Los corsarios berberiscos. Los piratas del norte. (Historia de la piratería). Philip Gosse. Editado por Austral. 4ª ed. 1973.
A Liana por su constancia en leerme y su paciencia en tratarme.
... aquel año navegaba rumbo a Rodas cierto joven romano de alto rango familiar, que había sido expulsado de Italia por el dictador Sila, debido a su simpatía hacia Mario, el exiliado rival de Sila. Joven de ambiciones, y no teniendo otra cosa que hacer mientras Roma era para él una ciudad prohibida, decidió aprovechar su tiempo perfeccionando aquello que sus profesores le habían dicho que era deficiente: el arte de la elocuencia. Con este fin había ingresado en la escuela de Apolonio Molo, el famoso maestro de oratoria.
Cuando el barco navegaba a lo largo de la isla de Farmacusa, no lejos de la rocosa costa de Cavia, varias embarcaciones bajas y estrechas aparecieron en dirección a él. El buque mercante era poco marinero y, amainando la brisa, no existía la menor posibilidad de escapar de los botes de los piratas, impulsados por largas palas y vigorosos brazos de esclavos. Arriando su pequeña vela auxiliar aguardó a que las embarcaciones de aguzada proa se deslizaran a lo largo y a poco su cubierta se hallaba atestada con los enjambres de chusma.
Volviendo la mirada a los grupos de pasajeros aterrorizados, el jefe pirata advirtió la presencia de un joven aristócrata, exquisitamente vestido a la última moda romana, que permanecía sentado, leyendo, rodeado de sus esclavos y asistentes. Acercóse a él a grandes zancadas y le preguntó quién era; pero, después de lanzarle una mirada desdeñosa, el joven reanudó su lectura. El pirata, enfurecido, se volvió entonces a uno de los compañeros del joven, que era su médico, Cinna, el cual le informó que el cautivo se llamaba Cayo Julio César.
Al punto se trató la cuestión del rescate. El pirata preguntó cuánto estaría dispuesto a pagar Julio César por su libertad y la de sus criados. Y como el romano no se tomara siquiera la molestia de contestar, el capitán se volvió a su segundo y preguntó en cuánto calculaba el valor de la presa; el experto miró al grupo y manifestó que, en su opinión, diez talentos sería una suma razonable.
Irritado el capitán por el aire de superioridad del aristócrata, replicó:
- ¡Entonces pediré el doble! ¡Su libertad vale veinte talentos!
A esto habló César por primera vez. Alzando las cejas hizo la siguiente observación:
- ¿Veinte? Si conocieras tu negocio comprenderías que por lo menos valgo cincuenta.
El jefe pirata quedó asombrado. El hallar un prisionero que se ofreciese voluntariamente a pagar casi el triple de lo reclamado por su rescate, era cosa que no le había ocurrido jamás. Sin embargo, aceptó la oferta del jovencito refinado y, echándole a los botes con los demás cautivos, le llevó a la fortaleza de los piratas en espera del regreso de los mensajeros enviados a cobrar el rescate.
César y sus acompañantes fueron instalados en chozas en un caserío ocupado por los piratas. El joven romano dedicaba sus días principalmente al ejercicio físico, corriendo, saltando y lanzando pedrejones, a veces en competencia con sus captores. En sus horas más sosegadas escribía poemas o piezas de oratoria. A primeras horas de la noche se unía con frecuencia a los piratas en torno al fuego y les recitaba sus poemas o su prosa oratoria. Se sabe que los piratas abrigaban una opinión extremadamente desfavorable hacia estas composiciones, y así se lo hacían saber con rudo candor, bien porque su gusto sobre la materia no fuese muy refinado, bien porque los versos de César, hoy desaparecidos, no alcanzaban el grado literario de su prosa en la época de madurez.
Extraña vida aquella para el mimado dandy, a quien Sila había descrito como "el chico con faldas". Parece como un personaje de Oscar Wilde que surgiera triunfante a a la vida entre los bandidos albaneses. Todos los testigos convienen en que bajo su preciosa afectación se mantuvo insensible al miedo. No sólo, como buen patricio romano, despreciaba los groseros modales y falta de educación de sus aprehensores, sino que se lo echaba directamente en cara. Además se complacía en vaticinarles su suerte si algún día llegaban a caer en sus manos, prometiéndoles solemnemente que los crucificaría a todos. Los piratas, más divertidos con sus modales afeminados que irritados con sus amenazas, le trataban con una especie de respeto condescendiente, creyendo que la promesa de una crucifixión general era una broma. [...]
Al fin, después de treinta y ocho días, regresaron los mensajeros diciendo que el rescate de cincuenta talentos había sido depositado en manos del legado Valerio Torcuato, y César fue llevado con sus compañeros a bordo de una nave y enviado a Mileto. Había llevado más tiempo del que creía el reunir el dinero, pues Sila, tras expatriar a César, había confiscado todas sus propiedades además de las de su mujer Cornelia. En tales circunstancias hubiera sido mejor para el joven romano haber rebajado en algo su importancia.
A su llegada a Mileto fue pagado el rescate a los piratas, que partieron inmediatamente, y César desembarcó, dispuesto a llevar a cabo el plan que se había propuesto. Valerio le prestó cuatro galeras y quinientos soldados con los que César partió al punto hacia la isla de Farmacusa. Llegando allí poco antes de medianoche se halló con la banda de piratas, como había esperado, celebrando su éxito con una orgía de manjares y bebidas. Tomados completamente por sorpresa, no tuvieron medio de defenderse y se rindieron. Sólo lograron escapar unos pocos. César capturó a trescientos cincuenta y tuvo la satisfacción de recobrar intactos sus cincuenta talentos. Llevando prisioneros a los piratas en sus galeras, hundió sus embarcaciones y largó velas rumbo a Pérgamo, donde Junio, el pretor de la provincia de Asia Menor, tenía su cuartel general.
Al llegar a Pérgamo, César encerró a sus prisioneros en una fortaleza bien guarnecida y fue a entrevistarse con el pretor. Era éste el único oficial con autoridad para imponer la pena capital.
Hallóle César en ejecución de sus deberes y, sorprendiéndole, le explicó brevemente lo que había ocurrido; en Pérgamo, bajo custodia segura, tenía la banda entera de piratas, con su botín, y pedía una carta autorizando al gobernador delegado en Pérgamo para ejecutar a los piratas o, cuando menos, a sus jefes.
Pero a Juno no le gustó la idea. Le desagradaba aquel joven imperativo que tan inesperada e impetuosamente había entrado a perturbar la tranquilidad del círculo pretoriano y que consideraba cosa decidida el que no tendría más que dar órdenes para que el gobernador de toda Asia Menor obedeciese. Existían además otras consideraciones. El sistema mediante el cual sus mercaderes pagaban tributo a los piratas a cambio de inmunidad tenía la sacralidad de una antigua costumbre que, en conjunto, no funcionaba del todo mal.
Si Junio hacía lo que quería César, los sucesores de los piratas, siendo extranjeros, resultarían todavía más exigentes que los cautivos de César. Por otra parte, era cosa admitida que oficiales como el pretor, situados lejos de Roma, en los puestos avanzados del Imperio, no estaban allí solamente para servir al Estado, sino para atesorar algunos bienes con miras al día en que se retiraran a la vida civil de su patria. La banda de piratas era rica y era razonable esperar que se mostrara debidamente reconocida al gobernador si hacía uso de sus prerrogativas de clemencia y les devolvía la libertad.
Sin embargo hubiese llevado demasiado tiempo explicar estos complicados asuntos de Estado a un hombre de corta edad, a un joven hacia el cual, por otra parte, abrigaba Junio una aversión tal, que hubiera sido difícil una conversación amistosa. Le prometió, pues, a César ocuparse del asunto cuando regresara a Pérgamo e informarle de su decisión.
Cayo Julio César comprendió, se inclinó, retirándose de la presencia del pretor, y a marchas forzadas regresó a Pérgamo en el término de un día. Sin más contemplaciones, y bajo su propia autoridad (probablemente desconocían los provincianos la nueva situación de Roma), ordenó la ejecución de los piratas en la prisión, reservando a los treinta más principales para el fin que les había prometido. Cuando éstos fueron llevados encadenados ante él, les recordó aquella promesa, pero añadió que en gratitud por el buen trato que había recibido, les concedía un último favor: antes de subir a la cruz cada uno de ellos debía cortarse la garganta.
Después de lo cual César reanudó su marcha hacia Rodas y a su debido tiempo se enroló en la excelente escuela de oratoria de Apolonio Molo.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/03/2014 a las 18:45 | {0}