Al borde estaba. Sobre una gran montaña de piedra pómez que flotaba, de ligera, sobre el mar. No era un náufrago. No era un ser que se había criado entre las bestias. No era un anacoreta. Sabía, de hecho, disfrutar de las artes. Sabía mirar una escultura y dejarse llevar por el esfuerzo de una mole de piedra convertida en movimiento. Sabía deleitarse con la frase: la tarde está tan bonita (escuchaba la melodía de esa frase, la maestría en los acentos colocados en su orden, cómo descansaba en la última palabra todo el festín de las cuatro primeras). Sabía entender la magnitud de una partida de ajedrez entre Mijail Tahl y Botvinik. Y estaba al borde. ¿De qué servía entonces? Sabía pronunciar el francés, el inglés, el alemán, el español, el catalán, el gallego, el portugués, el italiano, el griego, el árabe y el ruso. Sabía mirar a los ojos y emocionarse con la niebla y el páramo. Sabía dormir de pie y estar despierto acostado. Sabía cómo acariciar la piel enamorada y dejar al rastro de unas hadas el hallazgo del sendero. Sabía creer. Sabía el significado de la palabra esperanza. Y estaba al borde. Por eso dudaba.
Ahora que le venía una melodía oriental, le embargaba la emoción de un baile. Y pensaba bailar como quien piensa estrella fugaz o planeta; ahora que el viento le animaba a volar, sabía que si lo intentaba, caería sobre la llanura y sería por fin nutriente. Ahora que tenía las manos frías y había dormido de más y tarde, encontraba en su vigilia un entorpecimiento de los sentidos como si el opio hubiera inundado sus pulmones y su entendimiento. Es cierto que nada le dolía y sentía su duda como herida; es cierto que la tarde nevó y la noche cuajó y que ahora deseaba fumar la paz.
Tenía la sonrisa plácida del que medita. Tenía las rodillas inflamadas y surcos de antiguas venas se marcaban en las corvas. Tenía eccemas en las pantorrillas. Tenía enrojecidos los ojos de tan poco parpadear. Tenía la bilis pálida. Tenía en su mente el alfabeto de los árboles los cuales, tan abajo, le enviaban sus aromas. Tenía como espejo el cielo. Tenía como cielo la profundidad de la mar. Tenía como mar el sabor de sus ojos. Tenía como ojos la contemplación de sus manos. Y como manos los pies desnudos.
No estaba decidido. Porque tenía esperanza. Al recordar su nombre le vino una ráfaga de sábanas y una cuna de madera y un parque con tobogán y el estudio de los números primos y también, de forma tangencial, justo en la frontera de las visiones, atisbó una hoguera y una gran nostalgia. Imaginó ponerse en pie sobre la montaña, iniciar el descenso, atravesar el bosque de coníferas, tomar por el camino hecho, llegar hasta el pueblo, saludar a las gentes, aceptar la invitación a lavarse y mudarse, ser aceptado en el concejo municipal, ser nombrado arúspice, ocupar su cargo con todo el ceremonial, ungirse las manos y la boca, desentrañar los presagios y ser entregado al cuidado de unos niños recién venidos al mundo.
Abrió la boca y quiso decir su nombre.
Abrió su corazón y vio que no sangraba.
Se miró los antebrazos y notó cómo se desgajaban.
Elevó su cuello y cayó de espaldas.
Se quedo quieto mientras temblaba.
No era saliva sino espuma blanca.
Adoptó la postura del feto.
Se diluyó en la hierba.
Ya no dudaba.
Ahora que le venía una melodía oriental, le embargaba la emoción de un baile. Y pensaba bailar como quien piensa estrella fugaz o planeta; ahora que el viento le animaba a volar, sabía que si lo intentaba, caería sobre la llanura y sería por fin nutriente. Ahora que tenía las manos frías y había dormido de más y tarde, encontraba en su vigilia un entorpecimiento de los sentidos como si el opio hubiera inundado sus pulmones y su entendimiento. Es cierto que nada le dolía y sentía su duda como herida; es cierto que la tarde nevó y la noche cuajó y que ahora deseaba fumar la paz.
Tenía la sonrisa plácida del que medita. Tenía las rodillas inflamadas y surcos de antiguas venas se marcaban en las corvas. Tenía eccemas en las pantorrillas. Tenía enrojecidos los ojos de tan poco parpadear. Tenía la bilis pálida. Tenía en su mente el alfabeto de los árboles los cuales, tan abajo, le enviaban sus aromas. Tenía como espejo el cielo. Tenía como cielo la profundidad de la mar. Tenía como mar el sabor de sus ojos. Tenía como ojos la contemplación de sus manos. Y como manos los pies desnudos.
No estaba decidido. Porque tenía esperanza. Al recordar su nombre le vino una ráfaga de sábanas y una cuna de madera y un parque con tobogán y el estudio de los números primos y también, de forma tangencial, justo en la frontera de las visiones, atisbó una hoguera y una gran nostalgia. Imaginó ponerse en pie sobre la montaña, iniciar el descenso, atravesar el bosque de coníferas, tomar por el camino hecho, llegar hasta el pueblo, saludar a las gentes, aceptar la invitación a lavarse y mudarse, ser aceptado en el concejo municipal, ser nombrado arúspice, ocupar su cargo con todo el ceremonial, ungirse las manos y la boca, desentrañar los presagios y ser entregado al cuidado de unos niños recién venidos al mundo.
Abrió la boca y quiso decir su nombre.
Abrió su corazón y vio que no sangraba.
Se miró los antebrazos y notó cómo se desgajaban.
Elevó su cuello y cayó de espaldas.
Se quedo quieto mientras temblaba.
No era saliva sino espuma blanca.
Adoptó la postura del feto.
Se diluyó en la hierba.
Ya no dudaba.
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Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/02/2011 a las 14:25 | {0}