El miércoles el calor en Madrid es asfixiante. También el lunes y también el martes. El miércoles, tras dejar a Caroline en la Estación del Sur, el sol en una acera me derrite el cerebro. Es un calor que abrasa. Es un calor mórbido. Sólo pensar la tarde en la habitación, la imposibilidad de trabajar a gusto, el sudor en los dedos. Todo eso. No entiendo el placer del calor, de este calor que quema y anula y bordea la sensación de desierto. Siempre pensé que África empieza en Zaragoza con el anticipo de los Monegros. Este calor de las ciudades que todo lo ensucia. Un calor artificial además, un calor añadido.
Llego por fin a la calle Mayor, subo a la casa y sin pensarlo hago un par de llamadas, cargo lo indispensable en una maleta, me doy una ducha y tras llegar al lugar donde estaba aparcado (lejos de la calle Mayor, en la calle Viriato, así es también mi vida. Hay trozos de mi vida desperdigados por demasiados sitios. Mi vida se esparce, lo que caracteriza el ser cada cual. Esos trozos, pienso, esas huellas, por todas partes. Es bueno, cuando todo se reúne te das cuenta de que has perdido muchas cosas, así surge el olvido, el desprendimiento, eso que nos lleva al morir) hago aprovisionamiento de agua y sandwiches y cigarrillos liados y tomo la A-6 en dirección a Tapia de Casariego, en el Principado de Asturias, al noroeste de la península. Pongo la radio y pienso que es la primera vez que voy a viajar solo tan largo trecho, unos 600 kilómetros. Para llegar hasta allí hay que atravesar la desolada meseta castellana, los pueblos de Olmedo, de Rueda. Y al atravesar esos pueblos viajo también en el recuerdo porque esa carretera también conduce a Palencia y en esa ciudad, cuna de la primera universidad española, donde se encuentra el Cristo de las Clarisas, un Cristo yacente al que le crecen los cabellos y las uñas y las monjas han de recortárselos cada tanto y sobre el cual escribió un hermoso texto don Miguel de Unamuno, esa ciudad forma parte de mi vida y sus gentes. A todos los sigo queriendo. A todos los llevo en mi corazón. Y cuando llego al norte de León y surgen las montañas y la tierra roja y los grados van descendiendo en el termómetro del salpicadero, mi alma se va serenando, como si hubiera salido del infierno. Cae la noche entre curvas y sigo conduciendo mientras escucho a la Shica y una canción me recuerda las tierras de Granada, camino del aeropuerto, al amanecer y no sé por qué ese recuerdo me anega los ojos de lágrimas pero no por pesar sino por ternura porque lo único que me hace llorar es la ternura. Y me viene a la cabeza Los 400 golpes de Truffaut y aparece un cartel en la autovía que anuncia Peñafita del Cebreiro y entro en Galicia y esa tierra verde, umbría y fresca me trae recuerdos de viejas batallas, de reinas orgullosas y obispos llenos de ambición a los cuales dediqué muchos años de mi vida y mucho esfuerzo de mi imaginación.
Y así, sin parar, voy engullendo kilómetros y siento el placer de conducir y atisbo en un lugar de mi corazón el rostro de mi hija, la ausencia de mis días, el corto horizonte del paisaje gallego y al fin abandono la autovía y entro en la N-634, camino de Ribadeo donde me esperan mis amigos y sus perros, me espera el recuerdo de mi juventud y sus paisajes, me espera el mar Cantábrico y la ría de Castropol.
Llego por fin a la calle Mayor, subo a la casa y sin pensarlo hago un par de llamadas, cargo lo indispensable en una maleta, me doy una ducha y tras llegar al lugar donde estaba aparcado (lejos de la calle Mayor, en la calle Viriato, así es también mi vida. Hay trozos de mi vida desperdigados por demasiados sitios. Mi vida se esparce, lo que caracteriza el ser cada cual. Esos trozos, pienso, esas huellas, por todas partes. Es bueno, cuando todo se reúne te das cuenta de que has perdido muchas cosas, así surge el olvido, el desprendimiento, eso que nos lleva al morir) hago aprovisionamiento de agua y sandwiches y cigarrillos liados y tomo la A-6 en dirección a Tapia de Casariego, en el Principado de Asturias, al noroeste de la península. Pongo la radio y pienso que es la primera vez que voy a viajar solo tan largo trecho, unos 600 kilómetros. Para llegar hasta allí hay que atravesar la desolada meseta castellana, los pueblos de Olmedo, de Rueda. Y al atravesar esos pueblos viajo también en el recuerdo porque esa carretera también conduce a Palencia y en esa ciudad, cuna de la primera universidad española, donde se encuentra el Cristo de las Clarisas, un Cristo yacente al que le crecen los cabellos y las uñas y las monjas han de recortárselos cada tanto y sobre el cual escribió un hermoso texto don Miguel de Unamuno, esa ciudad forma parte de mi vida y sus gentes. A todos los sigo queriendo. A todos los llevo en mi corazón. Y cuando llego al norte de León y surgen las montañas y la tierra roja y los grados van descendiendo en el termómetro del salpicadero, mi alma se va serenando, como si hubiera salido del infierno. Cae la noche entre curvas y sigo conduciendo mientras escucho a la Shica y una canción me recuerda las tierras de Granada, camino del aeropuerto, al amanecer y no sé por qué ese recuerdo me anega los ojos de lágrimas pero no por pesar sino por ternura porque lo único que me hace llorar es la ternura. Y me viene a la cabeza Los 400 golpes de Truffaut y aparece un cartel en la autovía que anuncia Peñafita del Cebreiro y entro en Galicia y esa tierra verde, umbría y fresca me trae recuerdos de viejas batallas, de reinas orgullosas y obispos llenos de ambición a los cuales dediqué muchos años de mi vida y mucho esfuerzo de mi imaginación.
Y así, sin parar, voy engullendo kilómetros y siento el placer de conducir y atisbo en un lugar de mi corazón el rostro de mi hija, la ausencia de mis días, el corto horizonte del paisaje gallego y al fin abandono la autovía y entro en la N-634, camino de Ribadeo donde me esperan mis amigos y sus perros, me espera el recuerdo de mi juventud y sus paisajes, me espera el mar Cantábrico y la ría de Castropol.
Las Hilanderas Diego Velázquez
Esas son las horas que un humano adulto necesita para aprender cualquier técnica. 10.000 horas equivalen a 416,6 días o lo que es lo mismo casi 13 meses y medio o más simple aún 1 año y un par de meses.
También atañe al arte este principio (aunque yo soy más bien de la opinión de que el arte no se aprende, lo que se aprende es el oficio de ese arte), es decir: dedique usted 10.000 horas a escribir y ya habrá adquirido el oficio de escritor (o cualquiera otro: ya sea médico o arquitecto o compositor o piloto). Me parece correcta la estimación. He estado unos días con la duda de si yo habría cumplido ya con mis 10.000 horas y cuando he hecho el cálculo y no me ha quedado ni la más mínima duda de que el tiempo había sido cumplido, me he dicho, ¿Y adónde has ido? Tampoco creo que haya sobrepasado en mucho esas 10.000 horas (quede claro que si colocáramos esos casi catorce meses de seguido no cabría en ellos el dormir o el comer, en fin, todas esas cosas, la vida, hombre, la vida, escribe la vida y a otra cosa, me digo ahora, para inyectarme un poco de fluidez). En mi caso llevo 35 años escribiendo que son 420 meses o dicho de otro modo 12.600 días y descendiendo por las medidas del tiempo se convierten en 302.400 horas; 10.000 horas son más o menos un 3% de esas 302.400 y sí considero que he dedicado un 3% de mi vida a la tarea de escribir. Ya puedo decir con las estimaciones científicas en la mano (el aserto de las 10.000 horas me lo comentó César Delgado y luego lo escuché en el programa Redes de Eduard Punset) que he adquirido con los años la técnica de un oficio.
Por cierto: ¡Cómo vuelan las horas!
También atañe al arte este principio (aunque yo soy más bien de la opinión de que el arte no se aprende, lo que se aprende es el oficio de ese arte), es decir: dedique usted 10.000 horas a escribir y ya habrá adquirido el oficio de escritor (o cualquiera otro: ya sea médico o arquitecto o compositor o piloto). Me parece correcta la estimación. He estado unos días con la duda de si yo habría cumplido ya con mis 10.000 horas y cuando he hecho el cálculo y no me ha quedado ni la más mínima duda de que el tiempo había sido cumplido, me he dicho, ¿Y adónde has ido? Tampoco creo que haya sobrepasado en mucho esas 10.000 horas (quede claro que si colocáramos esos casi catorce meses de seguido no cabría en ellos el dormir o el comer, en fin, todas esas cosas, la vida, hombre, la vida, escribe la vida y a otra cosa, me digo ahora, para inyectarme un poco de fluidez). En mi caso llevo 35 años escribiendo que son 420 meses o dicho de otro modo 12.600 días y descendiendo por las medidas del tiempo se convierten en 302.400 horas; 10.000 horas son más o menos un 3% de esas 302.400 y sí considero que he dedicado un 3% de mi vida a la tarea de escribir. Ya puedo decir con las estimaciones científicas en la mano (el aserto de las 10.000 horas me lo comentó César Delgado y luego lo escuché en el programa Redes de Eduard Punset) que he adquirido con los años la técnica de un oficio.
Por cierto: ¡Cómo vuelan las horas!
Una tarde, en una casa ajena, Milos Amós se puso a escribirse en tercera persona. Miraba a través de una ventana, en realidad dos ventanas en ángulo recto. No sabía a quién pertenecía esa casa. No sabía por qué se encontraba ahí. Era una casa limpia. Tenía varios adelantos modernos. De aquella casa surgió la cuarteta 421 de su libro Poemas a la Gripe A. La guardó. Apenas la volvió a leer. Tan sólo sabía que estaba allí. La cuarteta. Estaba allí y eso era suficiente en aquel momento, en aquella casa. Pensaba, frente a las ventanas, que la fantasía se había acabado. Ya no estaba. Tras tantos años alejándose. Ocho años alejándose. Pensó en aquella casa el número ocho. Le pareció una cifra redonda. Infinita también. Quiso o recordó un libro de Georges Ifrah sobre la historia de las cifras. No una historia esotérica, una historia científica. Era una historia científica. O una simple historia.
Cuarteta 421
Madrugadas y azul
se me vienen y van.
Madrugadas y azul
alejado de allá.
Pronto se había hecho la noche y se había visto en la cama. En una cama que en nada le concernía. Como una cama de hotel, en una habitación de hotel. Sin historia para él que se escribía en tercera persona, en mitad de la madrugada, en una casa desconocida, con unos ruidos desconocidos que ni siquiera le causaban temor. Si le hubieran causado temor. A lo mejor, entonces, se dijo o incluso lo escribió en tercera persona, llamando al personaje por su nombre. Más tarde abandonaría esa casa limpia.
Cuarteta 421
Madrugadas y azul
se me vienen y van.
Madrugadas y azul
alejado de allá.
Pronto se había hecho la noche y se había visto en la cama. En una cama que en nada le concernía. Como una cama de hotel, en una habitación de hotel. Sin historia para él que se escribía en tercera persona, en mitad de la madrugada, en una casa desconocida, con unos ruidos desconocidos que ni siquiera le causaban temor. Si le hubieran causado temor. A lo mejor, entonces, se dijo o incluso lo escribió en tercera persona, llamando al personaje por su nombre. Más tarde abandonaría esa casa limpia.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/08/2009 a las 00:55 | {0}
El día 7 de agosto de 2009 aparece una reseña en el Neues Literatür un semanario de novedades literarias de Suiza en el que se habla de un nuevo libro de poemas del autor Milos Amos titulado Poemas a la Gripe A compuesto por seiscientos poemas estructurados en cuartetos sin son de arte mayor y en cuartetas cuando lo son de arte menor.
Todo el poemario es un extenso recorrido por los síntomas de la gripe A que al fin y al cabo son casi los mismos que los de cualquier otra gripe excepto la llamada gripe española la cual tenía como particularidad la extensión del color púrpura por todo el cuerpo previo a la muerte.
Sin querer hacer de crítico porque no tengo la menor vara de medir (ni siquiera una vara de un milímetro de crítica), los poemas de Milos Amos (no pongo el acento porque parece que el autor se lo ha quitado) rezuman un renacer, una especie de olvido de sí mismo, una nueva tentativa de vivir sin el pasado, una vuelta de tuerca a la esperanza humana de soslayar en la medida de lo posible los recuerdos para atender tan sólo a lo que ocurre. Así en la cuarteta 26 escribe:
No era la náusea
razón para morir
ni el temblor de la piel
atrajo el seísmo.
Milos Amos no explica nada, no arguye nada y (en aclaración hecha por la editorial) prohibe cualquier explicación por parte de los editores a su nueva obra.
Sin querer hacer lo que él prohibe, en el cuarteto 523 el poeta escribe:
Amurallado entre cajas y cajas de pañuelos
he conseguido crear un velo entre mis pasiones
y la fiebre de la noche la cual engendra furias
que pasean por todo mi organismo.
¿No hay en este cuarteto una lejana relación con su huida? ¿No hay un atisbo de vuelta, de mirada atrás, de ajuste de cuentas? ¿Ese último endecasílabo no es un guiño a toda su obra anterior y sobre todo a su primer libro Once Poemas?
Quizá Milos Amos ha vuelto. Este libro, de momento, tan sólo es un presagio.
Todo el poemario es un extenso recorrido por los síntomas de la gripe A que al fin y al cabo son casi los mismos que los de cualquier otra gripe excepto la llamada gripe española la cual tenía como particularidad la extensión del color púrpura por todo el cuerpo previo a la muerte.
Sin querer hacer de crítico porque no tengo la menor vara de medir (ni siquiera una vara de un milímetro de crítica), los poemas de Milos Amos (no pongo el acento porque parece que el autor se lo ha quitado) rezuman un renacer, una especie de olvido de sí mismo, una nueva tentativa de vivir sin el pasado, una vuelta de tuerca a la esperanza humana de soslayar en la medida de lo posible los recuerdos para atender tan sólo a lo que ocurre. Así en la cuarteta 26 escribe:
No era la náusea
razón para morir
ni el temblor de la piel
atrajo el seísmo.
Milos Amos no explica nada, no arguye nada y (en aclaración hecha por la editorial) prohibe cualquier explicación por parte de los editores a su nueva obra.
Sin querer hacer lo que él prohibe, en el cuarteto 523 el poeta escribe:
Amurallado entre cajas y cajas de pañuelos
he conseguido crear un velo entre mis pasiones
y la fiebre de la noche la cual engendra furias
que pasean por todo mi organismo.
¿No hay en este cuarteto una lejana relación con su huida? ¿No hay un atisbo de vuelta, de mirada atrás, de ajuste de cuentas? ¿Ese último endecasílabo no es un guiño a toda su obra anterior y sobre todo a su primer libro Once Poemas?
Quizá Milos Amos ha vuelto. Este libro, de momento, tan sólo es un presagio.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/08/2009 a las 11:33 | {1}
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Poesía
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/08/2009 a las 09:53 | {0}