Al alimón con Isaac Alexander
¡Cojamos a los rijosos y cortémosles en rodajitas sus putos cojones!
Que se queden secos de su lefa asquerosa que debe saber a amarga leche venida de la amarga leche de su padre.
Cojámosles en vivo y a cada palabra ofensiva arranquémosles un trozo de escroto y dejemos sus gónadas en carne viva y cantemos entonces un tema de Sex Pistols mientras aporreamos sus pollas con nuestras guitarras y bailamos desnudos alrededor de su miseria y su ordinariez.
Extirpemos a los hijos de puta de este mundo que en todo podría ser bello y audaz y peligroso. Esos que en voz baja alardean de sus conquistas y establecen comparaciones de órganos que no les pertenecen.
Hay una frontera, exponemos, entre el sexo y la desvergüenza; hay una belleza en la suciedad de los olores y los sabores y hay un enfangarlo todo con viejas represiones de curas lanzando sermones de cierto dios cavernoso.
Inventemos el castigo del olvido. Enarbolemos la paz entre los seres. Seamos felices con nuestras propias mendacidades. Agrupémonos para defendernos de los miserables que utilizan sus auditorios para corear sus escabrosidades.
Porque tenemos que defender la belleza. Porque tenemos que apaciguar la matanza del buen gusto a base de fuerza y de coraje y arces en otoño y de selvas vírgenes. Tenemos que defender el humor que no daña y la crítica que abarca el error y su acierto.
A esos rijosos, a esos que se inquietan y alborotan a la vista de la hembra y escupen babas por no saber vencer su moral de sacristía y bata negra; a esos, decimos, cortémosles las pelotas y que como castrati canten alabanzas al Señor de los Descojonados mientras nosotros, juntas nuestras manos, entonamos cantos de sexos enamorados del cuerpo, de todo lo que el cuerpo dona a los sentidos.
¡Ah, miserables! ¡Cuánto mal hacéis a la belleza de dos cuerpos -o tres o mil- que se enlazan en el baile germinal de los placeres! ¡Cuánto denigráis la condición de piel de nuestros hábitos! ¡Qué mal conocéis el cuerpo de la mujer del que tanto os vanagloriáis y al que con tanto desprecio os referís!
Tenemos que acabar con ese miedo que sale por vuestras bocas en forma de ofensa, con esa sonrisita meliflua de tenorio de cartón piedra, con esas manos fofas que no saben apreciar la textura de una piel, con esas miradas de sapos que no ocultan a príncipe alguno, antes de que la epidemia de estos bestias nos llegue a todos y nos olvidemos de que el propósito de la vida es vivir la alegría del goce y que el cuerpo de la mujer -como el del hombre- es un territorio fértil, lleno de descubrimientos, suave y brusco, pequeño y eterno sin mácula ninguna, sin belleza estándar.
¡A por ellos! ¡A por los canallas! ¡A callar sus bravuconadas! ¡A la batalla, camaradas, a la batalla!
Que se queden secos de su lefa asquerosa que debe saber a amarga leche venida de la amarga leche de su padre.
Cojámosles en vivo y a cada palabra ofensiva arranquémosles un trozo de escroto y dejemos sus gónadas en carne viva y cantemos entonces un tema de Sex Pistols mientras aporreamos sus pollas con nuestras guitarras y bailamos desnudos alrededor de su miseria y su ordinariez.
Extirpemos a los hijos de puta de este mundo que en todo podría ser bello y audaz y peligroso. Esos que en voz baja alardean de sus conquistas y establecen comparaciones de órganos que no les pertenecen.
Hay una frontera, exponemos, entre el sexo y la desvergüenza; hay una belleza en la suciedad de los olores y los sabores y hay un enfangarlo todo con viejas represiones de curas lanzando sermones de cierto dios cavernoso.
Inventemos el castigo del olvido. Enarbolemos la paz entre los seres. Seamos felices con nuestras propias mendacidades. Agrupémonos para defendernos de los miserables que utilizan sus auditorios para corear sus escabrosidades.
Porque tenemos que defender la belleza. Porque tenemos que apaciguar la matanza del buen gusto a base de fuerza y de coraje y arces en otoño y de selvas vírgenes. Tenemos que defender el humor que no daña y la crítica que abarca el error y su acierto.
A esos rijosos, a esos que se inquietan y alborotan a la vista de la hembra y escupen babas por no saber vencer su moral de sacristía y bata negra; a esos, decimos, cortémosles las pelotas y que como castrati canten alabanzas al Señor de los Descojonados mientras nosotros, juntas nuestras manos, entonamos cantos de sexos enamorados del cuerpo, de todo lo que el cuerpo dona a los sentidos.
¡Ah, miserables! ¡Cuánto mal hacéis a la belleza de dos cuerpos -o tres o mil- que se enlazan en el baile germinal de los placeres! ¡Cuánto denigráis la condición de piel de nuestros hábitos! ¡Qué mal conocéis el cuerpo de la mujer del que tanto os vanagloriáis y al que con tanto desprecio os referís!
Tenemos que acabar con ese miedo que sale por vuestras bocas en forma de ofensa, con esa sonrisita meliflua de tenorio de cartón piedra, con esas manos fofas que no saben apreciar la textura de una piel, con esas miradas de sapos que no ocultan a príncipe alguno, antes de que la epidemia de estos bestias nos llegue a todos y nos olvidemos de que el propósito de la vida es vivir la alegría del goce y que el cuerpo de la mujer -como el del hombre- es un territorio fértil, lleno de descubrimientos, suave y brusco, pequeño y eterno sin mácula ninguna, sin belleza estándar.
¡A por ellos! ¡A por los canallas! ¡A callar sus bravuconadas! ¡A la batalla, camaradas, a la batalla!
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Tags : ¿De Isaac Alexander? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/11/2010 a las 19:33 | {1}