Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
La ventana de la habitación de mi hotel estaba abierta de par en par. Enfrente una luz verdosa se mezclaba con otra morada intensa que devenía a su derecha en otra azul eléctrico. Antonio Almonte se había sentado y me miraba y miraba la cama. Su deseo estaba a punto de romperle la bragueta del pantalón. Se pasaba la lengua por el labio superior. Intentaba hablar con indiferencia. Yo me acerqué a él con un vaso de vino. Se lo ofrecí. El tomó el vaso. Le dije, Bebe, Antonio y él bebió. Con los ojos clavados en su entrepierna empecé a desabrocharme el vestido. Vio mi cuerpo flexible y exclamó algo que se ha perdido en mi memoria. Con cuidado, moviéndome como la gueparda que acaba de olfatear la presencia de la gacela, me desabroché el sujetador y Antonio Almonte vio por primera vez en su vida unas areolas doradas que enmarcaban un pezón morado intenso en el final de un pecho hermoso, justo en sus medidas, de piel blanca por donde se traslucían algunos vasos sanguíneos. Me acerqué a él. Él quiso hacer algo con las manos. Yo le ordené que se mantuviera quieto. Me acerqué más a él y rocé con mis pezones y mis areolas sus ojos, su nariz y sus dos labios. Quiso morderme el pezón. Yo fui mucho más rápida y me separé de él. Me abroché y le dije, Vete ¡Cómo insistió en quedarse! (...) Cerré la puerta y de inmediato aparecieron mis doce gatos. Nos sentamos en círculo. Tomamos las decisiones. Cantamos los himnos. Guardaron mi sueño.

(...)se cumplieron los doce encuentros, el mono cada vez se fue acercando más a la jaula. Ya estaba a punto de entrar. Porque en cada encuentro -como queda relatado- su ansia había aumentado al darle cada vez un poco más de mí: el día que le ofrecí mis labios, el día que le ofrecí mi cuello, el día que le ofrecí mis pies, el día que le ofrecí mis nalgas, el día que le ofrecí mi cintura, aquél de las caderas y el otro de los muslos y los cuatro últimos cuando le dejé mis manos en su cuerpo, cuando le acaricié con mi pecho, cuando le entregué mi vientre y cuando por fin, en el último encuentro, vio mi pubis rizado y dorado como las aguas del lago Hoo Shon en los briosos inicios de la primavera, allá en la lejana y ciertamente misteriosa China.
La última vez que nos vimos, mientras él se masturbaba ante la contemplación de mi sexo, aceptadas las normas implícitas de que nuestro encuentro final estaría marcado por mis tiempos, dijo entre jadeos, Mírala, amor mío, Bastet ama de mi placer. Ninguna mujer me hizo desear tanto entrar en ella. Ninguna mujer me dio tanto gozo con tan poco. Cumpliré como tú quieras. Esperaré el tiempo necesario ¡Oh, tu sexo! me llega hasta aquí la fragancia de su flujo ¡Si me dejaras ahora, si me dejaras ahora...! y mientras se corría y al tiempo que lo hacía, yo cerraba las piernas como si con ese gesto le dejara entrever que todo su semen estaba ya en mí, intensamente en mí y tal era mi gozo que debía conservarlo, cerrarme así y gemir, en esa circunstancia le dije, Me esperarás en tu finca de Extremadura las tres próximas lunas llenas. Habrás de estar solo. No habrá perros. Ni personas. Tú solo pisando las tierras de tu coto y cazando al gato montés. Recién corrido, el marqués de Altomonte había cerrado los ojos. Tras tomar resuello dijo, Así lo haré. Cazaré el gato montés para ti y esa noche serás... Abre los ojos cuando escucha por duodécima vez la puerta que se cierra y él se encuentra, una vez más, solo.

Cuento

Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/06/2009 a las 12:24 | Comentarios {0}


Puma hembra
Puma hembra
No deberían los hombres desdeñar las viejas creencias, así me dije después de conocer al caballero Antonio Altomonte y maullé a la luna que estaba llena. Yo había oído hablar de él. No lo encontré por casualidad en el desierto de Mojave cuando estaba a punto de abatir a la puma, protegida mía, defensora de las rocas y enemiga de la serpiente cascabel. Quiso mi grito desviar el tiro y lo conseguí. El caballero Antonio Almonte se giró con el gesto del hombre enfurecido pero cuando me vio en el suelo agarrándome el tobillo, cuando levanté mis ojos hacia él y vio lo que son dos ojos de gata, grandes y seductores como una noche de brisa en mitad del verano, corrió hacia mí y me preguntó si me había lastimado mientras miraba mis muslos, el inicio de mis bragas y el escote que evocaba dos pechos animales, dignos de la locura y la lascivia. Un viejo pensamiento me vino a la cabeza, Para que el mono entre en la jaula no tienes más que dejar la puerta abierta. Me dejé ayudar y apoyada en su hombro me llevó hacia su jeep Gran Cherokee. Antes de entrar en él vi a lo lejos a la puma prosternada ante mí en acción de gracias. No pude evitar (en realidad no lo quise, fue como si en un alarde de magnanimidad felina hubiera querido avisar el cazador que estaba siendo cazado, como cuando la gata abundosa de comida juguetea con la presa sin querer matarla y le ofrece salidas a su suerte...) clavarle una de mis garras en el hombro. Él se dolió y exclamó, Menudas uñas tienes, querida. Y yo le contesté mostrándole las manos con su final de uñas recortado, sin punta. Antonio Almonte no le dio más importancia, dijo, Sangre, me sobras y me ayudó a subir al coche.
¡Oh, qué delicia escucharle todas sus bravuconadas cinegéticas! ¡Cómo en mi alma se iban acumulando datos, situaciones geográficas, ángulos diversos, muertes largas, leonas preñadas sin cabeza! mientras saboreábamos un venado en un restaurante de Los Ángeles y él creía que se iba a cobrar una nueva pieza pero esta vez bajo los disparos del miembro que tenía entre sus piernas. Fue entonces, tras más de diez horas juntos, cuando se le ocurrió preguntarme el nombre. Dijo, Tanto tiempo hablando, tantas horas juntos y aún no sé cómo te llamas mientras que tú lo sabes todo de mí y sonrió con cierta picardía. Yo le dije, Me llamo Bastet y él acercando su mano a la mía siguió hablando con el discurso que mantienen muchos hombres cuando han tomado la decisión de asaltar a una mujer y penetrarla cuanto antes, es decir sin hacer caso a lo que se responde, ¡Oh, qué hermoso!, ¿francés?, No, egipcio, ¡Claro, de cuando Egipto era Francia, querida! Oh, no sabes cómo la casualidad urde los destinos. En otro momento, cualquiera que me hubiera impedido cobrarme esa puma sensacional, esa ejemplar única, ¿la viste?, ¡qué hermosa! ¡qué arrogante! se había entregado ya a la muerte con la dignidad de una patricia, habría muerto como una de ellas. Sin embargo al verte a ti, Bastet, sentí por primera vez que hubiera sacrificado el matar veinte pumas de ese porte por el honor de cenar este venado contigo.
El mono había visto la puerta abierta de la jaula y ya se acercaba, sin cautela. Regamos el venado con vinos de California, siguió él hablando, quería enredarme torpemente en sus palabras, acercaba sus manos gordas a las mías, esbozaba todas las sonrisas posibles, entornaba los ojos con cierta melancolía como el hombre que ha vivido tanto que ya no le queda más que ser maestro. Yo miraba su cuello con fijeza, estudiaba la agilidad de sus músculos, establecía distancias y sonidos, ronroneaba para mis adentros al sentir en mis entrañas la furia de la venganza pero hacia fuera mi actitud era sumisa, parecía no estar alerta de nada. Tras los postres y el pago de la factura por su parte, me ayudó a ponerme un ligero echarpe por los hombros y al tiempo que lo hacía acercó su boca a mi yugular. Gruñí. Él se apartó y disimulando la precaución adoptada declaró, Eres una auténtica gatita. Yo me giré, encaré mis ojos a los suyos y susurrando una letra tras otra le contesté, Nunca conocerás a otra como yo. Eso le entusiasmó, Una pieza única, debió de pensar. (...)

Cuento

Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/06/2009 a las 12:25 | Comentarios {0}


Su cabello rojizo y largo se había esparcido por el suelo evocando las laderas de un volcán. El vestido le llegaba hasta el inicio de los muslos y disimulaba sus caderas. Su cabeza estaba ladeada hacia la pared. Su gesto era tranquilo. A su alrededor -como si no hubiera llegado nadie, como si nos les importara lo más mínimo la presencia de varias personas, como si éstas fueran invisibles- se mantenían sentados en círculo alrededor de ella doce gatos, todos hermosos, todos lejanos.
Las areolas doradas enmarcaban un pezón morado intenso. Quizá fue esa particularidad la que realzó el carácter dorado de las mismas. Los forenses examinaron de cerca el fenómeno y tras una primera inspección dedujeron que la coloración era natural y que jamás habían visto un contraste tan acusado en los pechos de una mujer. Habrá que decir que cuando los forenses se acercaron al cuerpo de la mujer, los gatos abrieron el círculo y les dejaron pasar, luego se fueron disgregando por diversas estancias de la casa como si lo que iba a suceder a partir de ese momento no fuera con ellos.
Llegaron los encargados de la funeraria y cuando levantaron el cuerpo se encontró un sobre cerrado y dentro de él (se abrió más tarde, tras todas las pruebas necesarias para descartar huellas o pistas) un relato, escrito en primera persona. El que se añade a continuación es un extracto del mismo porque la mujer de las areolas doradas tenía el don de la digresión y dada su profesión y las circunstancias que a continuación se conocerán, se dejaba llevar por sus pensamientos y elaboraba unas teorías que en nada ayudarían al relato principal que nos ocupa: los antecedentes de la muerte por decapitación del marqués Antonio Altomonte y la narración de la tarde de su asesinato.

Cuento

Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/06/2009 a las 20:11 | Comentarios {0}


El marqués de Altomonte apareció muerto una mañana de junio, el día de su santo, que era viernes. Cuando llegó el mayoral de su finca lo encontró espatarrado en su butaca de grandes orejeras, con los pantalones y los calzoncillos bajados hasta los tobillos, vestido de cintura para arriba, con el miembro lánguido y -justo ante la salida de su conducto urinario- una costrita de semen. El último gesto del marqués de Altomonte no se podía ver: le faltaba la cabeza. El mayoral, en su declaración posterior, dejó constancia de que no sabe muy bien por qué sintió que las miradas de todos los animales disecados -cabezas de tigre, de león, de toro, de ciervo, de jabalí, de gamo, de gacela, de puma y de jaguar- que adornaban los cuatro muros del salón, miraban hacia el lugar donde yacía, muerto, quien había sido su cazador.

Al pueblo más cercano voló la noticia como las tormentas de verano se acercan al son de los truenos. Acudió la Guardia Civil. Hicieron los protocolos de rigor y no descubrieron nada que les permitiera iniciar una investigación con visos de resolver el caso . Durante meses los investigadores siguieron pistas y pistas de pistas y nada. El marqués de Altomonte era un personaje público, uno de los más ricos hacendados de Extremadura y Andalucía, dueño de varios cotos de caza, famoso por sus cacerías en el mundo entero. La prensa, los medios de comunicación se lanzaron a este crimen como asalariados en paro a los que se les aireara un contrato de trabajo y así se supo que en los últimos años el marqués se había retirado a la finca donde fue hallado muerto y sin cabeza, que apenas recibía a nadie, que tan sólo el mayoral y una mujer del pueblo iban una vez por semana para mantener lo mínimo en orden. Y hasta ahí se llegaba. En ese relato de retiro y soledad se detenía cualquier intento de ir más allá. Ni policía ni periodistas ni curiosos ni novelistas ni guionistas lograron traspasar el muro de su soledad y así, pasados dos años, el caso fue muriendo y quedó arrumbado como tantos crímenes que quedaron sin explicación. Y así habría sido si no hubiera ocurrido lo inesperado.

El 8 de noviembre, dos años y unos meses después del suceso contado, se encontró la cabeza del marqués Antonio Altomonte colgada en la pared de una casa del barrio de Chamberí en la ciudad de Madrid. A su alrededor había un marco como los que tenían las cabezas de animales disecadas en el salón del marqués. Bajo la cabeza yacía semidesnuda una mujer cuyas areolas doradas causaron general admiración.

Cuento

Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/06/2009 a las 20:34 | Comentarios {0}


Las abejas melíferas están desapareciendo, una extraña enfermedad dicen, una menor resistencia a los virus, algo relacionado con la labor de los hombres sobre la santa madre tierra. Dave Hackenberg se gana la vida llevando abejas de acá para allá para que polinicen los cultivos: los melones en Florida -escriben Diane Cox-Foster y Dennis van Elgelsdorp- , las manzanas en Pennsylvania, los arándanos en Maine, las almendras de California.

La cabeza de la abeja melífera es tan ajena a las cabezas, ¿cuándo se vieron esos pelos surgiendo de sus ojos compuestos?

Un seno de una mujer francesa a la altura de mis ojos.

El calor del andén del metro, la ausencia en la vida de otros cuerpos. Una sensación esquiva. Una extraña, por antigua, secuencia de hechos.

El frío en el cuello. Un piano conocido. Un país. Una escuela. Una astucia. Un amor que nos deja. Que nos deja. La lejanía, de repente, de la montaña que estuvo tan cerca o del río o de la casa.

Magia, ahora está, ahora no está. Magia tus ojos (no le hablo a nadie. No me atrevo a hablarle a nadie. Es -quien escribe- un narrador que en nada me concierne. Son sus dedos y su cabeza y sus sentimientos, sus sentimientos, porque los míos se quedaron aparcados en el aparcamiento de una estación de tren, eso sí, bella... la estación) y esas manos que suavemente se deslizan por tu brazo tras el ataque de un viento fresco. Esa saliva. Ese aire entre tus cabellos. Tu vientre. Tu vientre esgrime el calor de los hornos en tu piel.

Alguna máscara en la calle. Un alud de tientos y milagros. Cómo me gustó siempre el verso La calma de la tarde en un cigarro escrito por mí hace muchos años, muchos, muchos años....

Narrativa

Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/06/2009 a las 22:18 | Comentarios {0}


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