La ventana de la habitación de mi hotel estaba abierta de par en par. Enfrente una luz verdosa se mezclaba con otra morada intensa que devenía a su derecha en otra azul eléctrico. Antonio Almonte se había sentado y me miraba y miraba la cama. Su deseo estaba a punto de romperle la bragueta del pantalón. Se pasaba la lengua por el labio superior. Intentaba hablar con indiferencia. Yo me acerqué a él con un vaso de vino. Se lo ofrecí. El tomó el vaso. Le dije, Bebe, Antonio y él bebió. Con los ojos clavados en su entrepierna empecé a desabrocharme el vestido. Vio mi cuerpo flexible y exclamó algo que se ha perdido en mi memoria. Con cuidado, moviéndome como la gueparda que acaba de olfatear la presencia de la gacela, me desabroché el sujetador y Antonio Almonte vio por primera vez en su vida unas areolas doradas que enmarcaban un pezón morado intenso en el final de un pecho hermoso, justo en sus medidas, de piel blanca por donde se traslucían algunos vasos sanguíneos. Me acerqué a él. Él quiso hacer algo con las manos. Yo le ordené que se mantuviera quieto. Me acerqué más a él y rocé con mis pezones y mis areolas sus ojos, su nariz y sus dos labios. Quiso morderme el pezón. Yo fui mucho más rápida y me separé de él. Me abroché y le dije, Vete ¡Cómo insistió en quedarse! (...) Cerré la puerta y de inmediato aparecieron mis doce gatos. Nos sentamos en círculo. Tomamos las decisiones. Cantamos los himnos. Guardaron mi sueño.
(...)se cumplieron los doce encuentros, el mono cada vez se fue acercando más a la jaula. Ya estaba a punto de entrar. Porque en cada encuentro -como queda relatado- su ansia había aumentado al darle cada vez un poco más de mí: el día que le ofrecí mis labios, el día que le ofrecí mi cuello, el día que le ofrecí mis pies, el día que le ofrecí mis nalgas, el día que le ofrecí mi cintura, aquél de las caderas y el otro de los muslos y los cuatro últimos cuando le dejé mis manos en su cuerpo, cuando le acaricié con mi pecho, cuando le entregué mi vientre y cuando por fin, en el último encuentro, vio mi pubis rizado y dorado como las aguas del lago Hoo Shon en los briosos inicios de la primavera, allá en la lejana y ciertamente misteriosa China.
La última vez que nos vimos, mientras él se masturbaba ante la contemplación de mi sexo, aceptadas las normas implícitas de que nuestro encuentro final estaría marcado por mis tiempos, dijo entre jadeos, Mírala, amor mío, Bastet ama de mi placer. Ninguna mujer me hizo desear tanto entrar en ella. Ninguna mujer me dio tanto gozo con tan poco. Cumpliré como tú quieras. Esperaré el tiempo necesario ¡Oh, tu sexo! me llega hasta aquí la fragancia de su flujo ¡Si me dejaras ahora, si me dejaras ahora...! y mientras se corría y al tiempo que lo hacía, yo cerraba las piernas como si con ese gesto le dejara entrever que todo su semen estaba ya en mí, intensamente en mí y tal era mi gozo que debía conservarlo, cerrarme así y gemir, en esa circunstancia le dije, Me esperarás en tu finca de Extremadura las tres próximas lunas llenas. Habrás de estar solo. No habrá perros. Ni personas. Tú solo pisando las tierras de tu coto y cazando al gato montés. Recién corrido, el marqués de Altomonte había cerrado los ojos. Tras tomar resuello dijo, Así lo haré. Cazaré el gato montés para ti y esa noche serás... Abre los ojos cuando escucha por duodécima vez la puerta que se cierra y él se encuentra, una vez más, solo.
(...)se cumplieron los doce encuentros, el mono cada vez se fue acercando más a la jaula. Ya estaba a punto de entrar. Porque en cada encuentro -como queda relatado- su ansia había aumentado al darle cada vez un poco más de mí: el día que le ofrecí mis labios, el día que le ofrecí mi cuello, el día que le ofrecí mis pies, el día que le ofrecí mis nalgas, el día que le ofrecí mi cintura, aquél de las caderas y el otro de los muslos y los cuatro últimos cuando le dejé mis manos en su cuerpo, cuando le acaricié con mi pecho, cuando le entregué mi vientre y cuando por fin, en el último encuentro, vio mi pubis rizado y dorado como las aguas del lago Hoo Shon en los briosos inicios de la primavera, allá en la lejana y ciertamente misteriosa China.
La última vez que nos vimos, mientras él se masturbaba ante la contemplación de mi sexo, aceptadas las normas implícitas de que nuestro encuentro final estaría marcado por mis tiempos, dijo entre jadeos, Mírala, amor mío, Bastet ama de mi placer. Ninguna mujer me hizo desear tanto entrar en ella. Ninguna mujer me dio tanto gozo con tan poco. Cumpliré como tú quieras. Esperaré el tiempo necesario ¡Oh, tu sexo! me llega hasta aquí la fragancia de su flujo ¡Si me dejaras ahora, si me dejaras ahora...! y mientras se corría y al tiempo que lo hacía, yo cerraba las piernas como si con ese gesto le dejara entrever que todo su semen estaba ya en mí, intensamente en mí y tal era mi gozo que debía conservarlo, cerrarme así y gemir, en esa circunstancia le dije, Me esperarás en tu finca de Extremadura las tres próximas lunas llenas. Habrás de estar solo. No habrá perros. Ni personas. Tú solo pisando las tierras de tu coto y cazando al gato montés. Recién corrido, el marqués de Altomonte había cerrado los ojos. Tras tomar resuello dijo, Así lo haré. Cazaré el gato montés para ti y esa noche serás... Abre los ojos cuando escucha por duodécima vez la puerta que se cierra y él se encuentra, una vez más, solo.
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Cuento
Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/06/2009 a las 12:24 | {0}