Ni siquiera sabía por qué se había puesto a ladrar. Más allá, no sabía qué era ladrar. La manada se había alejado y la ventisca era densa, cada vez más densa. No sabía de dónde había salido. Si antes de aquello (ladraba aquello porque no sabía qué era) había habitado una casa donde unos niños pequeños jugueteaban con él y un hombre alto se empeñaba en domesticarlo con una correa y un collar y ya por la noche se tumbaba en una cama para perros y él, graciosamente, sacaba la cabeza por fuera de la camita (hecho que resultaba cómico a los niños) y se ponía bocarriba como si fuera un humano con hocico y cuatro patas.
El viento helador. La nieve dura como pedrisco. El paisaje confuso. El instinto le avisaba que la soledad no es buena. Entonces recordaba unos versos que un hombre vociferaba en una esquina cada vez que él pasaba y que su mente perruna había memorizado como su olfato conocía los olores de la hembra en celo, de la caza o de la muerte. Recordaba también el nombre del autor de aquellos versos y mientras buscaba a la manada y empezaba a sentir hambre y ladraba sin saber muy bien qué era eso, iba recordando, una vez y otra, el poema: A ti te ocurre algo/ yo entiendo de estas cosas/ hablas a cada rato/ de gente ya olvidada/ de calles lejanísimas/ con farolas a gas/ de amaneceres húmedos/ de huelgas de tranvías/ cantas horriblemente/ no dejas de beber/ y al poco estás peleando/ por cualquier tontería/ yo que tú arrancaba/ a que me viera el médico/ pues si no un día de éstos/ en un lugar absurdo/ en un parque o en un bar/ o entre las frías sábanas/ de una cama que odies/ te pondrás a pensar/ a pensar a pensar/ y eso no es bueno nunca/ porque sin darte cuenta/ te irás sintiendo solo/ igual que un perro viejo/ sin dueño y sin cadena//. Perro, cuando terminaba de recordar el último verso del poema y antes de que volviera a su mente el primero, se ponía a aullar, como un cachorro recién parido que buscara en su aullo el alimento de la madre, o algo menos estético, aullaba para pedir auxilio a los suyos, a su manada, a su especie, a sus otros, o a otro hombre aunque no fuera su dueño, ni tuviera niños graciosos que juguetearan con él los sábados por la mañana.
La ventisca de nieve (¿o era hielo?) arreciaba. El paisaje se iba haciendo más y más difuso y de repente, el perro de dio cuenta de que su pelo era también blanco y así era invisible, como sus ladridos que se confundían con el crujir de las ramas eran inaudibles, como sus huellas que se cubrían nada más hollarse, desaparecían a su paso. Y de repente se fue sintiendo solo/ igual que un perro viejo/ sin dueño y sin cadena// y se tumbó de miedo y se murió de frío.
El viento helador. La nieve dura como pedrisco. El paisaje confuso. El instinto le avisaba que la soledad no es buena. Entonces recordaba unos versos que un hombre vociferaba en una esquina cada vez que él pasaba y que su mente perruna había memorizado como su olfato conocía los olores de la hembra en celo, de la caza o de la muerte. Recordaba también el nombre del autor de aquellos versos y mientras buscaba a la manada y empezaba a sentir hambre y ladraba sin saber muy bien qué era eso, iba recordando, una vez y otra, el poema: A ti te ocurre algo/ yo entiendo de estas cosas/ hablas a cada rato/ de gente ya olvidada/ de calles lejanísimas/ con farolas a gas/ de amaneceres húmedos/ de huelgas de tranvías/ cantas horriblemente/ no dejas de beber/ y al poco estás peleando/ por cualquier tontería/ yo que tú arrancaba/ a que me viera el médico/ pues si no un día de éstos/ en un lugar absurdo/ en un parque o en un bar/ o entre las frías sábanas/ de una cama que odies/ te pondrás a pensar/ a pensar a pensar/ y eso no es bueno nunca/ porque sin darte cuenta/ te irás sintiendo solo/ igual que un perro viejo/ sin dueño y sin cadena//. Perro, cuando terminaba de recordar el último verso del poema y antes de que volviera a su mente el primero, se ponía a aullar, como un cachorro recién parido que buscara en su aullo el alimento de la madre, o algo menos estético, aullaba para pedir auxilio a los suyos, a su manada, a su especie, a sus otros, o a otro hombre aunque no fuera su dueño, ni tuviera niños graciosos que juguetearan con él los sábados por la mañana.
La ventisca de nieve (¿o era hielo?) arreciaba. El paisaje se iba haciendo más y más difuso y de repente, el perro de dio cuenta de que su pelo era también blanco y así era invisible, como sus ladridos que se confundían con el crujir de las ramas eran inaudibles, como sus huellas que se cubrían nada más hollarse, desaparecían a su paso. Y de repente se fue sintiendo solo/ igual que un perro viejo/ sin dueño y sin cadena// y se tumbó de miedo y se murió de frío.
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Cuentecillos
Colección
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Recuerdos
Reflexiones para antes de morir
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
El mes de noviembre
Listas
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Agosto 2013
Saturnales
Citas del mes de mayo
Reflexiones
Marea
Mosquita muerta
Sincerada
Sinonimias
Sobre la verdad
El Brillante
El viaje
No fabularé
El espejo
Desenlace
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Velocidad de escape
Derivas
Carta a una desconocida
Asturias
Sobre la música
Biopolítica
Las manos
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Ciclos
Tríptico de los fantasmas
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023 y 2024 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/10/2010 a las 09:13 | {0}