su papel de madres -o que les han lavado el cerebro hasta tal punto que llegan a creer que ser madre es como ser mujer o ser lombriz-. A los hombres eso no les ocurre. El ser padres es un accidente en su vidas no una esencia. Yo he sido siempre y ante todo mujer y persona. Y al igual que lo hijos no tenéis por qué querer a vuestros padres, los padres tampoco tenemos por qué querer obligatoriamente a nuestros hijos. Yo nunca te quise, ni te quiero, ni te querré el poco tiempo que me queda de vida. Y te lo cuento no para hacerte daño sino todo lo contrario: creo que te lo debo. Te debía mi sinceridad por si eso te lleva a una liberación.
Cuídate.
Wislawa.
Vigésimo cuarto día
Tengo frente a mí un sobre con sello y membrete de Albania; mi nombre y mi dirección están escritos a mano, en tinta verde. La letra es de mi madre y el remitente es mi madre. La carta ha tardado veintiséis días en llegar. Mi madre la escribió dos días antes de morir, el 30 de julio.
Desde que esta mañana he cogido la carta del buzón no he hecho otra cosa que mirarla, ponerla al trasluz, olerla, confirmar que está bien sellada, sopesarla, dejarla encima de la mesa, volverla a coger. Cuando venía hacia mi lugar de trabajo, el palacio donde ejerzo mi nuevo oficio de guardés, he decidido traérmela conmigo. La he sacado al jardín, la he dejado encima de la mesa sin ningún peso encima aunque el viento hoy tuviera algo de fuerza. Quizá -he pensado mientras nadaba- quería que el viento se la llevara o una de las muchas urracas que sobrevuelan por la tarde mi nado. No ha sido así, el viento ha amainado y las urracas no han sentido interés ni por el sobre ni por el sello lo que confirma mi teoría de que las urracas nunca tuvieron alma de filatélicas. Tras nadar he hecho mis tareas y me he quedado un buen rato suspendido con las pinceladas que Pierre Auguste Renoir ha logrado convertir en una falda de joven. He salido de nuevo al jardín y he dejado la carta sobre la mesa de mármol de la cocina. He cenado y ha surgido un problema con una alarma de incendios que me ha tenido un buen rato entretenido y de nuevo por esta mente mía dispuesta a relacionar lo que no tiene posible relación, he pensado que quizá la alarma de incendios de lo que avisaba no era de un incendio en la sala 2 sino del incendio que la lectura de esa carta iba a provocar en mi vida. Solucionado el problema de la alarma, he bajado a mi habitación. Me he duchado. Me he puesto crema en el cuerpo y en la cara. Me he vestido de nuevo. He llamado a mi mujer para contarle que mi madre ha muerto y que la echo de menos aunque no la echo de menos porque mi madre haya muerto, la echo de menos porque hace más de un mes que no nos vemos y siento por ella eso que algunos hombres buenos llaman amor. No lo ha cogido. Desde hace varios días no lo coge. Yo sé que ella me avisó. Me dijo, No te preocupes si no te lo cojo, ya sabes que en la Antártida a veces no hay cobertura. La imagino blanca entra la blancura, decidida ante la ventisca, dominante con los perros, audaz hasta el delirio. Y aunque la amo y la imagino realmente así no sé por qué carajo le gusta jugarse la vida por lo menos una vez al año. Nunca se lo diré. Nunca me atrevería a ponerle en el brete de elegir entre mi tranquilidad y su búsqueda del riesgo. Cuando ella se va al Maelström o a la búsqueda de la más peligrosa de las serpientes o a un viaje de supervivencia extremo o a bajar los rápidos de no sé qué río mortal, me pregunto que verá en mí que le haga recordar en las frías noches de los inviernos, cuando nos juntamos el uno al otro, su amor por el peligro, por ponerse siempre ante el abismo y me queda el consuelo de pensar que nuestra relación -de forma harto sutil- contiene la necesaria dosis de riesgo que ella tanto anhela. En todo caso me hubiera gustado contarle y decirle que hoy mismo he recibido una carta de mi madre y que llevo todo el día -literalmente- dándole vueltas sin decidirme a abrirla porque no vaya a ser que su lectura incendie mi vida. Me gustaría contárselo porque estoy convencido de que ella me alentaría y le parecería de lo más excitante y seguro que me diría algo así como, Y si incendia tu vida, ¿qué? Tendrás que apagarla o consumirte en tu propio fuego.
Ahora la tengo aquí, ante mí y sé que esta noche no la abriré. Estoy cansado. Mañana, una vez haya dormido, entonces sí. La leeré por la mañana, en el porche trasero, con la fresca luz de los últimos días de agosto, mientras bebo un café con un poquito de leche e inhalo las primeras caladas de la jornada. La leeré frente a La Primavera a la que hoy, tras el nado, he acariciado el pecho. La leeré con los pájaros como únicos testigos de mi solemnidad.
Desde que esta mañana he cogido la carta del buzón no he hecho otra cosa que mirarla, ponerla al trasluz, olerla, confirmar que está bien sellada, sopesarla, dejarla encima de la mesa, volverla a coger. Cuando venía hacia mi lugar de trabajo, el palacio donde ejerzo mi nuevo oficio de guardés, he decidido traérmela conmigo. La he sacado al jardín, la he dejado encima de la mesa sin ningún peso encima aunque el viento hoy tuviera algo de fuerza. Quizá -he pensado mientras nadaba- quería que el viento se la llevara o una de las muchas urracas que sobrevuelan por la tarde mi nado. No ha sido así, el viento ha amainado y las urracas no han sentido interés ni por el sobre ni por el sello lo que confirma mi teoría de que las urracas nunca tuvieron alma de filatélicas. Tras nadar he hecho mis tareas y me he quedado un buen rato suspendido con las pinceladas que Pierre Auguste Renoir ha logrado convertir en una falda de joven. He salido de nuevo al jardín y he dejado la carta sobre la mesa de mármol de la cocina. He cenado y ha surgido un problema con una alarma de incendios que me ha tenido un buen rato entretenido y de nuevo por esta mente mía dispuesta a relacionar lo que no tiene posible relación, he pensado que quizá la alarma de incendios de lo que avisaba no era de un incendio en la sala 2 sino del incendio que la lectura de esa carta iba a provocar en mi vida. Solucionado el problema de la alarma, he bajado a mi habitación. Me he duchado. Me he puesto crema en el cuerpo y en la cara. Me he vestido de nuevo. He llamado a mi mujer para contarle que mi madre ha muerto y que la echo de menos aunque no la echo de menos porque mi madre haya muerto, la echo de menos porque hace más de un mes que no nos vemos y siento por ella eso que algunos hombres buenos llaman amor. No lo ha cogido. Desde hace varios días no lo coge. Yo sé que ella me avisó. Me dijo, No te preocupes si no te lo cojo, ya sabes que en la Antártida a veces no hay cobertura. La imagino blanca entra la blancura, decidida ante la ventisca, dominante con los perros, audaz hasta el delirio. Y aunque la amo y la imagino realmente así no sé por qué carajo le gusta jugarse la vida por lo menos una vez al año. Nunca se lo diré. Nunca me atrevería a ponerle en el brete de elegir entre mi tranquilidad y su búsqueda del riesgo. Cuando ella se va al Maelström o a la búsqueda de la más peligrosa de las serpientes o a un viaje de supervivencia extremo o a bajar los rápidos de no sé qué río mortal, me pregunto que verá en mí que le haga recordar en las frías noches de los inviernos, cuando nos juntamos el uno al otro, su amor por el peligro, por ponerse siempre ante el abismo y me queda el consuelo de pensar que nuestra relación -de forma harto sutil- contiene la necesaria dosis de riesgo que ella tanto anhela. En todo caso me hubiera gustado contarle y decirle que hoy mismo he recibido una carta de mi madre y que llevo todo el día -literalmente- dándole vueltas sin decidirme a abrirla porque no vaya a ser que su lectura incendie mi vida. Me gustaría contárselo porque estoy convencido de que ella me alentaría y le parecería de lo más excitante y seguro que me diría algo así como, Y si incendia tu vida, ¿qué? Tendrás que apagarla o consumirte en tu propio fuego.
Ahora la tengo aquí, ante mí y sé que esta noche no la abriré. Estoy cansado. Mañana, una vez haya dormido, entonces sí. La leeré por la mañana, en el porche trasero, con la fresca luz de los últimos días de agosto, mientras bebo un café con un poquito de leche e inhalo las primeras caladas de la jornada. La leeré frente a La Primavera a la que hoy, tras el nado, he acariciado el pecho. La leeré con los pájaros como únicos testigos de mi solemnidad.
Vigésimo tercer día
Una tarde, sentado en el suelo de la cubierta del carguero, ya mediada la travesía y una vez disipado el temor de que el marinero filipino y sus colegas me tiraran por la borda por no haberme sometido a sus deseos sodomitas, recordé la selva junto a Oliveira y la noche de las luciérnagas. Y supe que nunca más vería a Oliveira (como así fue) y supe que el mar que ahora contemplaba, al amanecer, tenía una carga simbólica que me llevaba de Oliveira, la selva y las luciérnagas a mi madre vestida de enfermera y con una cofia ridícula en la cabeza. No quise saber porque establecía una analogía entre mi madre y las luciérnagas ni por qué pensé que era una verdadera lástima que Oliveira no hubiera sido embajador en Tirana en la época en que mi madre era tan aficionada a ellos; pensé que Oliviera y mi madre tenían algo en común y era la desnudez de sus comentarios, la ausencia de culpa, cierto desabrimiento y tenían a la par, ambos, algo de páramo y algo de jungla y en ellos se conjugaba, como en el desierto, lo seco y lo húmedo.
Todo esto pensaba en la cubierta del carguero con bandera polaca mientras el amanecer se iba haciendo fuerte y había algo triste en ese hacerse la luz sentado en el suelo de madera de balsa de un carguero polaco sucio y lento e imaginaba, febril como estaba, que si los amaneceres fueran como si una legión de luciérnagas inundara cada día nuestro espacio, el día sería mucho más hermoso y sobre todo mucho más misterioso porque tanta luz, así, a golpe de estrella, colocaba al mundo desnudo porque ni la sombra de la luz podía especular con la luz misma al quedarse la sombra, en relación con ella, exenta de matices; la luz ciega el matiz de la sombra, lo vuelve invisible. Y algo así pasaba con mi madre y de alguna forma con Oliveira. Eran pura luz. Golpes de luz. Y al ser así me costaba encontrar en ellos matices de, por ejemplo, dulzura o duda o temblor como sí ocurre con la luz de las luciérnagas que tanto me enseñaron desde el primer día que las vi.
No quería que terminara de amanecer sobre el mar. No quería que el sol se hiciera dueño de las sombras y las sacara a la luz. No quería la luz porque en el momento en que sentía todo aquello, el mar estaba oscuro y al mismo tiempo una levísima coloración rosácea se dejaba ver cuando el movimiento de las aguas las elevaba y el cielo se iba decidiendo a ser algo más que un gran manto negro picado de luciérnagas no siendo todavía más que un esbozo de color. Todas aquellas emociones debían nacer de mi propia representación del mundo y por alguna necesidad mundana debía buscar lo refulgente, lo incontestable, lo poderoso y no tanto para reafirmarme en mi pusilanimidad sino para hacerme dudar de ella. Los opuestos pensaba con la voz de Oliveira cuando resonaba en la selva como el chillido de un capuchino. La fuerza pensaba con la voz de mi madre cuando me tocaba los bíceps y los tachaba de enclenques.
El día de hoy me ha hecho recordar aquel estado febril en la cubierta del carguero. He sentido a lo largo de todo el día la necesidad de que el sol, cuando menos, se eclipsara y he deseado que una plaga de luciérnagas inundara la tarde hasta dejarla convertida en puntos de luz rodeados de sombra. Y como no ha ocurrido he llorado, por fin, por la muerte de mi madre.
Todo esto pensaba en la cubierta del carguero con bandera polaca mientras el amanecer se iba haciendo fuerte y había algo triste en ese hacerse la luz sentado en el suelo de madera de balsa de un carguero polaco sucio y lento e imaginaba, febril como estaba, que si los amaneceres fueran como si una legión de luciérnagas inundara cada día nuestro espacio, el día sería mucho más hermoso y sobre todo mucho más misterioso porque tanta luz, así, a golpe de estrella, colocaba al mundo desnudo porque ni la sombra de la luz podía especular con la luz misma al quedarse la sombra, en relación con ella, exenta de matices; la luz ciega el matiz de la sombra, lo vuelve invisible. Y algo así pasaba con mi madre y de alguna forma con Oliveira. Eran pura luz. Golpes de luz. Y al ser así me costaba encontrar en ellos matices de, por ejemplo, dulzura o duda o temblor como sí ocurre con la luz de las luciérnagas que tanto me enseñaron desde el primer día que las vi.
No quería que terminara de amanecer sobre el mar. No quería que el sol se hiciera dueño de las sombras y las sacara a la luz. No quería la luz porque en el momento en que sentía todo aquello, el mar estaba oscuro y al mismo tiempo una levísima coloración rosácea se dejaba ver cuando el movimiento de las aguas las elevaba y el cielo se iba decidiendo a ser algo más que un gran manto negro picado de luciérnagas no siendo todavía más que un esbozo de color. Todas aquellas emociones debían nacer de mi propia representación del mundo y por alguna necesidad mundana debía buscar lo refulgente, lo incontestable, lo poderoso y no tanto para reafirmarme en mi pusilanimidad sino para hacerme dudar de ella. Los opuestos pensaba con la voz de Oliveira cuando resonaba en la selva como el chillido de un capuchino. La fuerza pensaba con la voz de mi madre cuando me tocaba los bíceps y los tachaba de enclenques.
El día de hoy me ha hecho recordar aquel estado febril en la cubierta del carguero. He sentido a lo largo de todo el día la necesidad de que el sol, cuando menos, se eclipsara y he deseado que una plaga de luciérnagas inundara la tarde hasta dejarla convertida en puntos de luz rodeados de sombra. Y como no ha ocurrido he llorado, por fin, por la muerte de mi madre.
Vigésimo segundo día
Primer recuerdo de ayer
Llego del colegio. Es verano. Estoy en el segundo grado. Tengo once años. Normalmente a esa hora mi madre no está en casa. Trabaja de sol a sol (aunque usar esta expresión en Tirana es casi un sarcasmo). Siempre me deja la comida para que la caliente en un cazo. Así desde que cumplí los siete años y mi madre me dijo, Olmo ahora tienes uso de razón así es que desde ahora úsala y nunca dejes el gas encendido. Nunca dejé el gas encendido.
Mi casa es pequeña. Tiene un pequeño recibidor. A la derecha -según se entra- están la cocina y el baño. A la izquierda una sala y dos puertas enfrentadas que son los dos dormitorios. Entro a la izquierda para dejar la cartera en mi habitación y veo que la puerta de la habitación de mi madre está abierta y ella está en la cama -los pies de la cama son los más próximos a la puerta-, desnuda, bocarriba, con las piernas abiertas, la boca abierta, los ojos cerrados; no puedo evitar fijarme en su pubis, muy velludo, muy oscuro y pensar, Yo salí por ahí (Años más tarde veré en el museo de Orsay El Nacimiento del Mundo de Courbet y recordaré de inmediato el sexo de mi madre en aquella tarde de verano). Me acerco a ella. Duerme con los ojos apretados como si estuviera haciendo un esfuerzo considerable por mantenerlos cerrados. Miró la blancura de su pecho, su volumen que tiende con cierta melancolía hacia el altiplano y me sorprende la oscuridad de sus areolas, su anchura y la llanura absoluta de su pezón. Cojo un echarpe y se lo pongo por encima. Me siento orgulloso cuando salgo de su habitación porque no he sentido ningún deseo hacia ella y decido decírselo cuando se despierte; decirle, Mamá no tengo el edipo ése. Te he visto desnuda y no te he querido. No tenías razón. Yo no soy como los demás niños. Nunca se lo dije.
Llego del colegio. Es verano. Estoy en el segundo grado. Tengo once años. Normalmente a esa hora mi madre no está en casa. Trabaja de sol a sol (aunque usar esta expresión en Tirana es casi un sarcasmo). Siempre me deja la comida para que la caliente en un cazo. Así desde que cumplí los siete años y mi madre me dijo, Olmo ahora tienes uso de razón así es que desde ahora úsala y nunca dejes el gas encendido. Nunca dejé el gas encendido.
Mi casa es pequeña. Tiene un pequeño recibidor. A la derecha -según se entra- están la cocina y el baño. A la izquierda una sala y dos puertas enfrentadas que son los dos dormitorios. Entro a la izquierda para dejar la cartera en mi habitación y veo que la puerta de la habitación de mi madre está abierta y ella está en la cama -los pies de la cama son los más próximos a la puerta-, desnuda, bocarriba, con las piernas abiertas, la boca abierta, los ojos cerrados; no puedo evitar fijarme en su pubis, muy velludo, muy oscuro y pensar, Yo salí por ahí (Años más tarde veré en el museo de Orsay El Nacimiento del Mundo de Courbet y recordaré de inmediato el sexo de mi madre en aquella tarde de verano). Me acerco a ella. Duerme con los ojos apretados como si estuviera haciendo un esfuerzo considerable por mantenerlos cerrados. Miró la blancura de su pecho, su volumen que tiende con cierta melancolía hacia el altiplano y me sorprende la oscuridad de sus areolas, su anchura y la llanura absoluta de su pezón. Cojo un echarpe y se lo pongo por encima. Me siento orgulloso cuando salgo de su habitación porque no he sentido ningún deseo hacia ella y decido decírselo cuando se despierte; decirle, Mamá no tengo el edipo ése. Te he visto desnuda y no te he querido. No tenías razón. Yo no soy como los demás niños. Nunca se lo dije.
Vigésimo primer día
He recordado tres momentos: Wislawa dormida, la última mirada de Oliveira y la noche en que estampé contra la pared del camarote a un marinero que me quiso dar por culo.
Hoy no puedo más.
Hoy no puedo más.
Ventanas
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Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Cuentecillos
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Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
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Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Reflexiones para antes de morir
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
El mes de noviembre
Listas
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Agosto 2013
Saturnales
Citas del mes de mayo
Reflexiones
Marea
Mosquita muerta
Sincerada
Sinonimias
Sobre la verdad
El Brillante
El viaje
No fabularé
El espejo
Desenlace
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Velocidad de escape
Derivas
Carta a una desconocida
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Tasador de bibliotecas
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Ciclos
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Narrativa
Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/08/2014 a las 22:22 | {2}