Boceto
Muñeca (maraña de huesos tan precisos)
Giro entonces (en el centro de la mar)
Náusea (de ver y no ver, sometidos al vaivén y la apariencia)
Como la voluntad simple (la del ser unicelular)
Y el intelecto secundario (alma de pupa)
Sueño de la razón (o decadencia)
Planicie ve (la curva del mundo)
Una silueta que recorriera haz y envés (Bach sería)
A través de las distancias (en la duermevela una noche de otoño con el frío asomado al embozo)
Quisiera, grita (y es el silencio)
Está cerca (exclama y sabe que el último tramo está a la vista)
Y es el gozo (de haber vivido)
Y el consejo del amigo (termina lo que hayas de hacer. Queda ya poco)
Lo interesante no es alguien que te diga qué es lo que debes saber sino qué es lo que no es importante saber
... entonces veo unos golpes de lluvia en el cristal del coche (ya he dejado atrás la ciudad y sus arrabales) y también veo un tramo de carretera. Sólo un tramo. ¿Quién ve más de un tramo, sólo un tramo de vida cada vez? Sólo unos ojos, un golpe, un centro comercial, una curva, la cadera, la iluminación de una gran sala de conciertos. Siento en el tramo de la carretera que veo, en unas balizas, en el encuentro con los policías de la ruta, en un puerto sin altura, en un desnivel que imagino bajándolo en bicicleta, para hacerme una idea (una cada vez) de cuánto debe sufrir un ciclista profesional subiéndolo -es un desnivel del 5%-, en la llegada a la ciudad nueva; siento en el descubrimiento de la dirección, en la calle que camino, en el particular acento de los habitantes, en mi torpeza mundana cuando entro en la habitación del hotel y las luces no se encienden y aviso a recepción y me dicen que he de introducir la llave -siento que ellos dicen llave, dicen eso, dicen también ellos llave- que no es por supuesto una llave sino una tarjeta magnética, que he de introducirla en una ranura, yo había pensado antes en la ranura, me había fijado en ese artilugio que no sé cómo funciona pero sé cómo usar, para que la luz funcione. Y la luz funciona; yo siento cuando tomo el autobús y llego al congreso al que voy a asistir porque tengo que asistir a congresos, porque es bueno asistir congresos, porque soy un hombre que al asistir a un congreso sale de casa y tengo que salir de casa y sólo cuando salgo de casa me doy cuenta de mi torpeza mundana y de mis tantas torpezas, ¡que valientes -pienso- las personas que salen todos los días de casa! aun a costa de sus torpezas, sometiéndolas al escrutinio público; yo siento cuando llego al congreso y la recepcionista joven y amable y que debe hacer su trabajo, lo debe hacer bien y porque sabe que lo debe hacer bien no lo hace tan bien porque si no seguro que lo haría estupendamente, me dice que no estoy en la lista de asistentes, yo siento -sólo una cosa cada vez- sonrisa en mi interior y que me digo para mis adentros, sí estoy y voy a aparecer ahora mismo. Tranquiliza a la muchacha y le sonrío y acude otra joven recepcionista en su ayuda y al final me encuentran y aluden a mis apellidos compuestos y además vascos y me entregan una bolsa cargada de regalos y me digo de nuevo para mis adentros, Estoy porque estoy siempre en este mundo y estaré siempre porque formo parte de la voluntad del mundo y la voluntad del mundo quiso para mí que estuviera y que fuera consciente de ser; siento cuando atravieso los controles; siento cuando me siento en una butaca junto al pasillo en el auditorio tan moderno; siento, digo, siento algo, algo en mí, algo sin nombre.
Leo hoy en El País que una estudiante, para defender la vigencia y utilidad de las becas Erasmus comenta: "La acusación de que estás todo el día de juerga es absurda". Ese comentario me ha recordado un anécdota que me ocurrió hace ya algunos años.
En el año 2000 me contrataron para escribir una serie llamada Paraíso que se emitió entre los años 2000-2003 durante la temporada estival en La 1 de Televisión Española. Como me comentó su director Javier Elorrieta, él quería amor, humor y aventura. Y así lo hice. Era una serie menor para pasar la calurosa noche de los veranos españoles. Paraíso se grababa en la República Dominicana, en un resort llamado Bahía Príncipe que se encuentra en el nordeste de la isla. Ya la primera temporada, Javier me pidió si quería ir allí para tener él un guionista por si había que hacer cambios durante la grabación. Yo acepté gustoso. Vieja aspiración de todo escritor es hacerlo bajo una palmera rodeado de hermosas mujeres y embriagadoras bebidas.
Todo el equipo de rodaje teníamos derecho a utilizar las zonas vip del resort y la verdad es que para mí fue fantástico estar trabajando en una serie a pie de rodaje (para quien no lo sepa a los guionistas no nos quieren ver en los rodajes. Los directores huyen de nosotros como de la peste) y vivir ese ambiente que normalmente nos está vedado.
No quiero extenderme mucho porque quiero ir al meollo del asunto que hoy me trae a Inventario. Yo soy de los escritores que considera que si ha de escribir de un sitio, lo mejor que puede hacer es conocerlo. Parece una obviedad pero no lo es. De hecho dos fuimos los únicos guionistas -de los cinco o seis que éramos- que viajamos allí. Bien, como jefe de producción -que para el común de los mortales es el contable de una empresa- estaba un tal F. B., un tipo lameculos con los actores y un cabrón con el equipo técnico; era un hombre mayor, gordo, medio calvo, con pinta de chupatintas, con aires fascistas y ante todo y sobre todo maleducado.
Recuerdo que aún habiendo sido llevado allí por orden del director, a mí nadie me habló de hacerme un seguro médico -como sí tenían todos los demás- Esa gestión tendría que haberla hecho el contable B. Lo que sí conseguí es que me dieran dietas. Cuando recibí la primera me di cuenta de que me habían dado unos cuantos dólares de más. Yo ya había tenido algún encontronazo con B. y para no tener más fui con lo que sobraba a su oficinita para devolvérselo. Llamé. Se lo di y sin levantar la vista me dijo, Eso te lo metes por el culo. Entonces yo me senté y le contesté: La próxima vez que me hables en ese tono te meto una hostia que sales por la ventana. Entonces levantó la vista y empezó a despotricar porque yo me divertía en vez de estar todo el día metido en mi habitación escribiendo (quiero dejar constancia aunque no creo que haga ni falta, que jamás faltó una página de guión en su día y es más escribí un guión en 48 horas porque el que tenían resultó no valer. Cada capítulo costaba unos 500.000 €. Eso es lo que hubieran perdido si no llego a tener terminado en dos días un guión de 1 hora de duración. Normalmente un guión de ese tipo se tarda en escribir entre tres y cuatro semanas). Así es que dejé de escucharle y zanjé la conversación diciendo: Yo pertenezco al equipo de dirección no al tuyo. Si tiene alguna queja que me lo diga Javier Elorrieta (el director). Lo curioso de todo este asunto es que al salir me encontré con que la mujer del contable había estado escuchando tras de la puerta y me empezó a aplaudir y a felicitar por haberme enfrentado con el pieza hijo de la chingada de su marido.
Fin de la anécdota.
Hablando ayer con Liana, le decía que yo he trabajado muy poco en mi vida y que siempre me he sentido millonario de tiempo que es la única fortuna de la que realmente dispone cada hombre (idea extraída de Momo de Michael Ende) y he trabajado poco porque sobre todo me he ganado la vida escribiendo y escribir no es trabajar. El trabajo tal y como yo lo considero consiste en vender tu tiempo a otro para comprar tu sustento, tu cobijo y un poco de tu propio tiempo. Entendido así he trabajado poco porque el escribir es justamente el aprovechar el tiempo siempre en tu beneficio (beneficio temporal sólo si se quiere).
Sí considero la escritura una labor pero no un trabajo. A veces las etimologías son como la quintaesencia de lo que inconscientemente vivimos. Así nos descubren Corominas y Pascual la etimología del verbo trabajar.
Trabajar: del lat. vg. tripaliare 'torturar', derivado de tripalium 'especie de cepo o instrumento de tortura' compuesto de tres y palus por los tres maderos que formaban dicho instrumento; en castellano antiguo y aun hoy en día conserva el sentido de 'sufrimiento, dolor, pena'; de la idea de 'sufrir' se pasó a 'esforzarse' y 'laborar'.
Vivimos pues en una etapa de nuestra civilización -no evolución, no progreso- basada en la tortura y curiosamente compuesta por tres palos como la cruz.
Así lo entienden quienes acusan a los jóvenes de salir y divertirse en las ciudades donde estudian. ¿Cómo si no van a conocer el país al que han ido? ¿No están para eso las becas Erasmus? Para hacer conscientes a los jóvenes europeos de que todos somos Europa.
Así lo entendía el gran hijo de la chingada F. B. -excepto para los que tenían un nombrecillo como actores-.
Me divertí lo indecible en la República Dominicana y puedo decir con orgullo que los capítulos que escribí siempre estuvieron entre los de mayor audiencia de la serie. Porque la labor del arte no es cosa de números sino de percepciones y éstas no se suelen encontrar encerrado en la habitación de un resort, cosa que por supuesto no podía ni intuir un jefe de producción tan vacío y amargo como el que tuvimos en el paraíso.
Era tan temprano. Tan temprano. Al levantar la persiana la noche ha entrado. Y el frío. Y el viento. El perro se mantenía acurrucado en un extremo del sillón. Él había dormitado toda la noche. Al sonar el despertador había ensayado una comparación. No la encontró. Ese despertarse y no saber cuándo volvía a entrar en el sueño y volvía a salir de él. Sí pensó, en la noche, 53. El café no le despertó. Y por una cuestión química, seguramente, se sintió estúpido. O ajeno.
A ella no le había ocurrido lo mismo. O aparentemente no había sido así. Se quedó quieta toda la noche hasta que -a una hora que nunca supo- se levantó y fue al baño a hacer pis. Muy callada. Siempre muy callada. Cuando sonó el despertador se levantó fresca y con una sonrisa y con el pelo suelto y le besó y fue de nuevo al baño mientras él hacía el café y sentía que la noche aún estaba fuera, extraña a la mañana y a la hora y una ráfaga cruzó su mente, Y si hoy no amaneciera. No quiso seguir.
Él sirvió los cafés.
Desayunaron. Comentaron la noche.
Ella tenía que irse. Coger el coche. Atravesar el puerto. Llegar a la ciudad. Su horario de trabajo. Su trabajo.
El perro estaba nervioso.
Él se tranquilizó cuando vio en el cielo una nube tricolor y supo que hoy también amanecería. Subieron -el perro y él- una calle. Encontraron en el paseo a una perra labrador y a una mujer embarazada y también a unos operarios que iniciaban la poda de los árboles de la avenida. El cielo -brutal por bello- convertía la noche en amanecida. Y el frío seguía siendo intenso. El primer frío. Mediado noviembre. Fue entonces, caminaban por una calle estrecha, cuando recordó que en la noche había pensado 53. Mientras el perro se encaramaba a un murete de piedra dijo en voz alta, Hoy no tendré miedo. Volvieron a casa. Él imaginó a ella en la autopista hacia la ciudad: sus gafas, conduciendo con el abrigo beige puesto, atenta al atasco quizá recordando la velada del día anterior en el restaurante, con los amigos, los que les presentaron cuando junio ya hacía de las suyas y el calor llenaba de olores intensos el centro de la ciudad; sus amigos, amables y sagrados, mientras en el comedor del restaurante bromeaban, comían y escuchaban al cocinero gritarle al camarero; quizá -pensaba él- recordaría ella la esquina donde se despidieron o el confort del edredón.
Terminaron el perro y él el paseo. La luz se había hecho día.
Ella había llegado a la ciudad.
A ella no le había ocurrido lo mismo. O aparentemente no había sido así. Se quedó quieta toda la noche hasta que -a una hora que nunca supo- se levantó y fue al baño a hacer pis. Muy callada. Siempre muy callada. Cuando sonó el despertador se levantó fresca y con una sonrisa y con el pelo suelto y le besó y fue de nuevo al baño mientras él hacía el café y sentía que la noche aún estaba fuera, extraña a la mañana y a la hora y una ráfaga cruzó su mente, Y si hoy no amaneciera. No quiso seguir.
Él sirvió los cafés.
Desayunaron. Comentaron la noche.
Ella tenía que irse. Coger el coche. Atravesar el puerto. Llegar a la ciudad. Su horario de trabajo. Su trabajo.
El perro estaba nervioso.
Él se tranquilizó cuando vio en el cielo una nube tricolor y supo que hoy también amanecería. Subieron -el perro y él- una calle. Encontraron en el paseo a una perra labrador y a una mujer embarazada y también a unos operarios que iniciaban la poda de los árboles de la avenida. El cielo -brutal por bello- convertía la noche en amanecida. Y el frío seguía siendo intenso. El primer frío. Mediado noviembre. Fue entonces, caminaban por una calle estrecha, cuando recordó que en la noche había pensado 53. Mientras el perro se encaramaba a un murete de piedra dijo en voz alta, Hoy no tendré miedo. Volvieron a casa. Él imaginó a ella en la autopista hacia la ciudad: sus gafas, conduciendo con el abrigo beige puesto, atenta al atasco quizá recordando la velada del día anterior en el restaurante, con los amigos, los que les presentaron cuando junio ya hacía de las suyas y el calor llenaba de olores intensos el centro de la ciudad; sus amigos, amables y sagrados, mientras en el comedor del restaurante bromeaban, comían y escuchaban al cocinero gritarle al camarero; quizá -pensaba él- recordaría ella la esquina donde se despidieron o el confort del edredón.
Terminaron el perro y él el paseo. La luz se había hecho día.
Ella había llegado a la ciudad.
Había acariciado el puerto; el puerto había acariciado; el puerto y las luces de los barcos de sardinas a lo lejos; lejos del puerto los bancos de sardinas; había escuchado la última melodía y había elevado el brazo protegiéndose de la montaña que se le venía encima; de la montaña que se le venía encima se protegía con el brazo; del beso no había escapado; de la jauría había huido; se había hundido en el olor de su axila; de su axila el olor que excedía el aire de la noche, la savia del sauce, la noche y su monotonía; había cantado sobre las notas de un violín; sobre las notas de un violín había cantado con aire de melisma; y surcaba así la vieja barca varada a los pies del mar; y a los pies del mar se acunaba; y sonreía; y sonreía y sonreía; había decidido pintar a la acuarela los accidentes de su cuerpo; la cicatriz pintaba; el lunar pintaba; pintaba lunar y cicatriz; cicatriz y lunar pintaba; había decidido habituarse y sonreír; sonreír la verdura de la espinaca en mitad de una tramontana; de la tramontana la espinaca; en un mes de noviembre se había acostumbrado a sonreír; a sonreír como las boyas flotan en el mar y nadan los brazos entre el oleaje cuando la tarde descansa en su esfuerzo de vencer al sol y el sol, derramado, se diluye en los reflejos últimos; en los reflejos últimos el sol se derrama ante la tarde que descansa en la observación de los brazos que atraviesan la mar y su oleaje; había decidido elaborar la rima; había sorbido como ambrosía su flujo y su conquista; flujo conquistado tras la risa; ambrosía blanca sin rima; había dilucidado; habíase calzado los zapatos nuevos, los de no andar por casa y por la casa anduvo con los zapatos nuevos, las luces apagadas, la sonrisa en la espalda; a su espalda la sonrisa de la amada; había iluminado la luna que luz no tiene; que no tiene luz la luna pero tiene sangre; sangre de hembra es la luna; sangre blanca de hembra oscura es la luna en la noche entre montañas; había llegado a las montañas escarpadas; había contemplado la palidez de un cielo ensimismado; ensimismado el cielo ante la observación del hombre que le observa; guiños había establecido hasta el alba; hasta el alba se mantuvo en guiños; en guiños lentos como la marea baja; había vuelto al puerto; el puerto había acariciado: el puerto y las luces de los barcos de sardinas a lo lejos...
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Poesía
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/11/2013 a las 11:28 | {0}