No voy a exigir mi reingreso. Lo super ayer. En algún lugar de Europa -casi con toda seguridad entre Países Bajos y Bélgica-. Me acordé de Delft, de Johannes Vermeer y de su coetáneo Antoni van Leeuwenhoek. Dos formas de mirar. Dos entradas. Fue entonces. Caminaba ya en la noche ayudado por la luna creciente. Sentía un deseo vehemente de reprimir mi deseo de acabar con el Estado. Me decía, en largo monólogo interior, ¿Cómo has llegado hasta este pensamiento? ¿Cuándo la torpeza de unos hombres te llevó a esta conclusión? No te ha sentado nada bien la cueva. Demasiada oscuridad genera rabia y ceguera. Admítelo, no puedes afirmar que tu encierro tuviera como origen la decisión de un Funcionario. No puedes tampoco asegurar sin género ninguno de duda que fue la Burocracia quien te llevó de desgracia en desgracia hasta llegar a esta claridad mental, que tan buenos frutos te da en estas inmensas soledades. Si hubiera sido el Funcionario, si hubiera sido la Maquinaria del Estado quienes hubieran conspirado contra tu pequeño mundo, serías uno más. Sólo uno más. Mira cómo te ves: estás solo en un país extraño cuya lengua apenas entiendes; hueles a perro abandonado y las cuencas de tus ojos encierran una mirada que te llevará más pronto que tarde a un centro psiquiátrico donde te aplicarán fármacos hasta dejarte, por fin, lerdo. Sí, sí, lo entiendo Olmo, mi querido yo, mi luciérnaga, mi pedacito de ser vivo; lo entiendo te digo porque eres fuerte y no tienes ambición, porque tu moral no respeta la vida de quien lleva un arma al cinto, porque te cansaste de estar encerrado en aquella cueva en las montañas de Anatolia y de sentir que nunca jamás te abandonaba el olor de tu propia mierda; porque recordaste a los desheredados, sobre todo aquel muchacho al que le quebraron las piernas una jauría de perros comandados por una mujer blanca con cara de caballo a la que nunca olvidarás. ¿Quieres ser un justiciero? Si apenas tienes fuerzas para tenerte en pie. ¿Por dónde vas a empezar? ¿Cuál va a ser el primer símbolo del Estado que vas a volar por los aires? ¿Qué país elegirás? ¿O será un símbolo supranacional? Olmo, Olmo, calma, escucha el rumor del viento entre los árboles. Acuérdate del sueño que tuviste hace no mucho, aquel en el que te convertías en mirlo y cantabas como los ángeles. No quieras más violencia. No vayas por esa vía... esos eran mis pensamientos por un camino de tierra entre Países Bajos y Bélgica (también podría ser entre Alemania y Austria o entre ésta y Suiza) cuando al terminar una curva muy cerrada, encontré que la noche iluminaba el interior de la habitación de una casa (la iluminaba porque era tanta la oscuridad fuera -la luna creciente se había cubierto con un denso manto de nubes- que las lámparas encendidas del interior parecían soles. Lo que vi fue a un joven vestido de oficial, de pie, que gritaba a una mujer sentada en un sofá. No escuchaba lo que gritaba. Estaba lejos. Mi vista tras la oscuridad de la gruta tiene tal gana de vivir que veo cual águila y así veía nítido. La mujer debía de tener unos setenta años y parecía rogarle algo al joven. Leí en sus labios la palabra kleinzoon o quizá fuera enkel, en todo caso aquel apelativo no le calmaba sino que el joven parecía enfurecerse más y más hasta que de improviso, como si fuera una garrapata, se lanzó a por la anciana, la cogió por los pelos, la abofeteó con fuerza en la cara, la estampó contra el sofá, le dio la vuelta, le arrancó el vestido, le rompió las bragas y la violó mientras la golpeaba y gritaba, gritaba y la golpeaba. Terminó aquello. El joven se recompuso el uniforme. La anciana se bajó el vestido, apenas podía moverse. Sangraba su cara. Le dijo algunas palabras al joven. El joven asintió. La anciana con un esfuerzo terrible salió de la sala. Al poco se encendió la luz de lo que debía ser el cuarto de baño, lo imagino porque tenía el cristal de la ventana esmerilado. Mientras, el joven se había servido un vaso de alcohol. Se lo bebió de un trago. Respiró. Miró por la ventana, hacia la noche; quiso sonreír. Tomó una decisión. Salió de la casa. Escuché el ruido del motor de un coche que poco a poco se fue alejando hasta quedar de nuevo nocturno el mundo. Me acerqué a la casa. Llamé a la puerta. Al poco acudió la anciana. Preguntó quién era. Le respondí que era un viajero que se había extraviado. Me abrió la puerta.
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Narrativa
Tags : Olmo Z. ¿2024? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/08/2024 a las 18:32 | {0}