Madame L. se levantó el viernes a las seis y media de la mañana. Aunque acostumbrada aquel día se fijó en la luminosidad que despedía el modem que le había puesto la compañía Orange en su casa, en su dormitorio, donde tenía la mesa de trabajo, bajo una ventana, con el ordenador, una impresora con escanner y una estantería con libros de lingüística y enseñanza del español. Se fijó, decimos, y pensó, A él le resultará extraño.
El señor L. se levantó a las ocho de la mañana. En realidad llevaba despierto más tiempo. Estaba nervioso. A la una de la tarde iba a tomar un avión con destino a París. Hacía años que no viajaba en avión y además el viaje tenía para él el eco de una alegoría. Hemos de decir que el señor L. huía de darle demasiada trascendencia a los hechos y cuando pensaba la palabra alegoría intentaba despojarla de todo sentido místico, alegoría en el sentido de explicación mediante el símbolo de un hecho concreto. Eso era, sí, eso era se dijo el señor L. mientras se hacía un café con leche y encendía un cigarrillo.
Madame L. mientras bebía una taza de café solo y tomaba, con cierta desgana, unas magdalenas con una base de chocolate temía que un desfallecimiento le viniera de improviso. Quería que el día transcurriera en su tempo. Quería disfrutar la plaza de Saint Martin con la figura ecuestre que se elevaba en su centro y los tilos cuyas hojas ya alfombraban el suelo de la plaza, ¡Ah, si se prohibiera aparcar los coches...! volvió a pensar, disfrutar la plaza mientras esperaba al autobús que la llevaría hasta el instituto, en las afueras de Caen, donde impartía clases de español desde hacía años. Sí, no quería que el encuentro que tendría lugar horas más tarde en París le impidiera vivir como hay que vivir, en cada minuto.
El señor L. miró a ver si lo llevaba todo. Decidió que sí (cosa que a la postre resultó falsa) y salió de la casa de Madrid camino de París. Durante el trayecto el señor L. tuvo un recuerdo vivísimo de madame L. treinta y dos años antes. El tenía diecisiete años entonces. Ella quince. Estaban juntos en la barra de un bar. Se acababan de conocer, en ese instante. Él jugaba nerviosamente con una goma. Ella le miraba y bebía una cerveza. Sus ojos eran azules. Su cabello rubio y brillante -como si fuera rayos de luz de donde el sol la toma-, su cara muy bonita.
El señor L. se levantó a las ocho de la mañana. En realidad llevaba despierto más tiempo. Estaba nervioso. A la una de la tarde iba a tomar un avión con destino a París. Hacía años que no viajaba en avión y además el viaje tenía para él el eco de una alegoría. Hemos de decir que el señor L. huía de darle demasiada trascendencia a los hechos y cuando pensaba la palabra alegoría intentaba despojarla de todo sentido místico, alegoría en el sentido de explicación mediante el símbolo de un hecho concreto. Eso era, sí, eso era se dijo el señor L. mientras se hacía un café con leche y encendía un cigarrillo.
Madame L. mientras bebía una taza de café solo y tomaba, con cierta desgana, unas magdalenas con una base de chocolate temía que un desfallecimiento le viniera de improviso. Quería que el día transcurriera en su tempo. Quería disfrutar la plaza de Saint Martin con la figura ecuestre que se elevaba en su centro y los tilos cuyas hojas ya alfombraban el suelo de la plaza, ¡Ah, si se prohibiera aparcar los coches...! volvió a pensar, disfrutar la plaza mientras esperaba al autobús que la llevaría hasta el instituto, en las afueras de Caen, donde impartía clases de español desde hacía años. Sí, no quería que el encuentro que tendría lugar horas más tarde en París le impidiera vivir como hay que vivir, en cada minuto.
El señor L. miró a ver si lo llevaba todo. Decidió que sí (cosa que a la postre resultó falsa) y salió de la casa de Madrid camino de París. Durante el trayecto el señor L. tuvo un recuerdo vivísimo de madame L. treinta y dos años antes. El tenía diecisiete años entonces. Ella quince. Estaban juntos en la barra de un bar. Se acababan de conocer, en ese instante. Él jugaba nerviosamente con una goma. Ella le miraba y bebía una cerveza. Sus ojos eran azules. Su cabello rubio y brillante -como si fuera rayos de luz de donde el sol la toma-, su cara muy bonita.
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Tags : El viaje Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/11/2009 a las 23:31 | {2}