Bastet
Vendrá hoy, se dijo el marqués de Altomonte el viernes 13 día de su santo, al despertar. Vendrá hoy, se volvió a decir. Yo escuchaba su pensamiento mientras me preparaba para su sacrificio. No puede un hombre impunemente matar felinos ante mí. Mis doce gatos me asearon, me perfumaron, me vistieron y me entregaron -en el altar del templo de Bastet- mis diez garras de oro. Luego me encaminé, con la primera luz de la mañana, al coto de caza del marqués.
Lo vi a las diez de la mañana, camuflado en unos arbustos, torpe cazador a la espera del gato montés. La espera había hecho mella en su rostro, se le veía fatigado, sin reflejos. La edad -que tan bien había intentado disimular a lo largo de nuestros encuentros a base de cremas, lociones, ejercicios y agua fría- había surgido. En el instante en el que le observaba pude ver su tripa redondeada, sus músculos flácidos, el temblor de la escopeta por la debilidad del antebrazo. Tan sólo cuando apareció el gato montés todo su cuerpo se tensó y pudo verse al hombre que había sido. Calculó con frialdad la trayectoria del disparo, acarició con sencillez el gatillo y cuando iba a disparar y me vio desnuda junto a su pieza pegó un respingo, abandonó el arma, salió de su escondite y corrió hacia mí. Me abrazó desesperado. Me olió como si estuviera en celo. Gimió, Nunca más, nunca más, nunca más te irás de mi lado. Me tomó en brazos. Me llevó hacia el coche sin preguntarme siquiera por qué estaba desnuda. Llegamos a su casa sin perros, sin personas. Entramos en el salón y pude ver todas las cabezas colgadas de mis hermanas y hermanos. No lloré. Me dejó sentada mientras él se excusaba y volvió al rato, recién duchado, vestido con pantalones de lino y una camisa a juego.
Como la primera vez le dije, Siéntate. Me acerqué a él gateando, acaricié como si mis dedos fueran almohadillas de felino, sus pies y sus piernas. Subí por sus muslos. Tomé su verga entre mis manos y chupé su glande como la gata chupa la pluma herida del ave recién cazada. Eran las primeras horas de la tarde. Antonio Altomonte cerró los ojos y me acarició el cabello. Yo subí mi mano izquierda por su torso y cuando llegué al cuello, a su cuello estirado, saqué mis cinco garras y se lo rebané de un sólo tajo justo cuando el se corría. En ese instante todos los felinos del mundo saludaron a su Diosa.
Con en el manto protector de una gata de angora salí de allí con la cabeza del asesino. Mis doce gatos se encargaron de dejarlo todo limpio.
Tras la muerte del marqués me quedaban dos años y cinco meses en este cuerpo. Luego habría de morir para poder volver. Así ha sido siempre. Porque yo soy Bastet, la diosa del placer y de los gatos.
Lo vi a las diez de la mañana, camuflado en unos arbustos, torpe cazador a la espera del gato montés. La espera había hecho mella en su rostro, se le veía fatigado, sin reflejos. La edad -que tan bien había intentado disimular a lo largo de nuestros encuentros a base de cremas, lociones, ejercicios y agua fría- había surgido. En el instante en el que le observaba pude ver su tripa redondeada, sus músculos flácidos, el temblor de la escopeta por la debilidad del antebrazo. Tan sólo cuando apareció el gato montés todo su cuerpo se tensó y pudo verse al hombre que había sido. Calculó con frialdad la trayectoria del disparo, acarició con sencillez el gatillo y cuando iba a disparar y me vio desnuda junto a su pieza pegó un respingo, abandonó el arma, salió de su escondite y corrió hacia mí. Me abrazó desesperado. Me olió como si estuviera en celo. Gimió, Nunca más, nunca más, nunca más te irás de mi lado. Me tomó en brazos. Me llevó hacia el coche sin preguntarme siquiera por qué estaba desnuda. Llegamos a su casa sin perros, sin personas. Entramos en el salón y pude ver todas las cabezas colgadas de mis hermanas y hermanos. No lloré. Me dejó sentada mientras él se excusaba y volvió al rato, recién duchado, vestido con pantalones de lino y una camisa a juego.
Como la primera vez le dije, Siéntate. Me acerqué a él gateando, acaricié como si mis dedos fueran almohadillas de felino, sus pies y sus piernas. Subí por sus muslos. Tomé su verga entre mis manos y chupé su glande como la gata chupa la pluma herida del ave recién cazada. Eran las primeras horas de la tarde. Antonio Altomonte cerró los ojos y me acarició el cabello. Yo subí mi mano izquierda por su torso y cuando llegué al cuello, a su cuello estirado, saqué mis cinco garras y se lo rebané de un sólo tajo justo cuando el se corría. En ese instante todos los felinos del mundo saludaron a su Diosa.
Con en el manto protector de una gata de angora salí de allí con la cabeza del asesino. Mis doce gatos se encargaron de dejarlo todo limpio.
Tras la muerte del marqués me quedaban dos años y cinco meses en este cuerpo. Luego habría de morir para poder volver. Así ha sido siempre. Porque yo soy Bastet, la diosa del placer y de los gatos.
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Cuento
Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/06/2009 a las 08:52 | {0}