Documento 6º de los Archivos de Isaac Alexander. Febrero 1946. Portbou.
No abogueis queridos corderos por el rugido. Nada hay que rugir en este mundo. Si llega la noche y surge la discusión has de saber que la llama se apagará sola. Yo te ruego encarecidamente que beses los labios y apures la copa de vino que Gaya te propuso con la uva. Y porque fuiste capaz de descifrar el secreto del fermento pudiste hacer volar tu serenidad hacia un lugar que se llamó ebriedad. Embriágate con la dicha de los sentidos. Descorcha tu propia imaginación hasta que salten chispas y los sonidos parezcan surgir de tus oídos. ¡Cuánto te amo, querida! No sabes cuánto bien me has hecho en los días tenebrosos de la represión. Saber que vivías era para mí la vuelta al encuentro. Porque deberíamos estar callados siempre. Porque debería dejar de escribir de una vez y para siempre y dedicarme en cuerpo y cuerpo al tuyo. Descubrirte sereno. Descubrirte embriagado. Descubrirte con sueño. Descubrirte enfermo. Esa dicha del descubrimiento debería serlo todo. Comenzar cada día a descubrirlo todo de nuevo. No dar nada por sabido. Porque nada se sabe. Porque el mundo es un cementerio si no somos capaces de atravesar la lápida y borrar los epitafios; si no somos capaces de arañar la tierra para llegar hasta el subsuelo donde los ciegos reinan y las pieles se asemejan en todo al cielo; si no somos capaces de apaciguar las iras que anidan en nuestros estómagos; si no somos capaces de escribir una letanía a marzo como si fuera diciembre. ¡Levanta, amiga, muéstrame tus senos y deja que mi lengua recorra tu costado y llanee en tu vientre hasta quedar agotada! El canto del petirrojo se ha hecho grande para mí. La mirada del jabalí me ha llenado de ternura y un palo corto de madera de fresno me ha susurrado una canción de bosque profundo con aromas de fresa salvaje. Yo no sé por qué estoy aquí. Sólo sé que no estoy para hablar. Sólo sé que no estoy para las palabras, ni para limpiar mi alma con los goces del mundo. ¿Sabes, amor mío? Esta mañana me miraba las manos. Esta mañana respiraba el aire de los pájaros. Esta mañana tocaba un piano. Esta mañana estaba callado. La Rueda de la Fortuna te aleja de mí. No envidio los labios que muerden tus labios. Ni envidio la mano que goza tu pubis. Ni envidio la lluvia que mojó tu pómulo. Ni envidio la ola que lamió tus pies. No envidio los ojos que te han visto ayer. Ni envidio la luz que te ilumina. No envidio el camino de vuelta. Ni envidio el próximo silencio que aventuro ha de ser para siempre. Porque en mí habita el día que reías y también la llave que no supiste encajar. Porque en mí habita lo que nunca será y lo que soy capaz de imaginar en silencio, sin palabras, acunado en la tarde, sometido al capricho de unos dioses que en este instante juegan a los bolos. Así suena el trueno. Así el haz del rayo. Así el árbol caído y también el del ahorcado. Sé que jamás seré mandrágora ni tampoco seré nunca tu esposo pero sé que una noche te acordarás de mí y conciliarás la oscuridad con la sábana blanca.
No la palabra. Nunca la palabra.
No la palabra. Nunca la palabra.
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Ensayo
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/05/2016 a las 19:14 | {0}