Querida...:
No sabes el tiempo que me ha llevado poder escribirte estas pocas letras. Siento que se me han roto los dedos. Tanto. Luego me digo lo contrario. La vida privada es un cúmulo de pequeñas tragedias y comedias que terminan componiendo un drama. Algo así. Yo no soy Augusta Ada Byron King, condesa de Lovelace; no dispongo de esa mente analítica que le permitía ahondar en los arcanos de las matemáticas, inventarlas; ni tengo mucho de su compañero de inquietudes científicas, Charles Babage, al que parecía que tan sólo le importara en este mundo su Máquina Analítica. A mí me importa el drama de la vida. El drama de mi vida también. Por eso me importas tú. Por supuesto, insisto, luego me digo lo contrario; en ocasiones -sobre todo al llegar la noche- llego a pensar que lo has hecho por mi bien, que de alguna manera me quieres hacer el bien con tanto mal y lo pienso porque creo en la paradoja, creo ciegamente en ella -porque es la única manera de creer, ciegamente-, y te santifico entonces, te elevo en mis altares laicos al máximo de su altura, te lloro mientras te maldigo y a veces, también, cuando te maldigo te odio. No, no, no estoy cuerdo. Lo sabes. El tiempo y la soledad me han ido llevando la mente hacia lugares que podría llamar orillas de la locura (quítale la poesía que contenga la expresión y quédate, si puedes, con lo más exacto de la misma). Quizá cuando me cambie de casa todo sea distinto, distinto esta vez porque las cuarenta veces anteriores poco cambió excepto, claro, el espacio. Por soñar que esta vez sí, por fin, la paz; por soñar, sí, que te has ido por mi bien; cuando digo por mi bien no quiero decir, por supuesto, que hayas ideado una estrategia, ah, no, querida, estas paradojas sólo pueden ocurrir desde la inconsciencia. Sólo que si tu inconsciente fuera tan benévolo, a mí, ¿qué quieres que te diga? me daría mucha tranquilidad. Ya me despido. Me tengo que recordar -tú no estarás para hacerlo, tú no me quieres recordar nada, es más, tú no me quieres recordar- que cuando recopile los escritos relativos a tu ausencia te he de poner una dedicatoria sólo que aún no sé si pondré tu nombre y tus dos apellidos o sencillamente lo resolveré con las frías iniciales que no socorren a nadie ni alivian nada.
Tuyo siempre
No sabes cómo golpea. No lo sabes. No, no quiero que lo sepas porque si supiera que lo sabes entonces no podría soportarlo, no podría soportar que fueras tan cruel... no sabes cómo golpea de improviso, fantasmas gigantes, una hondura de dolor tan profunda que horada el final de los intestinos, el último rinconcillo del alma. Es mirar el día tan nublado y de improviso escuchar las notas de una canción que jamás escuchamos juntos y el dolor sale por los ojos, no sabes cómo sale. No sabes cómo duele ¿verdad? Prométeme que no lo sabes. ¡Ay, que vuelve! que vuelve a lacerarme en el costado, que vuelvo a sangrar esta desesperanza, que no tengo quien pueda escucharme y reconocer este dolor que es fuego y es espada y es tortura en la oscuridad.
Querido:
Por la mañana soñarás un museo, las paredes viejas, los cuadros viejos, no lo harás bien. Desayunarás un café con leche con unas tostadas con mantequilla. Mirarás a través del ventanal del salón el paisaje de la montaña, hermoso y ocre iluminado por las nubes con anchas pinceladas grises. Recordarás. Saldrás con tu perro al paseo matutino. Hoy decidirás subir por el camino que lleva hasta el pinar. Te sentarás a medio camino y sabrás que estás dentro de las nubes. El paseo durará hora y media. Bajaréis a eso de las una. No tendrás pereza. Cogerás el coche. Irás hasta la gasolinera. Pasarás por el supermercado. Comprarás cabecero de lomo y unas aceitunas. Volverás a casa. Comerás unas lentejas a la riojana de lata porque has decidido no cocinar hoy. Te quedarás un rato viendo snooker. Saldrás de nuevo con tu perro en el paseo corto de la tarde. Llueve la nube mientras dais la vuelta. Meditarás justo media hora. Te escribirás después esta carta de felicitación. Habrás de mantener la calma. Estás casi seguro de que lo conseguirás porque 62 es, al fin y al cabo, lo infinito.
Querida Julia,
Hoy cumples 108 años. Creo que son más de quince los que llevas ya al otro lado de la laguna. Quiero que me creas cuando te escribo que nada me gustaría más que contarte hermosas historias de la tierra para luego ir estrechando semejante vastedad hasta llegar a contarte historias hermosas de mi tierra entendida ésta como mi ser. A veces las personas, tú bien lo sabes, estamos tristes porque ocurren tristezas. La mayoría de la gente quiere huir de ellas. En occidente la obligación de estar bien se convierte cada vez más en una pesada carga. Yo defiendo la tristeza si es sensato estar triste. La tristeza como forma de estar en el mundo. La tristeza como forma de vivir en el mundo. Este año, Julia, he estado y he sido triste. Aún lo estoy y creo que lo estaré para siempre porque será sensato estarlo y porque lo único que me queda para poder seguir es decirme que es sensato lo que siento, que no me he vuelto loco, que no es injusto. Este estado de tristeza en nada quita que haya momentos de una felicidad grande. Yo no puedo vivir en un mismo y constante estado de ánimo. Me dice César que también tendrá que ver el metabolismo con estos picos que tengo porque he de decirte que he tenido momentos de una gran exaltación feliz. Vivo en un sitio muy hermoso. Nuestra cultura que es una cultura del ver tiene aquí un lugar privilegiado donde extasiarse. De la tristeza empiezo a hablar y de inmediato huyo de ella. Porque sigue siendo inconveniente hablar de estas cosas. Porque no quiero nombrar. Si te hablo de mí te diría que mi tristeza proviene de mi representación de mundo. Yo sé -y de verdad lo sé- que lo que discurro de lo que ocurre no es lo que discurre. Lo que pasa no es lo que me pasa. El observador altera lo observado, ya nos lo dice la mecánica cuántica que es, para que tú me entiendas, la física de lo minúsculo que resulta que no se comporta igual que la física de lo mayúsculo con lo que, al fin y al cabo, lo que nos ocurre es lo mismo que ocurre entre lo minúsculo y lo mayúsculo en relación con su física. Sé que ante los mismos hechos hay muchas formas de relacionarse con ellos (no quiero escribir el verbo reaccionar. No quiero escribir la frase: ante los mismos hechos hay muchas formas de reaccionar porque la reacción es una única forma de relacionarse con un hecho -dentro de esa forma por supuesto que se abre un nuevo abanico de posibilidades pero no con respecto al hecho sino con respecto a la forma de la reacción-).Es ahí, en esa relación entre el observador y lo observado, donde en el último año el estado más constante ha sido el de la tristeza. Disculpa, querida Julia, si me desahogo un poco contigo. Recuerdo tu estoicismo manchego cuando me aconsejabas en la niñez. Quisiera que por el aire me llegara un hálito de esos consejos.
Me he detenido un rato. He hecho unos cuantos problemas de ajedrez. Hoy no se ha dado bien. Tampoco se ha dado bien el coche. El día ha sido nublado. Ya ha caído la noche. Siento mucho que me envenenaran tus preferencias. No sabes cuánto lo siento. Ni siquiera he aprendido algo tan elemental como la inutilidad de la comparación. Empiezo a entender la fragilidad que sentías los últimos años de tu vida. Tú la sentiste justo al final. Siempre fuiste una mujer decidida. Me siguen gustando los días grises y verdes con toques aquí y allá de ocres. Ojalá en el pasado que vivimos en común haya conseguido hacerte sentir bien. Yo he de seguir aún en esta orilla. Todavía no he aprendido que no es para siempre. También es cierto que hoy he dormido poco. La lluvia en este ocho de noviembre no llegó a caer.
Poco antes de morir mi padre me dijo una de las frases más hermosas que me han dicho jamás (y que jamás me dirán). Estábamos merendando en el Vips de la calle Velázquez esquina con Lista. Nos acompañaba Gustavo, un muchacho emigrante que lo cuidaba por las tardes. Mi padre estaba ya en silla de ruedas y apenas podía hablar tras haber tenido un cáncer de laringe. Cuando terminó de dar un sorbo a su café, me miró con sus ojos tristes y pequeños y me dijo: Fernando, si por algo agradezco la enfermedad que tengo es por haberte podido conocer. Mi padre y yo nos conocimos, al final de su vida, mediante la correspondencia epistolar que empiezo a publicar.
Cuando murió mi padre no sé quién se encargó de tirar las cartas -que yo le enviaba en papel, por correo postal y que él guardaba en uno de los cajones de su mesa- a la basura. Por supuesto quien lo hizo no me consultó siquiera si quería conservar las cartas. Menos mal que yo guardé copia de ellas.
Transcurridos más de veinte años, siento el deseo de escribir sobre la verdad y creo que estas cartas son lo más sinceras de lo que era capaz. Las escribí entre los treinta y uno y los cuarenta años, es decir, durante la edad conflictiva.
2 de Octubre de 1996
Querido padre:
Sueños de la noche y la brisa del sur soplando entre las palmas reales. Llegaron tres barcos, tres hermosos bergantines con bandera congoleña.
En la cubierta del primero orquesta y coro interpretan cantatas de Bach; el director es un viejo almirante manco; los músicos son todos negros e interpretan a Bach con mucho son; el coro está compuesto por una agrupación de godspell de Louisiana con mujeres muy gordas y hombres muy negros con los pelos muy blancos.
En la cubierta del segundo bergantín, cuyo mascarón de proa es una esfinge de Rita Hayworth en pelota, un grupo de carteros en huelga airea con pena los sellos de sus respectivos países. Y así se ven sellos de Kuala Lumpur, de Laponia, de Israel (que por cierto son unos sellos con siete puntas), de Galicia o de Ohio. La protesta de los pobres carteros se resume en el lema que refulge cual espada en una pancarta argentina: "POBRES DE NOSOTROS LOS CARTEROS SIN DESTINO PUES YA NO HAY HOMBRES NI MUJERES QUE QUIERAN ESCRIBIRSE EN PAPEL SUS DESATINOS". Uno de los carteros (fémina en este caso) está amarilla verdosa la pobre porque la mar baila al son de una música de René Aubry que tiene algo de tango y un poquito de tarantela.
El tercer barco, padre, el tercer bergantín, alberga en su castillo de proa a Venus rediviva. Te cuento: cuando apareció en cubierta el cielo se llenó de colibrís, las nubes hicieron acto de presencia pero el sol las apartó de un plumazo, las estrellas salieron a deshora, los pulpos abandonaron las profundidades y una medusa azul y rosa tiñó el mar de un color imposible mitad pasta de dientes con clorofila mitad rosa roja. Allí estaba ella, una muchacha de no más de veinticinco años, trigueña como dirían nuestros hermanos cubanos, con unos ojos rasgados y verdes pero no muy verdes, no esos ojos verdes de película, no, unos ojos verdes como el verde de nuestros olivos andaluces; sus pómulos eran dos piedras de jade cinceladas por la mano de Hefestos; su boca la summa teológica del beso. El cuello, los hombros, el pecho formaban una composición perfecta para el deseo: el cuello por su longitud y su fineza, los hombros por su redondez y ya se sabe y si no te lo digo yo que la felicidad es siempre esfera, y los pechos porque en ellos se unen las dos aspiraciones máximas del hombre: la utilidad y la belleza. Vientre luego, suave loma, envoltorio de la vida, vida misma, sujeto a los límites de la cintura y los bordes de las caderas y las piernas largas y carnosas, columnas labradas para el goce, mármol de carne, mármol de carne. Las gentes del puerto se arremolinaron ante el tercer bergantín y comenzaron a cantar una vieja canción galesa y su canto se confundió con la orquesta y coro del primer barco y con la protesta airada de los carteros. La isla de Wotopinga fue un puerto de Babel y entre la confusión yo me bajé e invité a la chica hermosa a un gin Fizz, invitación que ella aceptó.
¡Ah, la noche, padre!. Hubo un momento hermoso, lleno de nostalgia; me preguntó por mi pasado con una voz que venía de muy lejos. Yo le contesté que no tengo pasado. Ella insistió y dijo: "seguro que hay algo". Y entonces le hablé de ti, le hablé de ti durante horas y al final cuando la aurora de rosáceos dedos asomaba por el horizonte, ella se echó a reír y dijo: "Antonio, sí, Antonio, me acuerdo de él, vaya que si me acuerdo". Y me contó una velada en Chicote, hace muchos años, cuando ella recaló por Madrid.
(...) Este párrafo lo he suprimido porque se refería a una serie de erratas en la carta anterior -la que corresponde al número 06 de Sobre la verdad- que ya corregí al transcribirlo a la revista.
P.D. Padre si tú quieres escribirme puedes hacerlo a mi antigua dirección: Calle Del nombre de un filósofo nº xx piso xx en la ciudad de Xxx. Tus cartas me llegarán te lo aseguro.
Epistolario
Tags : Sobre la verdad Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/12/2021 a las 18:49 | {0}
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Epistolario
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/08/2023 a las 17:57 | {0}