Documento 3º de los Archivos de Isaac Alexander.
Escrito en (son iniciales) C.T.T.B. en el año de 1942
No podría, Lucilo, callar por más tiempo y no decirte que la vida es un pozo sin fondo. Nunca sabes aunque en el fondo siempre sepas y viceversa (de ahí la imagen de la vida como un pozo sin fondo). Te contaría si no fuera por un pudor a desnudarme que antes no tenía, un ejemplo propio (quizá los años te vuelven cauto y es cuando el tiempo pasa cuando empiezas a entender el cuadro de Tiziano llamado Alegoría de la Prudencia lo que también te lleva -La Prudencia- al borde de la tumba porque tengo para mí, Lucilo, que volverse prudente es comenzar a morir). ¿También es comenzar a morir no querer saber más?
Hagamos si quieres una excepción a este camino que ya comienza a declinar y te explicaré por medio de un ejemplo propio el pozo sin fondo que es la vida (quizás al hacerlo me estoy vivificando y me alejo de nuevo de esa luz que según Modest Urgell hay tras la sombra del vivir). Soy un hombre que como tantos miles está sufriendo la injusticia en esta guerra extraña, llena de experimentos que marcará por centenares de años las relaciones entre la especie humana. Hay mañanas en las que me levanto y sé pensar y digo que sé pensar porque hay mañanas en las que no sé pensar y no porque se me haya olvidado sino porque no he conseguido el alimento suficiente para poder pensar; debes saber Lucilo que en el mundo hay millones de seres que no pueden pensar porque no tienen alimento que permita que las neuronas puedan ejercer esa función. Si te dicen, como te dirán, que la mente es la potencia intelectual del alma, no lo creas; la potencia intelectual del alma son los bistecs y las acelgas y las fresas y los limones y los guisantes y la leche y la miel; bien, hay mañanas pues en las que sé pensar (no me preguntes ni quieras saber dónde me encuentro; el lugar marcaría para siempre lo que quiero transmitirte y sólo por eso el lugar vencería sobre mi pensamiento y este es tan valioso -por lo escasos que son- que no voy a permitirlo) y entonces se me aparece el deseo de tener un hijo. Yo sé que nunca tendré un hijo. No podría de ninguna de las maneras desearlo. Pero sé por qué hay mañanas en las que quiero tener un hijo y es porque llego a pensar en la idea de mi especie y no en mi especie. No voy a criticar más a Platón y esa nefasta idea que tuvo de la Idea sólo quiero decirte y te ruego que pienses, mi querido Lucilo, que cualquier pesar que te llague tendrá como base la idea y no la realidad porque la realidad no admite virtud ni pecado, la realidad no tiene moral. Y cuando deseo tener ese hijo que en realidad no quiero tener (que nunca tendré) mi vista se desvía hacia una construcción (no quiero tampoco poner la palabra exacta de esa construcción porque su nombre determinaría en exceso la ambigüedad que con respecto al lugar en el que me encuentro quiero mantener en el relato) en la que habita una mujer fea, con los cabellos lacios y oscuros, con unos senos que ya no son senos, con unas caderas que quizás en algún tiempo pudieron seducir la mirada del macho y valorar la concepción entre sus fronteras o como decíamos camaradas jóvenes cuando reíamos en las tabernas de algunos puertos, Era una mujer que no tenía dónde agarrarse. Dirás, Y entonces, tío, ¿Por qué tu deseo de un hijo tomaba como recipiente a una mujer tan poco adecuada a semejante fin? Mi respuesta será tan absurda como el deseo del que parte, te recuerdo: querer tener un hijo, yo que no quiero tener un hijo, que jamás lo tendré y si lo tuviera lo asesinaría nada más nacer para que viviera lo menos posible. Pues bien mi respuesta es que esa mujer tiene la mirada más limpia que jamás he visto y casi puedo asegurar que jamás veré. Esa mujer, Lucilo, cuando mira atraviesa el mundo de tal manera que sabes a ciencia cierta que nada la sojuzgará; esa mujer, Lucilo, es la quintaesencia de la santidad si entendemos por santidad la ausencia de dolor y te puedo asegurar que aquí el dolor es la moneda con la que se paga la vida; esa mujer ha llegado a un lugar en el que su vientre sería el receptáculo mágico de una concepción feliz. Cuando puedo pensar y la veo y ella me mira, el velo de la existencia se disipa un segundo; a través de su mirada veo los prados que recorreré, los gozos que disfrutaré en cuerpos de otras mujeres e intuyo que cuando eso ocurra la mirada de esa mujer fea y escurrida será el puerto al que me gustaría llegar y al que nunca llegaré; es su mirada la que me hace asomarme al brocal del pozo de la vida y mirar sin temor al fondo sin fondo. Y entonces parece decirme, Isaac no pienses más, sólo mira. Y yo durante un rato, Lucilo, sólo miro y al mirar tan solo imagino y al imaginar por fin la vida es insondable, pozo sin fondo, claridad oscura.
Hagamos si quieres una excepción a este camino que ya comienza a declinar y te explicaré por medio de un ejemplo propio el pozo sin fondo que es la vida (quizás al hacerlo me estoy vivificando y me alejo de nuevo de esa luz que según Modest Urgell hay tras la sombra del vivir). Soy un hombre que como tantos miles está sufriendo la injusticia en esta guerra extraña, llena de experimentos que marcará por centenares de años las relaciones entre la especie humana. Hay mañanas en las que me levanto y sé pensar y digo que sé pensar porque hay mañanas en las que no sé pensar y no porque se me haya olvidado sino porque no he conseguido el alimento suficiente para poder pensar; debes saber Lucilo que en el mundo hay millones de seres que no pueden pensar porque no tienen alimento que permita que las neuronas puedan ejercer esa función. Si te dicen, como te dirán, que la mente es la potencia intelectual del alma, no lo creas; la potencia intelectual del alma son los bistecs y las acelgas y las fresas y los limones y los guisantes y la leche y la miel; bien, hay mañanas pues en las que sé pensar (no me preguntes ni quieras saber dónde me encuentro; el lugar marcaría para siempre lo que quiero transmitirte y sólo por eso el lugar vencería sobre mi pensamiento y este es tan valioso -por lo escasos que son- que no voy a permitirlo) y entonces se me aparece el deseo de tener un hijo. Yo sé que nunca tendré un hijo. No podría de ninguna de las maneras desearlo. Pero sé por qué hay mañanas en las que quiero tener un hijo y es porque llego a pensar en la idea de mi especie y no en mi especie. No voy a criticar más a Platón y esa nefasta idea que tuvo de la Idea sólo quiero decirte y te ruego que pienses, mi querido Lucilo, que cualquier pesar que te llague tendrá como base la idea y no la realidad porque la realidad no admite virtud ni pecado, la realidad no tiene moral. Y cuando deseo tener ese hijo que en realidad no quiero tener (que nunca tendré) mi vista se desvía hacia una construcción (no quiero tampoco poner la palabra exacta de esa construcción porque su nombre determinaría en exceso la ambigüedad que con respecto al lugar en el que me encuentro quiero mantener en el relato) en la que habita una mujer fea, con los cabellos lacios y oscuros, con unos senos que ya no son senos, con unas caderas que quizás en algún tiempo pudieron seducir la mirada del macho y valorar la concepción entre sus fronteras o como decíamos camaradas jóvenes cuando reíamos en las tabernas de algunos puertos, Era una mujer que no tenía dónde agarrarse. Dirás, Y entonces, tío, ¿Por qué tu deseo de un hijo tomaba como recipiente a una mujer tan poco adecuada a semejante fin? Mi respuesta será tan absurda como el deseo del que parte, te recuerdo: querer tener un hijo, yo que no quiero tener un hijo, que jamás lo tendré y si lo tuviera lo asesinaría nada más nacer para que viviera lo menos posible. Pues bien mi respuesta es que esa mujer tiene la mirada más limpia que jamás he visto y casi puedo asegurar que jamás veré. Esa mujer, Lucilo, cuando mira atraviesa el mundo de tal manera que sabes a ciencia cierta que nada la sojuzgará; esa mujer, Lucilo, es la quintaesencia de la santidad si entendemos por santidad la ausencia de dolor y te puedo asegurar que aquí el dolor es la moneda con la que se paga la vida; esa mujer ha llegado a un lugar en el que su vientre sería el receptáculo mágico de una concepción feliz. Cuando puedo pensar y la veo y ella me mira, el velo de la existencia se disipa un segundo; a través de su mirada veo los prados que recorreré, los gozos que disfrutaré en cuerpos de otras mujeres e intuyo que cuando eso ocurra la mirada de esa mujer fea y escurrida será el puerto al que me gustaría llegar y al que nunca llegaré; es su mirada la que me hace asomarme al brocal del pozo de la vida y mirar sin temor al fondo sin fondo. Y entonces parece decirme, Isaac no pienses más, sólo mira. Y yo durante un rato, Lucilo, sólo miro y al mirar tan solo imagino y al imaginar por fin la vida es insondable, pozo sin fondo, claridad oscura.
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Ensayo
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/03/2016 a las 00:17 | {0}