¿Cómo es posible?, se decía.
Esta alteración, se decía. Cierra los ojos. La noche es fría, nada más.
Era su mirada al cerrar los ojos una infinita vergüenza.
Se dijo: ¿Cómo es posible? ¿Estoy en la cama? ¿La noche es cerrada? ¿Por qué nada se escucha? ¿Estoy muerto? ¿Y aquella espada?
No pudo alcanzar el despertador (que se alejaba). El tiempo de la noche fría.
Claro que llegó la mañana.
Desde la razón, mientras desayunaba, intentó encontrrar una explicación y le vino a la memoria el nombre de Gregorio Samsa (¿o no era Samsa?). Y luego se dijo, en voz alta: "Lo desconocido". Volvió el silencio y de nuevo, en voz alta, volvió a decirse: "Lo desconocido". No quería andar. Quería estar sentado en su rincón del sofá, con el brazo apoyado y la mirada quieta en un punto entre la noche fría y la luz que empezaba a ser.
Algo voló.
Algo se mantuvo.
Pensaba como en otros tiempos. Entonces dedujo: "Todos los tiempos vuelven". Nada le devolvía al transcurrir apacible de las últimas jornadas. Sentía la amarra y el ancla.
Claro que intentó salir de ahí. Decirse por palabras de otro: "La vida es bella. Ya verás...". Incluso volvió a cerrar los ojos. Se separó del brazo de la butaca. Se intentó colocar en el centro de algo como si aquel centro fuera el lugar seguro desde el que en el juego del escondite ya no te pueden pillar. Con los ojos cerrados, en ese centro aleatorio, se dijo: "Ya no me pueden pillar".
La mañana se hizo dueña del mundo. Salió a la calle y sintió un frío interno que no pudo calentar el sol del otoño postrero. Su horizonte era unas calles paralelas y altos edificios de cemento. Es cierto que se cruzó con otras personas. Y quiso desentumedecer los labios. Incluso se empujó a un bar y llegó a sentarse en un taburete de la barra. Era una barra larga. Cuando vio cómo el camarero se le acercaba, supo que no podría hablar.
El tiempo volaba.
Un extraño artefacto se instaló ante su ventana.
No quiso saber más.
Dio la espalda al mundo y se maldijo.
Esta alteración, se decía. Cierra los ojos. La noche es fría, nada más.
Era su mirada al cerrar los ojos una infinita vergüenza.
Se dijo: ¿Cómo es posible? ¿Estoy en la cama? ¿La noche es cerrada? ¿Por qué nada se escucha? ¿Estoy muerto? ¿Y aquella espada?
No pudo alcanzar el despertador (que se alejaba). El tiempo de la noche fría.
Claro que llegó la mañana.
Desde la razón, mientras desayunaba, intentó encontrrar una explicación y le vino a la memoria el nombre de Gregorio Samsa (¿o no era Samsa?). Y luego se dijo, en voz alta: "Lo desconocido". Volvió el silencio y de nuevo, en voz alta, volvió a decirse: "Lo desconocido". No quería andar. Quería estar sentado en su rincón del sofá, con el brazo apoyado y la mirada quieta en un punto entre la noche fría y la luz que empezaba a ser.
Algo voló.
Algo se mantuvo.
Pensaba como en otros tiempos. Entonces dedujo: "Todos los tiempos vuelven". Nada le devolvía al transcurrir apacible de las últimas jornadas. Sentía la amarra y el ancla.
Claro que intentó salir de ahí. Decirse por palabras de otro: "La vida es bella. Ya verás...". Incluso volvió a cerrar los ojos. Se separó del brazo de la butaca. Se intentó colocar en el centro de algo como si aquel centro fuera el lugar seguro desde el que en el juego del escondite ya no te pueden pillar. Con los ojos cerrados, en ese centro aleatorio, se dijo: "Ya no me pueden pillar".
La mañana se hizo dueña del mundo. Salió a la calle y sintió un frío interno que no pudo calentar el sol del otoño postrero. Su horizonte era unas calles paralelas y altos edificios de cemento. Es cierto que se cruzó con otras personas. Y quiso desentumedecer los labios. Incluso se empujó a un bar y llegó a sentarse en un taburete de la barra. Era una barra larga. Cuando vio cómo el camarero se le acercaba, supo que no podría hablar.
El tiempo volaba.
Un extraño artefacto se instaló ante su ventana.
No quiso saber más.
Dio la espalda al mundo y se maldijo.
Frágiles. Sobre ellos se aposenta el cuerpo y son ellos quienes nos unen a la tierra. Se dice, muchas veces, que el lavatorio de pies es un acto de humildad de quien lo hace, yo creo más bien que es un acto de compasión.
A veces, sólo a veces, cuando el trato es delicado, cuando se toman los pies y se los mima, cuando se pulen sus aristas, cuando se quita la piel muerta y luego se ponen ungüentos que calmen la fatiga de soportar el cuerpo, se produce una conexión entre el alivio en los pies y el alivio de la voluntad.
Voluntad terca que siempre mira hacia delante. Voluntad de ser. Voluntad que domina el intelecto, la capacidad de elegir, la necesidad de descansar. Esa voluntad totémica.
Los pies, tan frágiles. Base mínima para mantener erguido el cuerpo. Articulaciones torpes. Tan frágiles que una tortura es golpear con una vara en sus plantas (que a la parte inferior del pie se la llame planta). Y por lo mismo, como Yin y Yang del ser, uno de los mayores placeres es cuando unas manos acogen los pies y los acarician y los limpian, dejan las uñas arregladas, la piel hidratada. Entonces todo dominio de la Voluntad se adelgaza y surgen como fantasmas dolores (o quizá tan sólo pesares o menos aún antiguas cuitas) que al socaire de los pies con bálsamos ungidos salen y pierden ese poder de tristeza que tienen cuando hibernan en el corazón de los hombres.
Frágiles los hombres. Tan frágiles como sus pies. Tan torpes como sus articulaciones.
A veces, sólo a veces, cuando el trato es delicado, cuando se toman los pies y se los mima, cuando se pulen sus aristas, cuando se quita la piel muerta y luego se ponen ungüentos que calmen la fatiga de soportar el cuerpo, se produce una conexión entre el alivio en los pies y el alivio de la voluntad.
Voluntad terca que siempre mira hacia delante. Voluntad de ser. Voluntad que domina el intelecto, la capacidad de elegir, la necesidad de descansar. Esa voluntad totémica.
Los pies, tan frágiles. Base mínima para mantener erguido el cuerpo. Articulaciones torpes. Tan frágiles que una tortura es golpear con una vara en sus plantas (que a la parte inferior del pie se la llame planta). Y por lo mismo, como Yin y Yang del ser, uno de los mayores placeres es cuando unas manos acogen los pies y los acarician y los limpian, dejan las uñas arregladas, la piel hidratada. Entonces todo dominio de la Voluntad se adelgaza y surgen como fantasmas dolores (o quizá tan sólo pesares o menos aún antiguas cuitas) que al socaire de los pies con bálsamos ungidos salen y pierden ese poder de tristeza que tienen cuando hibernan en el corazón de los hombres.
Frágiles los hombres. Tan frágiles como sus pies. Tan torpes como sus articulaciones.
Cuando leo palabras
que no entiendo
escucho su secreto
Miscelánea
Tags : Meditación sobre las formas de interpretar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/11/2013 a las 13:49 | {4}¿Vas a venir, viejo marinero? ¿Traerás en los alrededores de tu mirar los vientos y la sal?
Sabes que en mi cama tu lado es una tumba sin cerrar y cuando la brisa, en la anochecida, entra por la ventana abierta y conmueve, levemente, los piegues sin peso de la sábana, yo siento el escalofrío de la ausencia de tus brazos y la áspera y delicada caricia de tus manos asidoras de maromas.
¿Escucharé pronto la sirena cuyo sonido hizo pensar a Durrell en paridoras de planetas? ¿Escucharé pronto el quejido de las viejas cuadernas de tu nave vieja? ¿Escuchare pronto, muy pronto, tus pasos por el muelle de madera y tu voz ronca pidiendo en la taberna el trago que te devuelve a la tierra?
¡Oh, viejo y rudo marinero! ¡Oh, amante mío que convierte mis brazos en olas, mi boca en espuma y mi sexo en mar! ¡Ven, vuelve pronto, que me estoy quedando seca!
¿Oigo en la tierra tu huella? ¿Se levanta el brezo a tu paso y esparce la jara sus quimeras? ¿Maúlla la gata tu presencia? ¿Olisquea el perro el salitre de tus trenzas? ¿Se impacienta la yegua? ¿Cornea a la luna el toro tu presencia?
Rudo, varonil, mundano marinero quiero escuchar tus historias de ultramar y quiero entre tus besos que rememores el encuentro con el calamar gigante y la vez que hubiste de varar en una isla que no estaba en lo mapas y siguió sin estar. ¡Cántame, amor, las nuevas canciones de los pueblos primeros mientras mi cuerpo navega por el tuyo y accedo a tus axilas y al vello de tu pecho y a la cicatriz escondida entre el muslo y tu gónada derecha! ¡Dulce cicatriz, dulce lugar de tu semen fresco! ¡Dame a beberlo pronto, marinero, que muero en esta habitación baldía si tú no estás!
Yo no quisiera para los hijos de Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior de esta España podrida, las cuchillas.
Tampoco que el padre de Rafael Hernando, diputado en el Parlamento de la nación por el Partido Popular, fuera enterrado en una cuneta y no pudiera darle una sepultura digna. Ni quisiera que un político del Partido Popular de España, dijera de él o de cualquiera de los muchos familiares que buscan aún a sus antepasados en las cunetas que "Ahora se acuerdan de su padre o de su abuelo o de su tía porque se dan subvenciones".
Sinceramente no, no lo quisiera pero les deseo que un día sueñen lo siguiente y que además sea en un sueño en el que sueñan que se despiertan:
Jorge Fernández Díaz se encuentra ante un gran muro. Tras él están sus hijos y su mujer. Lo han perdido todo en su país. Tras ellos hay un desierto. Ante ellos una esperanza (aunque sea vana. En realidad toda esperanza es vana). En lo alto del muro hay alambradas con cuchillas. Cuchillas bien afiladas. Él y su familia están sucios. A mierda huelen. No han podido lavarse a lo largo de los tres mil kilómetros que han tenido que recorrer hasta llegar al muro coronado de cuchillas. Jorge Fernández Díaz y su familia saben que tras el muro hay agua. Agua. Sólo queda escalar el muro. Llegar a lo alto. Soportar los cortes de las cuchillas bien afiladas en las piernas, en los brazos, en la cara o en el pecho o en los cojones o en el coño de su mujer, de sus hijos y en los suyos. Sólo eso. Cortes de cuchillas en sus carnes para poder beber agua. Jorge Fernández Díaz coge a su nieta a de siete años a sus espaldas y es el primero en iniciar la escalada. Los demás le siguen. Gritos. Gritos que han de acallarse para que las fuerzas de seguridad no acudan. Y sangre. Sangre. Sangre para poder beber agua.
Rafael Hernando, en el sueño en el que sueña despertarse, es un rojo. Tiene diez años. Desde una distancia que se le hace insoportable, agarrado por los hombros por su madre a la que han rapado el pelo y violado hasta el vómito los cruzados por Dios y por la Patria, ve cómo su padre es arrastrado por los rebeldes y junto a otros doce hombres es asesinado de un tiro en la nuca. Sin pérdida de tiempo los que morirán tras los trece primeros cavan una fosa y los tiran allí, junto a un camino de tierra que con el tiempo se convertirá en carretera. En el sueño se produce un salto en el tiempo, Rafael Hernando contempla el paisaje donde su padre fue asesinado. Sabe el lugar exacto donde se encuentra. Su madre, aún viva, sólo desea que su marido sea sepultado en camposanto porque aunque roja su madre es cristiana. Entonces escucha a un hombre que es igual a él, que se llama Rafael Hernando y representa a los ciudadanos de su país, le escucha, con su misma voz y su misma sonrisa, decir con ironía y desprecio: "sólo se acuerdan de su padre cuando hay una subvención para desenterrarlos" .
Y quisiera que luego despertaran con el sudor frío del terror en sus espaldas, en su nuca y en su alma y que a lo largo del día, cuando paseara por la calle, sintiera Jorge Fernández Díaz que el estigma del inmigrante que necesita seguir viviendo, del ser humano que tiene derecho a vivir honradamente, sea donde sea, en esta tierra que es de todos, estuviera en su frente; y que Rafael Hernando creyera seguir teniendo en su boca la impronta que provoca la injusticia y que le produjera tal aliento fétido que nadie se acercara a él.
Tampoco que el padre de Rafael Hernando, diputado en el Parlamento de la nación por el Partido Popular, fuera enterrado en una cuneta y no pudiera darle una sepultura digna. Ni quisiera que un político del Partido Popular de España, dijera de él o de cualquiera de los muchos familiares que buscan aún a sus antepasados en las cunetas que "Ahora se acuerdan de su padre o de su abuelo o de su tía porque se dan subvenciones".
Sinceramente no, no lo quisiera pero les deseo que un día sueñen lo siguiente y que además sea en un sueño en el que sueñan que se despiertan:
Jorge Fernández Díaz se encuentra ante un gran muro. Tras él están sus hijos y su mujer. Lo han perdido todo en su país. Tras ellos hay un desierto. Ante ellos una esperanza (aunque sea vana. En realidad toda esperanza es vana). En lo alto del muro hay alambradas con cuchillas. Cuchillas bien afiladas. Él y su familia están sucios. A mierda huelen. No han podido lavarse a lo largo de los tres mil kilómetros que han tenido que recorrer hasta llegar al muro coronado de cuchillas. Jorge Fernández Díaz y su familia saben que tras el muro hay agua. Agua. Sólo queda escalar el muro. Llegar a lo alto. Soportar los cortes de las cuchillas bien afiladas en las piernas, en los brazos, en la cara o en el pecho o en los cojones o en el coño de su mujer, de sus hijos y en los suyos. Sólo eso. Cortes de cuchillas en sus carnes para poder beber agua. Jorge Fernández Díaz coge a su nieta a de siete años a sus espaldas y es el primero en iniciar la escalada. Los demás le siguen. Gritos. Gritos que han de acallarse para que las fuerzas de seguridad no acudan. Y sangre. Sangre. Sangre para poder beber agua.
Rafael Hernando, en el sueño en el que sueña despertarse, es un rojo. Tiene diez años. Desde una distancia que se le hace insoportable, agarrado por los hombros por su madre a la que han rapado el pelo y violado hasta el vómito los cruzados por Dios y por la Patria, ve cómo su padre es arrastrado por los rebeldes y junto a otros doce hombres es asesinado de un tiro en la nuca. Sin pérdida de tiempo los que morirán tras los trece primeros cavan una fosa y los tiran allí, junto a un camino de tierra que con el tiempo se convertirá en carretera. En el sueño se produce un salto en el tiempo, Rafael Hernando contempla el paisaje donde su padre fue asesinado. Sabe el lugar exacto donde se encuentra. Su madre, aún viva, sólo desea que su marido sea sepultado en camposanto porque aunque roja su madre es cristiana. Entonces escucha a un hombre que es igual a él, que se llama Rafael Hernando y representa a los ciudadanos de su país, le escucha, con su misma voz y su misma sonrisa, decir con ironía y desprecio: "sólo se acuerdan de su padre cuando hay una subvención para desenterrarlos" .
Y quisiera que luego despertaran con el sudor frío del terror en sus espaldas, en su nuca y en su alma y que a lo largo del día, cuando paseara por la calle, sintiera Jorge Fernández Díaz que el estigma del inmigrante que necesita seguir viviendo, del ser humano que tiene derecho a vivir honradamente, sea donde sea, en esta tierra que es de todos, estuviera en su frente; y que Rafael Hernando creyera seguir teniendo en su boca la impronta que provoca la injusticia y que le produjera tal aliento fétido que nadie se acercara a él.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/12/2013 a las 12:26 | {0}