Texto escrito por Olmo Z. y publicado a requirimiento mío ya que él -ingresado en un sanatorio para enfermos mentales en Acra- negaba cualquier valor al escrito. Yo le dije que el valor de los escritos me importa un ardite.
No será por el calor ni por el espesor de la locura por lo que esta tarde me he visto caminando por el Páramo. Lo atravesaba a la primera hora de la tarde de un día de invierno. Tengo la sensación de que el Páramo se encuentra en algún lugar de Europa -quizás en la Europa del sur- . No sé por qué he pensado en España y me asaltaba una palabra -como si fuera la denominación de un lugar- que probablemente sea una palabra inventada: Guadarrama. El Páramo pues estaba en un lugar que podría llamarse Guadarrama. Yo iba vestido con un anorak azul y llevaba un jersey de lana decorado con motivos de alta montaña y unas botas buenas para caminar. Creo recordar que me apoyaba en un bastón y también creo recordar que había un silencio que rompían de vez en cuando las bandadas de patos. Sin quererlo, de repente, caminando y oliendo la tarde de invierno en un lugar de Europa del sur, he imaginado una casa y en la casa una estancia con suelo de castaño y sobre el suelo de castaño tres alfombras gruesas (probablemente tres alfombras persas); esa estancia era mi estudio. También un amplio ventanal que se abría a un balcón con antigua balaustrada de piedra y que ofrecía una vista de prados verdes con una frontera de dunas y tras las dunas el mar. La estancia se completaba con una chimenea, bibliotecas en cada una de las paredes, una mesa sencilla y cómoda para trabajar y otra más alta, estrecha, de piedra con instrumental para estudiar lo ínfimo.
Mi sensación en aquella estancia, en aquella casa era de una profunda paz y de una alegría quieta como si todo en mi vida estuviera en su lugar y sentí una plenitud aún mayor cuando se abrió la puerta y apareció ella, de nuevo ella, de nuevo juntos y escuché a lo lejos -la casa debía ser muy grande- los juegos de unos niños que probablemente fueran nuestros. Iba vestida con un jersey de cuello alto azul y unos vaqueros; calzaba unas botas de montaña y llevaba el pelo recogido en una coleta; en sus manos traía una taza con un café. Humeaba. Me besó en los labios. Se acercó al escritorio. Miró por encima lo que estaba escribiendo. Sonrió una vez más y antes de irse tan sólo dijo: Son las seis y media.
Cuando di un sorbo al café, supe que esa armonía, esa calma, venía de muy atrás y adiviné que ella y yo habíamos encontrado el equilibrio y vagamente -como si fuera un sueño dentro de la imaginación que se extendía por el paseo que hacía por un lugar de la Europa del sur- tuve la certeza de que su cuerpo y mi cuerpo seguían sugiriendo en sus encuentros la más vieja y terrenal de las pasiones humanas: el erotismo. Quizá por eso sentí cuando ella entró en la estancia, unas inmensas ganas de vivir y la casa en la que vivíamos me susurró mil encuentros, un millón de jadeos y las apacibles y profundas conversaciones que se dan entre dos seres que se aman. ¡Eso era! ¡Había amar en esa casa!
Sé que cuando atravesaba el Bosque de los Arbustos, un ciclista me sacó de mis meditaciones (de mis imaginaciones) pero volví tan rápido a ellas que no me importó detenerme -un poco más adelante- a hablar con un jinete que montaba un caballo tordo al que estuve acariciando. Cuando caballo y jinete se alejaban, yo estaba cenando con ella y los niños en la cocina de la casa; los niños estaban cansados y cenaban en silencio, ella estaba hermosa y algo en su mirada verde me recordó una aurora boreal. La noche había caído. Ululaba el búho. Se adormecía el mundo. Ella se había acostado. Yo demoré el gozo de dormir a su lado y estuve trabajando hasta entrada la madrugada en una investigación que por entonces llevaba a cabo. Lo último que imaginé en el paseo que nunca hice por un lugar que problemente se encontraba en algún país del sur de Europa fue el olor de mi mujer dormida.
Mi sensación en aquella estancia, en aquella casa era de una profunda paz y de una alegría quieta como si todo en mi vida estuviera en su lugar y sentí una plenitud aún mayor cuando se abrió la puerta y apareció ella, de nuevo ella, de nuevo juntos y escuché a lo lejos -la casa debía ser muy grande- los juegos de unos niños que probablemente fueran nuestros. Iba vestida con un jersey de cuello alto azul y unos vaqueros; calzaba unas botas de montaña y llevaba el pelo recogido en una coleta; en sus manos traía una taza con un café. Humeaba. Me besó en los labios. Se acercó al escritorio. Miró por encima lo que estaba escribiendo. Sonrió una vez más y antes de irse tan sólo dijo: Son las seis y media.
Cuando di un sorbo al café, supe que esa armonía, esa calma, venía de muy atrás y adiviné que ella y yo habíamos encontrado el equilibrio y vagamente -como si fuera un sueño dentro de la imaginación que se extendía por el paseo que hacía por un lugar de la Europa del sur- tuve la certeza de que su cuerpo y mi cuerpo seguían sugiriendo en sus encuentros la más vieja y terrenal de las pasiones humanas: el erotismo. Quizá por eso sentí cuando ella entró en la estancia, unas inmensas ganas de vivir y la casa en la que vivíamos me susurró mil encuentros, un millón de jadeos y las apacibles y profundas conversaciones que se dan entre dos seres que se aman. ¡Eso era! ¡Había amar en esa casa!
Sé que cuando atravesaba el Bosque de los Arbustos, un ciclista me sacó de mis meditaciones (de mis imaginaciones) pero volví tan rápido a ellas que no me importó detenerme -un poco más adelante- a hablar con un jinete que montaba un caballo tordo al que estuve acariciando. Cuando caballo y jinete se alejaban, yo estaba cenando con ella y los niños en la cocina de la casa; los niños estaban cansados y cenaban en silencio, ella estaba hermosa y algo en su mirada verde me recordó una aurora boreal. La noche había caído. Ululaba el búho. Se adormecía el mundo. Ella se había acostado. Yo demoré el gozo de dormir a su lado y estuve trabajando hasta entrada la madrugada en una investigación que por entonces llevaba a cabo. Lo último que imaginé en el paseo que nunca hice por un lugar que problemente se encontraba en algún país del sur de Europa fue el olor de mi mujer dormida.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/02/2016 a las 19:34 | {0}