Capítulo Segundo: María
Son las ocho menos veinte de la tarde. Se ha hecho la noche. Fuera sopla el viento del norte, borracho, dando bandazos por las aceras, desnudando sin pudor a los árboles de hoja caduca. María -recta la espalda, las manos apoyadas en las rodillas, las piernas juntas, mirando a La Maestra- habla.
Maria: Cuando siento el viento, me ahogo. Mi nariz husmea antes de salir, como si en su punta tuviera un sensor que me avisara de la velocidad del aire. Hoy me ha costado llegar. Sentía que llevaba faldas y se me veían las bragas. Cuando me ponía la mano por detrás para que no se levantaran, me daba cuenta de que llevaba pantalones. Entonces me tranquilazaba. Colocaba la mano en su posición lógica. Pero al poco rato estaba otra vez detrás.
No soporto las miradas en el autobús. Ni el olor a sudor de las mujeres. En los hombres lo aguanto mejor. Los hombres son sucios y pueden oler mal. Deben oler mal. Sé o puedo llegar a pensar que no hay olores buenos o malos, que todo eso son cuestiones culturales, que un buen entrenamiento podría conseguir que me agradase el olor de la mierda, como les ocurre a los perros, que no hacen más que oler mierda y nunca tienen arcadas. Por eso lo sé. Yo tengo muchas arcadas. Por las mañanas, antes de desayunar suelo tener arcadas. Sólo el aroma del café me las calma. No soporto las frutas por la mañana. Sólo de noche, justo antes de dormir, me gusta tomarme unas uvas o una pera de agua. Me duermo dulce (María sonríe con su broma. Entrelaza las manos. Relaja un poco la rectitud de su espalda. Mira un poquito a los lados. Traga saliva. Se retira un mechón de su cabello que caía por su mejilla derecha. María tendrá unos cuarenta y cinco años). No sé cuándo se inició todo esto. Me han dicho que tuvo que ser en la infancia. No sé por qué todo ha de ocurrir en la infancia. Quisiera tener una imagen clara. No sé, algún acto brutal. Me dicen que seguro que lo hay, que esas fobias, ¿por qué son fobias? También veo volar la mantequilla y siento una especial predilección por las uñas. He venido aquí porque no me encuentro bien. No, no me encuentro bien. Tampoco sé porque sé que no me encuentro bien. Quizá, me digo, porque en la mañana me siento triste y no entiendo por qué estoy respirando, por qué la respiración no es voluntaria, ni tampoco el latir del corazón o la presión arterial. Recuerdo a una mujer que tenía que estar tumbada en la cama porque su presión arterial era tan baja que si se ponía de pie, la sangre se le bajaba a las piernas y moría por falta de riego en el cerebro. Esa mujer aprendió a controlar su presión arterial y pudo al fin levantarse tres horas al día -o más-. (Se queda callada. Baja la mirada. Respira hondo. Parece tomar fuerzas. Eleva la mirada. Se mira, desde la lejanía, en el espejo). Yo no soy una buena mujer. Y tengo asco al contacto, al viento y al olor a sudor en las mujeres. Trabajo lo menos posible. Camino rápido para no tener que detenerme ante nada. Quisiera huir. No estar aquí ahora mismo. Estar callada. Quedarme callada. Sólo que la Maestra me obliga a hablar. Me dice que será bueno pra mí. Me exige para permitirme estar aquí el que diga estas cosas. Las cuales, por cierto, no sé si son ciertas. Sí, sí, puedo estar mintiendo. Puedo ser perfectamente una mujer normal que llega a su casa los días laborables, se quita la ropa de calle, se lava, se hace un café y se sienta a ver el televisor, concursos de palabras o documentales sobre la condición humana y alguna serie algo melodramática que me haga recordar y me ponga tierna. No sé por qué es anormal no desear a los hombres y que sienta repugnancia cuando me despìerto en la noche con la mano en mi sexo y me tenga que levantar y lavarme. (Se vuelve a quedar callada. Esbozan sus labios dos sonrisas muy rápidas que más parecen calambres en su boca, movimientos involuntarios de sus músculos risorios, que verdaderas sonrisas). Ya no quiero hablar más. (María se queda callada con las piernas, las manos y los brazos en su posición inicial).
Maria: Cuando siento el viento, me ahogo. Mi nariz husmea antes de salir, como si en su punta tuviera un sensor que me avisara de la velocidad del aire. Hoy me ha costado llegar. Sentía que llevaba faldas y se me veían las bragas. Cuando me ponía la mano por detrás para que no se levantaran, me daba cuenta de que llevaba pantalones. Entonces me tranquilazaba. Colocaba la mano en su posición lógica. Pero al poco rato estaba otra vez detrás.
No soporto las miradas en el autobús. Ni el olor a sudor de las mujeres. En los hombres lo aguanto mejor. Los hombres son sucios y pueden oler mal. Deben oler mal. Sé o puedo llegar a pensar que no hay olores buenos o malos, que todo eso son cuestiones culturales, que un buen entrenamiento podría conseguir que me agradase el olor de la mierda, como les ocurre a los perros, que no hacen más que oler mierda y nunca tienen arcadas. Por eso lo sé. Yo tengo muchas arcadas. Por las mañanas, antes de desayunar suelo tener arcadas. Sólo el aroma del café me las calma. No soporto las frutas por la mañana. Sólo de noche, justo antes de dormir, me gusta tomarme unas uvas o una pera de agua. Me duermo dulce (María sonríe con su broma. Entrelaza las manos. Relaja un poco la rectitud de su espalda. Mira un poquito a los lados. Traga saliva. Se retira un mechón de su cabello que caía por su mejilla derecha. María tendrá unos cuarenta y cinco años). No sé cuándo se inició todo esto. Me han dicho que tuvo que ser en la infancia. No sé por qué todo ha de ocurrir en la infancia. Quisiera tener una imagen clara. No sé, algún acto brutal. Me dicen que seguro que lo hay, que esas fobias, ¿por qué son fobias? También veo volar la mantequilla y siento una especial predilección por las uñas. He venido aquí porque no me encuentro bien. No, no me encuentro bien. Tampoco sé porque sé que no me encuentro bien. Quizá, me digo, porque en la mañana me siento triste y no entiendo por qué estoy respirando, por qué la respiración no es voluntaria, ni tampoco el latir del corazón o la presión arterial. Recuerdo a una mujer que tenía que estar tumbada en la cama porque su presión arterial era tan baja que si se ponía de pie, la sangre se le bajaba a las piernas y moría por falta de riego en el cerebro. Esa mujer aprendió a controlar su presión arterial y pudo al fin levantarse tres horas al día -o más-. (Se queda callada. Baja la mirada. Respira hondo. Parece tomar fuerzas. Eleva la mirada. Se mira, desde la lejanía, en el espejo). Yo no soy una buena mujer. Y tengo asco al contacto, al viento y al olor a sudor en las mujeres. Trabajo lo menos posible. Camino rápido para no tener que detenerme ante nada. Quisiera huir. No estar aquí ahora mismo. Estar callada. Quedarme callada. Sólo que la Maestra me obliga a hablar. Me dice que será bueno pra mí. Me exige para permitirme estar aquí el que diga estas cosas. Las cuales, por cierto, no sé si son ciertas. Sí, sí, puedo estar mintiendo. Puedo ser perfectamente una mujer normal que llega a su casa los días laborables, se quita la ropa de calle, se lava, se hace un café y se sienta a ver el televisor, concursos de palabras o documentales sobre la condición humana y alguna serie algo melodramática que me haga recordar y me ponga tierna. No sé por qué es anormal no desear a los hombres y que sienta repugnancia cuando me despìerto en la noche con la mano en mi sexo y me tenga que levantar y lavarme. (Se vuelve a quedar callada. Esbozan sus labios dos sonrisas muy rápidas que más parecen calambres en su boca, movimientos involuntarios de sus músculos risorios, que verdaderas sonrisas). Ya no quiero hablar más. (María se queda callada con las piernas, las manos y los brazos en su posición inicial).
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Tags : El espejo Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/12/2011 a las 13:29 | {0}