Estaba allí, tumbada; Si no hubiera sabido que estaba muerta pensaría que dormía; pero estaba muerta, muerta desde hacía cinco minutos.
Sentado a la altura de su rostro, Miroslav lloraba ovillado; por sus muñecas se deslizaban lentamente las lágrimas como la noche se deslizaba por las paredes de la casa. De vez en cuando Miroslav sufría ligeras convulsiones provocadas por la falta de aire en los pulmones y por el frío que inunda el cuerpo tras haber llorado mucho. También tenía miedo por el silencio, por la soledad, por el hambre, por el invierno.
Lejos se escuchaban aún cruces de disparos. Pero ya lejos.
En esa postura encorvada, reconcentrado en sí mismo, como si no quisiera atender al mundo que le rodeaba, el muchacho se mantuvo inmóvil hasta que la helada de la noche entró por las ventanas y el frío se le hizo insoportable. Entonces se levantó, se frotó las manos, encendió el fogón de la cocina con unas pocas ramas y se alumbró con un par de cabos de vela. El calor y la penumbra le hicieron recordar su anhelo de ser médico, la alegría de su madre y el apoyo del viejo doctor Faruk que le permitió hojear sus libros de anatomía. Pero de nada habían servido sus escasos conocimientos para mantener viva a su madre tras ser abatida por los disparos de un soldado. Había descubierto la trayectoria de la bala, los órganos que había interesado, la gravedad del caso. Supo que si no se la operaba moriría sin remedio.
- Miroslav, ¿puedes salvarme?.
- No lo sé.
Pero ella, a cada segundo con menos fuerza, se aferró a su penúltimo aliento para animarle: "¡Inténtalo, hijo, inténtalo".
Cuando Miroslav la arrastraba hacia el interior de la casa ya había tomado su decisión. Con prudencia la tumbó en el jergón, inspeccionó la herida que según sus cálculos atravesaba el pulmón derecho, giró su cuerpo por si la bala había salido por la espalda, pero no, seguramente se encontraba alojada cerca de la columna vertebral, a la altura de la cuarta vértebra torácica; entonces volvió a ponerla bocarriba, limpió el orificio de entrada y colocó sobre él un apósito para contener en lo posible la hemorragia. Antes de cauterizar la herida Miroslav besó a su madre y le dijo: "Te quiero". Ella sólo pudo sonreír.
En el silencio terrible del atardecer contrastaban las respiraciones de ambos: la de la madre apenas un suspiro, la del hijo un torrente de aire en cada bocanada. Transcurrida media hora tenía en su mano la bala; media hora después su madre moría.
Fuera nevaba, era el centro de la madrugada, parecía el mundo dormido y helado; a donde mirara sólo veía un manto blanco más blanco aún por la fría luz blanca de la luna entre nubes blancas; blanca y fría luz que iluminaba el rostro macilento de su madre y pintaba de azul sus labios. Miroslav se acercó hasta ella y la arrastró fuera de la casa; frente a la puerta de entrada la cubrió de nieve como si con ello pudiera conservar un poco más su recuerdo, su calor. Luego se quedó casi dormido y alegres duermevelas tuvo: se acercaban unos hombres, lo recogían, daban digna sepultura a su madre, lo llevaban a un lugar cálido junto a otros niños, lo ayudaban en sus estudios de medicina, volvía a su pueblo reconstruido ya como médico y la plaza, sí, la plaza del pueblo se llamaba Irina, Plaza Irina, en recuerdo de su madre.
- ¡Madre...madre...!
El día siguiente lo pasó recogiendo algunas ramas para el hogar, haciendo inventario de los alimentos, tapando con cartones los vanos de las ventanas sin cristales, lavando la sangre del jergón y subiéndose a lo alto de una pequeña loma por si veía a los hombres que irían en su busca. Así transcurrió el día siguiente.
Una semana entera estuvo sentado en el pequeño taburete, ensimismado; la desesperanza se iba adueñando de su corazón de niño. Los víveres se iban terminando. El hambre empezaba a rondarle. Intentó cazar algo por los alrededores pero el invierno lo había sepultado todo bajo la nieve, los árboles estaban desnudos y el río vacío de peces. Cada vez con más fatiga subía la loma pero ni siquiera desde allí se escuchaban los disparos de los días anteriores. Pensaba si quizá la guerra lo había destruido todo.
Vencido el miedo por el hambre se acercó hasta el pueblo y casa por casa, establo por establo buscó comida. De repente el viento le engañaba y creía oír voces, voces amigas que pronunciaban su nombre o palabras como pan, mantequilla, carne o aceite; entonces Miroslav corría, iba en busca de sus semejantes pero tan sólo hallaba viento barriendo las calles, viento golpeando contraventanas, viento silbando en una esquina, viento helando su cara, viento tañendo campanas.
Un amanecer, cuando con sus manos estaba cubriendo el cuerpo de su madre y el hambre le provocaba agudos dolores de estómago, pensó por primera vez en ello. Hasta entonces ni se le había pasado por la imaginación. No, ni por la imaginación. Descubrió el cadáver excepto la cabeza y se sentó sobre el suelo nevado; recorrió con la mirada el cuello, el pecho, las caderas, los muslos, los pies y no pudo evitar que la boca se le hiciera agua. El más terrible de los sentimientos, como si hubiera sido él el asesino de su madre, él el soldado que había apuntado al costado de su madre, él el que había escondido todos los alimentos, él el causante de la guerra, se apoderó de Miroslav, anegó sus ojos de lágrimas y lo alejó de la muerta con la poca furia que su debilidad le permitía. El niño se encaminó a la loma y en ella permaneció hasta que la noche le impidió ver y el frío le dolió hasta el grito.
Aquella noche no pudo dormir pero alcanzó un ensueño del que surgió un espíritu de rostro apacible. En un primer momento Miroslav se asustó pero el espíritu le sonrío y con un manto de berzas adornado de fresas lo cubrió y lo atrajo hacia sí. Y el espíritu le habló al oído mientras a su alrededor esparcía aroma de mermelada y leche: "Miroslav, mi pequeño médico, tus manos son diestras. Serás un buen cirujano. Pero debes saber que el futuro es para el que come y si no comes jamás podrás llegar a salvar la vida de los hombres como ya has intentado salvar la vida de Irina. ¿Tú qué crees que pensaría ella si pudiera verte en esta situación?, ¿no te dijo mil veces que haría cualquier cosa por ti?, ¿no te lo dijo?. ¿No te dio la vida una vez?, ¿no te alimentaste de ella en su seno?. ¿Por qué no habrías de hacer lo mismo ahora?. Tú ya sabes, pequeño, que la carne de los muertos se pudre y desaparece; de nada le sirve a tu madre su carne y sin embargo a ti te daría la vida que necesitas, el alimento para la vida. Come, Miroslav, come a tu madre y por siempre estále agradecido pues te habrá dado la vida dos veces". El espíritu se desvaneció con la mañana.
Aquel día Miroslav se acercó a la muerta y la cubrió de nieve. Por la noche acudió el espíritu y le repitió las mismas palabras.
Al día siguiente Miroslav, con una sierra en las manos, llegó hasta Irina pero sólo la pudo mirar. Por la noche acudió el espíritu y le repitió las misma palabras.
Al tercer día desde la aparición del espíritu Miroslav serró el muslo derecho de su madre, lo troceó, lo asó en el hogar y lo comió. El espíritu no apareció aquella noche.
Dos meses después el pequeño escuchó de nuevo los disparos. Aprisa enterró los restos del cadáver y se sentó en la loma a esperar; soñaba de nuevo un lugar cálido, los estudios de medicina en la universidad, el final del miedo. Miroslav levantó el brazo. En su mano se aireaba con la brisa del día un pañuelo blanco. Los hombres que se acercaban en un jeep lo vieron. Oyó el silbido de la bala en el aire y sintió su impacto en la cabeza. Luego cayó y creyó dormir.
Irina lo acunaba en su regazo cuando despertó. Estaba entera, hermosa como nunca, la Aurora parecía.
- Madre, ¿estamos muertos?
Irina sonrió y le besó la frente.
- Madre, ¿estoy soñando?
- ¡Qué importa, hijo, si es sueño! Estamos juntos.
- Madre, te quiero.
Miroslav cerró los ojos. Todo se fue desvaneciendo.
Sentado a la altura de su rostro, Miroslav lloraba ovillado; por sus muñecas se deslizaban lentamente las lágrimas como la noche se deslizaba por las paredes de la casa. De vez en cuando Miroslav sufría ligeras convulsiones provocadas por la falta de aire en los pulmones y por el frío que inunda el cuerpo tras haber llorado mucho. También tenía miedo por el silencio, por la soledad, por el hambre, por el invierno.
Lejos se escuchaban aún cruces de disparos. Pero ya lejos.
En esa postura encorvada, reconcentrado en sí mismo, como si no quisiera atender al mundo que le rodeaba, el muchacho se mantuvo inmóvil hasta que la helada de la noche entró por las ventanas y el frío se le hizo insoportable. Entonces se levantó, se frotó las manos, encendió el fogón de la cocina con unas pocas ramas y se alumbró con un par de cabos de vela. El calor y la penumbra le hicieron recordar su anhelo de ser médico, la alegría de su madre y el apoyo del viejo doctor Faruk que le permitió hojear sus libros de anatomía. Pero de nada habían servido sus escasos conocimientos para mantener viva a su madre tras ser abatida por los disparos de un soldado. Había descubierto la trayectoria de la bala, los órganos que había interesado, la gravedad del caso. Supo que si no se la operaba moriría sin remedio.
- Miroslav, ¿puedes salvarme?.
- No lo sé.
Pero ella, a cada segundo con menos fuerza, se aferró a su penúltimo aliento para animarle: "¡Inténtalo, hijo, inténtalo".
Cuando Miroslav la arrastraba hacia el interior de la casa ya había tomado su decisión. Con prudencia la tumbó en el jergón, inspeccionó la herida que según sus cálculos atravesaba el pulmón derecho, giró su cuerpo por si la bala había salido por la espalda, pero no, seguramente se encontraba alojada cerca de la columna vertebral, a la altura de la cuarta vértebra torácica; entonces volvió a ponerla bocarriba, limpió el orificio de entrada y colocó sobre él un apósito para contener en lo posible la hemorragia. Antes de cauterizar la herida Miroslav besó a su madre y le dijo: "Te quiero". Ella sólo pudo sonreír.
En el silencio terrible del atardecer contrastaban las respiraciones de ambos: la de la madre apenas un suspiro, la del hijo un torrente de aire en cada bocanada. Transcurrida media hora tenía en su mano la bala; media hora después su madre moría.
Fuera nevaba, era el centro de la madrugada, parecía el mundo dormido y helado; a donde mirara sólo veía un manto blanco más blanco aún por la fría luz blanca de la luna entre nubes blancas; blanca y fría luz que iluminaba el rostro macilento de su madre y pintaba de azul sus labios. Miroslav se acercó hasta ella y la arrastró fuera de la casa; frente a la puerta de entrada la cubrió de nieve como si con ello pudiera conservar un poco más su recuerdo, su calor. Luego se quedó casi dormido y alegres duermevelas tuvo: se acercaban unos hombres, lo recogían, daban digna sepultura a su madre, lo llevaban a un lugar cálido junto a otros niños, lo ayudaban en sus estudios de medicina, volvía a su pueblo reconstruido ya como médico y la plaza, sí, la plaza del pueblo se llamaba Irina, Plaza Irina, en recuerdo de su madre.
- ¡Madre...madre...!
El día siguiente lo pasó recogiendo algunas ramas para el hogar, haciendo inventario de los alimentos, tapando con cartones los vanos de las ventanas sin cristales, lavando la sangre del jergón y subiéndose a lo alto de una pequeña loma por si veía a los hombres que irían en su busca. Así transcurrió el día siguiente.
Una semana entera estuvo sentado en el pequeño taburete, ensimismado; la desesperanza se iba adueñando de su corazón de niño. Los víveres se iban terminando. El hambre empezaba a rondarle. Intentó cazar algo por los alrededores pero el invierno lo había sepultado todo bajo la nieve, los árboles estaban desnudos y el río vacío de peces. Cada vez con más fatiga subía la loma pero ni siquiera desde allí se escuchaban los disparos de los días anteriores. Pensaba si quizá la guerra lo había destruido todo.
Vencido el miedo por el hambre se acercó hasta el pueblo y casa por casa, establo por establo buscó comida. De repente el viento le engañaba y creía oír voces, voces amigas que pronunciaban su nombre o palabras como pan, mantequilla, carne o aceite; entonces Miroslav corría, iba en busca de sus semejantes pero tan sólo hallaba viento barriendo las calles, viento golpeando contraventanas, viento silbando en una esquina, viento helando su cara, viento tañendo campanas.
Un amanecer, cuando con sus manos estaba cubriendo el cuerpo de su madre y el hambre le provocaba agudos dolores de estómago, pensó por primera vez en ello. Hasta entonces ni se le había pasado por la imaginación. No, ni por la imaginación. Descubrió el cadáver excepto la cabeza y se sentó sobre el suelo nevado; recorrió con la mirada el cuello, el pecho, las caderas, los muslos, los pies y no pudo evitar que la boca se le hiciera agua. El más terrible de los sentimientos, como si hubiera sido él el asesino de su madre, él el soldado que había apuntado al costado de su madre, él el que había escondido todos los alimentos, él el causante de la guerra, se apoderó de Miroslav, anegó sus ojos de lágrimas y lo alejó de la muerta con la poca furia que su debilidad le permitía. El niño se encaminó a la loma y en ella permaneció hasta que la noche le impidió ver y el frío le dolió hasta el grito.
Aquella noche no pudo dormir pero alcanzó un ensueño del que surgió un espíritu de rostro apacible. En un primer momento Miroslav se asustó pero el espíritu le sonrío y con un manto de berzas adornado de fresas lo cubrió y lo atrajo hacia sí. Y el espíritu le habló al oído mientras a su alrededor esparcía aroma de mermelada y leche: "Miroslav, mi pequeño médico, tus manos son diestras. Serás un buen cirujano. Pero debes saber que el futuro es para el que come y si no comes jamás podrás llegar a salvar la vida de los hombres como ya has intentado salvar la vida de Irina. ¿Tú qué crees que pensaría ella si pudiera verte en esta situación?, ¿no te dijo mil veces que haría cualquier cosa por ti?, ¿no te lo dijo?. ¿No te dio la vida una vez?, ¿no te alimentaste de ella en su seno?. ¿Por qué no habrías de hacer lo mismo ahora?. Tú ya sabes, pequeño, que la carne de los muertos se pudre y desaparece; de nada le sirve a tu madre su carne y sin embargo a ti te daría la vida que necesitas, el alimento para la vida. Come, Miroslav, come a tu madre y por siempre estále agradecido pues te habrá dado la vida dos veces". El espíritu se desvaneció con la mañana.
Aquel día Miroslav se acercó a la muerta y la cubrió de nieve. Por la noche acudió el espíritu y le repitió las mismas palabras.
Al día siguiente Miroslav, con una sierra en las manos, llegó hasta Irina pero sólo la pudo mirar. Por la noche acudió el espíritu y le repitió las misma palabras.
Al tercer día desde la aparición del espíritu Miroslav serró el muslo derecho de su madre, lo troceó, lo asó en el hogar y lo comió. El espíritu no apareció aquella noche.
Dos meses después el pequeño escuchó de nuevo los disparos. Aprisa enterró los restos del cadáver y se sentó en la loma a esperar; soñaba de nuevo un lugar cálido, los estudios de medicina en la universidad, el final del miedo. Miroslav levantó el brazo. En su mano se aireaba con la brisa del día un pañuelo blanco. Los hombres que se acercaban en un jeep lo vieron. Oyó el silbido de la bala en el aire y sintió su impacto en la cabeza. Luego cayó y creyó dormir.
Irina lo acunaba en su regazo cuando despertó. Estaba entera, hermosa como nunca, la Aurora parecía.
- Madre, ¿estamos muertos?
Irina sonrió y le besó la frente.
- Madre, ¿estoy soñando?
- ¡Qué importa, hijo, si es sueño! Estamos juntos.
- Madre, te quiero.
Miroslav cerró los ojos. Todo se fue desvaneciendo.
Querido:
Ya sabes, eres tú, el que me lleva a las lágrimas mientras comemos pollo o junto al que me dejo llevar por la emoción del amor y del amar. Ni siquiera es necesario que leas esta carta porque todo lo sabes y más que no podré escribir porque como le escribe Alain Fournier a su amigo Jacques Rivière: seulement tu ne serais pas qui tu es si tu ne savais pas qu'il y a des choses qu'on ne peut ni dire ni écrire (sólo no serás quien eres si no sabes que hay cosas que no se pueden decir ni escribir). Espero entonces saber qué es lo que puedo escribir tras habernos dicho tanto, mon semblable, mon frère. Que te quiero sería decir muy poco. Que espero que un día este trajín endiablado que es vivir se calme y podamos, alegres, sonreír y mirarnos como a veces, tú sabes, como a veces... y que esta tristeza que me lleva, estos días tan confusos, esta marejada de emociones y de angustias tontas, se acaben porque por fin, por fin, amigo, acepté que no sé nada, que nunca sabré nada y, lo que quizá sea más importante, es que no hace falta saber nada.
Te decía hoy que estaba convencido de que el bueno de Sócrates se hubo de sentir triste cuando descubrió que sólo sabía que no sabía nada. A mí me pasa (no quiero con esto, como podrás comprender, compararme con él). He querido saber toda mi vida, es quizá lo que más he perseguido y ese deseo me ha llevado a esta ignorancia en cuyo fondo no veo un suelo de rocas puntiagudas prestas a atravesarme la carne sino una piscina cubierta con hermosas mujeres que nadan a espalda y hermosos hombres que nadan a braza y perros de aguas que persiguen un pato. El día que por fin me crea que no sé nada dejaré de luchar y podré comenzar a desandar el camino. El día que no sepa que hay conflicto, el día que olvide el significado de esa palabra.
Y mientras eso ocurra estás tú que te llevas jugando la amistad por amistad en cada encuentro grave, que miras de frente con una mezcla de severidad y de ternura como si en esa mirada supieras que has de cuidarme hasta el dolor ¡Amigo mío, cuánto te agradezco todos estos años!
Todo pasará y seremos viejos y quizá nos ocurra como al personaje de la abuela en la película de Bergman Fany y Alexander cuando, ya muy mayor, le comenta a su nuera que al final de su vida, después de tanto vivido y sufrido en la madurez, ahora, a punto de morir, tan sólo le importan los sucesos de cuando era niña, uno con una bicicleta o con un alfiler o con una muñeca y todo lo demás, lo que vino después, no lo recuerda, no era importante.
Espero no haber pecado de sensiblero, ni haber escrito nada inconveniente. La duda llega cada vez más dentro y aclara.
Un fuerte, muy fuerte abrazo para ti de Fernando
Ya sabes, eres tú, el que me lleva a las lágrimas mientras comemos pollo o junto al que me dejo llevar por la emoción del amor y del amar. Ni siquiera es necesario que leas esta carta porque todo lo sabes y más que no podré escribir porque como le escribe Alain Fournier a su amigo Jacques Rivière: seulement tu ne serais pas qui tu es si tu ne savais pas qu'il y a des choses qu'on ne peut ni dire ni écrire (sólo no serás quien eres si no sabes que hay cosas que no se pueden decir ni escribir). Espero entonces saber qué es lo que puedo escribir tras habernos dicho tanto, mon semblable, mon frère. Que te quiero sería decir muy poco. Que espero que un día este trajín endiablado que es vivir se calme y podamos, alegres, sonreír y mirarnos como a veces, tú sabes, como a veces... y que esta tristeza que me lleva, estos días tan confusos, esta marejada de emociones y de angustias tontas, se acaben porque por fin, por fin, amigo, acepté que no sé nada, que nunca sabré nada y, lo que quizá sea más importante, es que no hace falta saber nada.
Te decía hoy que estaba convencido de que el bueno de Sócrates se hubo de sentir triste cuando descubrió que sólo sabía que no sabía nada. A mí me pasa (no quiero con esto, como podrás comprender, compararme con él). He querido saber toda mi vida, es quizá lo que más he perseguido y ese deseo me ha llevado a esta ignorancia en cuyo fondo no veo un suelo de rocas puntiagudas prestas a atravesarme la carne sino una piscina cubierta con hermosas mujeres que nadan a espalda y hermosos hombres que nadan a braza y perros de aguas que persiguen un pato. El día que por fin me crea que no sé nada dejaré de luchar y podré comenzar a desandar el camino. El día que no sepa que hay conflicto, el día que olvide el significado de esa palabra.
Y mientras eso ocurra estás tú que te llevas jugando la amistad por amistad en cada encuentro grave, que miras de frente con una mezcla de severidad y de ternura como si en esa mirada supieras que has de cuidarme hasta el dolor ¡Amigo mío, cuánto te agradezco todos estos años!
Todo pasará y seremos viejos y quizá nos ocurra como al personaje de la abuela en la película de Bergman Fany y Alexander cuando, ya muy mayor, le comenta a su nuera que al final de su vida, después de tanto vivido y sufrido en la madurez, ahora, a punto de morir, tan sólo le importan los sucesos de cuando era niña, uno con una bicicleta o con un alfiler o con una muñeca y todo lo demás, lo que vino después, no lo recuerda, no era importante.
Espero no haber pecado de sensiblero, ni haber escrito nada inconveniente. La duda llega cada vez más dentro y aclara.
Un fuerte, muy fuerte abrazo para ti de Fernando
Háblame.
Acaríciame.
Luego
un pedazo de mirada.
Háblame,
dime si aún
sobre nosotros
sobre nosotros...
Dijo.
Se dijo
o alguien comentó
no existe el impersonal.
Háblame.
Pensó entonces
que le estaba hablando
siempre, siempre.
Háblame
por la alameda
entre las aguas
junto al lago
en el sueño.
Y así
siempre
como si supiera
siempre
qué hablar.
Háblame, dijo,
entre sábanas
también en la llanura
seca y amarilla y muerta.
Háblame,
se lo dijo al oído
cuando aún la cercanía
estaba presente.
Y así él
habló
como un torrente
que surge del deshielo
en lo alto de un gran monte
por donde el invierno
pasó sin saberlo.
Háblame, háblame, háblame.
Acaríciame.
Luego
un pedazo de mirada.
Háblame,
dime si aún
sobre nosotros
sobre nosotros...
Dijo.
Se dijo
o alguien comentó
no existe el impersonal.
Háblame.
Pensó entonces
que le estaba hablando
siempre, siempre.
Háblame
por la alameda
entre las aguas
junto al lago
en el sueño.
Y así
siempre
como si supiera
siempre
qué hablar.
Háblame, dijo,
entre sábanas
también en la llanura
seca y amarilla y muerta.
Háblame,
se lo dijo al oído
cuando aún la cercanía
estaba presente.
Y así él
habló
como un torrente
que surge del deshielo
en lo alto de un gran monte
por donde el invierno
pasó sin saberlo.
Háblame, háblame, háblame.
Composición I
Someramente el atasco es una forma más de vida. Sumergido en un lugar de asfaltos y horizontes muy verticales, mi él apagó la radio del automóvil y subió las ventanillas. No se hizo el silencio, de fuera, claro, llegaba el bramido del Mar de los Motores. Los espejos retrovisores le mostraban lo que ya había pasado con la distorsión propia de todo espejo. Ese hecho laceraba a mi él: saber que nunca podría verse tal cual es sino sometido a la imperfección del pulido.
Existen en las grandes ciudades zonas que parecen ajenas a la propia ciudad como de improviso ocurre cuando en un momento determinado una música nos evoca otro momento distinto.
La lentitud en la investigación. La calma. Tocar documentos (la palabra documento en sí provoca en mí una suerte de dulzura, algo llamativo e intrigante que me empuja a vivir. La palabra documento tiene la fuerza de la ley y la suavidad del descubrimiento) sobre una mesa, ver a las archiveras archivando en un silencio de oficina o de templo, todo eso en una zona de la gran ciudad ajena a ella.
Con una naturalidad pasmosa tomo la carretera para poder nadar solo. Sé que he de acostumbrarme a esta nueva piscina. Es hermosa. Su arquitectura. Parece como si nadara en una estación de tren. Sin embargo (enemigo de las adversativas, he de ponerla) esta nueva piscina está llena de personas, en cada calle nadamos cuatro o cinco a la vez. Como todos los que me rodean, estoy seguro, disfruto más nadando solo.
He tomado la carretera que lleva hasta el pueblo de la sierra. He entrado en la piscina donde nadé cinco años. De las ocho calles sólo una estaba ocupada. He nadado solo y he reconocido, traviesa a traviesa, el techo de madera. Me han llamado por mi nombre. No me han cobrado. Y cuando me vestía tras el nado he hablado con un hombre al cual ya conocía. Luego he descubierto que me he dejado olvidado en el vestuario el traje de baño.
La tarde ha sido la infancia. La última infancia. Me he sentido por un momento como si yo fuera mi tío Carlos y Violeta fuera Fernando con diez años. Mi hija y yo hemos vuelto caminando desde la Calle Mayor hasta la calle Ortega y Gasset. En un semáforo me ha abrazado con muchísimo cariño. Hemos entrado en la iglesia que hace esquina en las calles Lagasca y Alcalá, una iglesia que siempre me ha gustado mucho, no recuerdo si es la iglesia de San Agustín. Le he dicho que si quería podía tomar agua bendita y me ha preguntado, ¿Y qué hago? y le he dicho, Te persignas y le he hecho el gesto. Ella se ha persignado y le he dicho, Ya estás bendita por Dios. Ella, sorprendida, ha contestado, ¿Ah, sí? Y nos hemos reído (de buena fe).
He vuelto a pensar que desde hace días, desde que entró septiembre, el metro funciona más lento. Tras dejar a Violeta, en la estación de Manuel Becerra. Había mucha gente en el andén. Y era tarde.
Existen en las grandes ciudades zonas que parecen ajenas a la propia ciudad como de improviso ocurre cuando en un momento determinado una música nos evoca otro momento distinto.
La lentitud en la investigación. La calma. Tocar documentos (la palabra documento en sí provoca en mí una suerte de dulzura, algo llamativo e intrigante que me empuja a vivir. La palabra documento tiene la fuerza de la ley y la suavidad del descubrimiento) sobre una mesa, ver a las archiveras archivando en un silencio de oficina o de templo, todo eso en una zona de la gran ciudad ajena a ella.
Con una naturalidad pasmosa tomo la carretera para poder nadar solo. Sé que he de acostumbrarme a esta nueva piscina. Es hermosa. Su arquitectura. Parece como si nadara en una estación de tren. Sin embargo (enemigo de las adversativas, he de ponerla) esta nueva piscina está llena de personas, en cada calle nadamos cuatro o cinco a la vez. Como todos los que me rodean, estoy seguro, disfruto más nadando solo.
He tomado la carretera que lleva hasta el pueblo de la sierra. He entrado en la piscina donde nadé cinco años. De las ocho calles sólo una estaba ocupada. He nadado solo y he reconocido, traviesa a traviesa, el techo de madera. Me han llamado por mi nombre. No me han cobrado. Y cuando me vestía tras el nado he hablado con un hombre al cual ya conocía. Luego he descubierto que me he dejado olvidado en el vestuario el traje de baño.
La tarde ha sido la infancia. La última infancia. Me he sentido por un momento como si yo fuera mi tío Carlos y Violeta fuera Fernando con diez años. Mi hija y yo hemos vuelto caminando desde la Calle Mayor hasta la calle Ortega y Gasset. En un semáforo me ha abrazado con muchísimo cariño. Hemos entrado en la iglesia que hace esquina en las calles Lagasca y Alcalá, una iglesia que siempre me ha gustado mucho, no recuerdo si es la iglesia de San Agustín. Le he dicho que si quería podía tomar agua bendita y me ha preguntado, ¿Y qué hago? y le he dicho, Te persignas y le he hecho el gesto. Ella se ha persignado y le he dicho, Ya estás bendita por Dios. Ella, sorprendida, ha contestado, ¿Ah, sí? Y nos hemos reído (de buena fe).
He vuelto a pensar que desde hace días, desde que entró septiembre, el metro funciona más lento. Tras dejar a Violeta, en la estación de Manuel Becerra. Había mucha gente en el andén. Y era tarde.
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Cuentecillos
Colección
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Recuerdos
Reflexiones para antes de morir
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Olmo Dos Mil Veintidós
Sobre las creencias
Jardines en el bolsillo
El mes de noviembre
Listas
Olmo Z. ¿2024?
Saturnales
Agosto 2013
Citas del mes de mayo
Mosquita muerta
Marea
Reflexiones
Sincerada
No fabularé
Sobre la verdad
El Brillante
El viaje
Sinonimias
El espejo
Desenlace
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
Carta a una desconocida
Biopolítica
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Asturias
Velocidad de escape
Derivas
Sobre la música
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Las manos
Las putas de Storyville
Las homilías de un orate bancario
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023 y 2024 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/09/2009 a las 12:03 | {1}