La BBC emitió hace unos años una serie de documentales a los que tituló El Siglo del Yo 1. En ellos se narra la intensa búsqueda de los deseos, frustraciones, miedos y emociones del ser humano no para su conocimiento en sí sino para saber cómo venderles productos. De hecho los mayores inversores en la ciencia de la psicología han sido y son las grandes corporaciones de los mercados.
En un rastreo fascinante por todo el siglo XX vemos en el documental cómo desde los descubrimientos de Freud (descubrimientos que también se podrían denominar interpretaciones... de sus propios sueños) del llamado inconsciente, se genera un interés creciente sobre el individuo y su psique. Es un sobrino de Freud, Edward Berneys quien aplicando las teorías de su tío crea en los Estados Unidos, en los años 20, el oficio de relaciones públicas y las bases de lo que hoy llamamos publicidad y que hasta entonces se llamaba propaganda.
Desde entonces y hasta ahora se ha ido refinando la captación de los individuos como clientes y desde los parámetros del cliente ideal se trasladó -en la época de Reagan y Thatcher- la ciencia al del votante ideal. Porque se llegó a la conclusión de que la política en el llamado sistema democrático debía de concebirse exactamente como lo que es: un negocio. Y en un negocio cuyo fin último (y primero) es la compraventa es fundamental tener contentos a los consumidores.
Consumidores/Compradores/Vendedores/Usuarios/Seres humanos.
Una de los últimos descubrimientos en ese control de las masas, ha sido -¡viva la paradoja!- el hacernos creer que somos individuos únicos (uno de los slóganes que mejor describen esta tendencia es el de Ikea: Bienvenido a la República Independiente de tu casa). Desde los años 90 toda la publicidad/propaganda va dirigida a sectores de población a los que se etiqueta dentro de lo que se denomina en marketing (el marketing no es ni más ni menos que psicología aplicada a la captación de consumidores): target del estilo de vida.
Fueron los conservadores (la derecha para entendernos) quien más alentó y mejores réditos políticos ha sacado de esta manipulación de la conciencia de ser. De hecho la izquierda hubo de adaptarse a estos principios de individualidad para poder arrebatar el poder al partido conservador británico con lo cual, claro, perdió su identidad como garante del bienestar común (de aquellos polvos estos lodos).
Vivimos en occidente imbuidos (convencidos) de que somos seres únicos. Individuos libres, capaces de tomar nuestras propias decisiones. Cuando Alberto Ruiz-Gallardón presenta su anteproyecto de ley de regulación del aborto en el cual se recortan los derechos de las mujeres a tomar la decisión de abortar o no dentro de un plazo -se dice que razonable del embarazo-, lo que está promoviendo es un desafío a la creencia que su propia ideología ha utilizado para detentar el poder: Tú eres única y sabes lo que quieres. Curiosamente ese anteproyecto de ley tiene ribetes de antigua izquierda: es el Estado el garante y poseedor de las normas del bienestar común (sean éstas cuales sean). Es decir: tu casa no es una república independiente (casa, incluso simbólicamente como vientre de la madre; hogar del feto). Y en este sentido es sin dudarlo un anteproyecto de ley retrógrado.
Todas las disquisiciones morales que se argumenten en pro o en contra de un aborto libre, son pura sofistería porque la decisión de cuándo un ente es vivo o no; cuándo jurídicamente se oponen dos intereses (el del feto a vivir y el de la madre a que ese feto no se desarrolle y viva. Porque, ¿cómo sabemos que ese feto quiere vivir? y aún ¿cómo sabemos que esa mujer embarazada no quiere que ese feto viva?) pueden debatirse hasta la aberración; o si argüimos cuestiones religiosas (de creencia metafísica en el alma): ¿por qué no aceptamos que si ese alma ha ido a parar a ese feto que no va a desarrollarse, tendrá la posibilidad de salirse de él -como cuando sale del cuerpo muerto que sí ha vivido- e introducirse en otro? O incluso ¿un alma que se mete en un feto que va a ser abortado, querrá, en esencia, no vivir?
Porque la moral, en última instancia, es el uso de la costumbre. Y es de costumbre en estos siglos que vivimos el que las mujeres tengan derecho a abortar dentro de un plazo razonable tras muchos siglos en el que tenían la necesidad de hacerlo y el deber de parir (so pena de muerte o privación de su libertad o riesgo de su vida en el intento de evitar otra vida).
En todo caso siento muchas veces (no sé si lo he escrito ya. Son muchos los años escribiendo este Inventario) que cuando me relaciono con personas unas veces me encuentro frente a una que vive en el siglo V a.C., otras lo hacen en la Edad Media, algunas son hijas de su tiempo, otras luchan denodadamente entre dos épocas y la mayoría se deja llevar por una vida que tiene de sagrada lo que la mercancía en un gran almacén.
PD: Pongo a continuación los enlaces de los tres episodios restantes del documental de la BBC: El Siglo del Yo 2, El siglo del Yo 3, El siglo del Yo 4
En un rastreo fascinante por todo el siglo XX vemos en el documental cómo desde los descubrimientos de Freud (descubrimientos que también se podrían denominar interpretaciones... de sus propios sueños) del llamado inconsciente, se genera un interés creciente sobre el individuo y su psique. Es un sobrino de Freud, Edward Berneys quien aplicando las teorías de su tío crea en los Estados Unidos, en los años 20, el oficio de relaciones públicas y las bases de lo que hoy llamamos publicidad y que hasta entonces se llamaba propaganda.
Desde entonces y hasta ahora se ha ido refinando la captación de los individuos como clientes y desde los parámetros del cliente ideal se trasladó -en la época de Reagan y Thatcher- la ciencia al del votante ideal. Porque se llegó a la conclusión de que la política en el llamado sistema democrático debía de concebirse exactamente como lo que es: un negocio. Y en un negocio cuyo fin último (y primero) es la compraventa es fundamental tener contentos a los consumidores.
Consumidores/Compradores/Vendedores/Usuarios/Seres humanos.
Una de los últimos descubrimientos en ese control de las masas, ha sido -¡viva la paradoja!- el hacernos creer que somos individuos únicos (uno de los slóganes que mejor describen esta tendencia es el de Ikea: Bienvenido a la República Independiente de tu casa). Desde los años 90 toda la publicidad/propaganda va dirigida a sectores de población a los que se etiqueta dentro de lo que se denomina en marketing (el marketing no es ni más ni menos que psicología aplicada a la captación de consumidores): target del estilo de vida.
Fueron los conservadores (la derecha para entendernos) quien más alentó y mejores réditos políticos ha sacado de esta manipulación de la conciencia de ser. De hecho la izquierda hubo de adaptarse a estos principios de individualidad para poder arrebatar el poder al partido conservador británico con lo cual, claro, perdió su identidad como garante del bienestar común (de aquellos polvos estos lodos).
Vivimos en occidente imbuidos (convencidos) de que somos seres únicos. Individuos libres, capaces de tomar nuestras propias decisiones. Cuando Alberto Ruiz-Gallardón presenta su anteproyecto de ley de regulación del aborto en el cual se recortan los derechos de las mujeres a tomar la decisión de abortar o no dentro de un plazo -se dice que razonable del embarazo-, lo que está promoviendo es un desafío a la creencia que su propia ideología ha utilizado para detentar el poder: Tú eres única y sabes lo que quieres. Curiosamente ese anteproyecto de ley tiene ribetes de antigua izquierda: es el Estado el garante y poseedor de las normas del bienestar común (sean éstas cuales sean). Es decir: tu casa no es una república independiente (casa, incluso simbólicamente como vientre de la madre; hogar del feto). Y en este sentido es sin dudarlo un anteproyecto de ley retrógrado.
Todas las disquisiciones morales que se argumenten en pro o en contra de un aborto libre, son pura sofistería porque la decisión de cuándo un ente es vivo o no; cuándo jurídicamente se oponen dos intereses (el del feto a vivir y el de la madre a que ese feto no se desarrolle y viva. Porque, ¿cómo sabemos que ese feto quiere vivir? y aún ¿cómo sabemos que esa mujer embarazada no quiere que ese feto viva?) pueden debatirse hasta la aberración; o si argüimos cuestiones religiosas (de creencia metafísica en el alma): ¿por qué no aceptamos que si ese alma ha ido a parar a ese feto que no va a desarrollarse, tendrá la posibilidad de salirse de él -como cuando sale del cuerpo muerto que sí ha vivido- e introducirse en otro? O incluso ¿un alma que se mete en un feto que va a ser abortado, querrá, en esencia, no vivir?
Porque la moral, en última instancia, es el uso de la costumbre. Y es de costumbre en estos siglos que vivimos el que las mujeres tengan derecho a abortar dentro de un plazo razonable tras muchos siglos en el que tenían la necesidad de hacerlo y el deber de parir (so pena de muerte o privación de su libertad o riesgo de su vida en el intento de evitar otra vida).
En todo caso siento muchas veces (no sé si lo he escrito ya. Son muchos los años escribiendo este Inventario) que cuando me relaciono con personas unas veces me encuentro frente a una que vive en el siglo V a.C., otras lo hacen en la Edad Media, algunas son hijas de su tiempo, otras luchan denodadamente entre dos épocas y la mayoría se deja llevar por una vida que tiene de sagrada lo que la mercancía en un gran almacén.
PD: Pongo a continuación los enlaces de los tres episodios restantes del documental de la BBC: El Siglo del Yo 2, El siglo del Yo 3, El siglo del Yo 4
Heme aquí desnudo. Durante la noche zarandeó el viento unas sábanas que quedaron colgadas a deshora. Yo, joven y dormido, soñaba el ámbito del bosque. Sabía que en las ciudades de los hombres muchos estarían arropados, con el embozo por cima de las barbillas. El hombre pegado al culo caliente de la mujer. La mujer gestando el quinto vástago. Joven aún no sabía que no se pueden contar más que cuatro historias y terminada la cuarta todo vuelve a empezar. No lo sabía. Por eso me desperté en la madrugada. Cogí lápiz y papel y decidí inventar por vez primera la historia del mundo. Y la inventé. Quiero decir: creé espacios, tiempos y circunstancias. La historia volaba por las páginas y me utilizaba a mí como demiurgo y así surgieron campos labrados, montañas altísimas, árboles cuyas copas horadaban el centro del cielo, bóvedas agrietadas a través de cuyas grietas se dejaba vislumbrar el fuego exterior del Mundo; surgieron sonidos y escalas; surgieron diversas formas de la materia e infinidad de combinaciones; surgieron los estados de ánimo y la constelación de las pasiones. Yo apenas descansaba arrastrado por la historia que a sí misma se contaba hasta que de repente, frente a mi ventana, que formaba parte de la casa que la historia del mundo había construido para mí, apareció la figura de una muchacha verde y castaña. Yo no sabía que la contemplación de una mujer podía alterar de tal forma mis sentidos, ni sabía que el palito flácido que tenía entre las piernas, devendría en rama de roble, ni sabía que un deseo calorífico, una especie de calor interno que me hacía gemir, era capaz de empujarme hacia el exterior de mí y hacerme sentir que la historia del mundo que estaba contando no tenía, de repente, el más mínimo interés.
La muchacha verde y castaña estaba iluminada por la luna. Llevaba un vestido que ceñía, cuando el viento se agolpaba en él, unas formas que influían en mis manos y en el ímpetu de mis piernas. La boca de la muchacha se abrió y expulsó un sonido leve como el rocío, intenso como la humedad en las marismas y en un gesto que me pareció al principio excéntrico y más tarde sublime, se levantó el vestido hasta la altura de su vientre justo cuando un rayo hendió en su sexo y me mostró la entrada a una caverna teñida de azul. Enloquecí de pronto. Me castañetearon los dientes. Sólo quise agarrar a la muchacha verde y castaña y jugar con ella hasta morir o deshacerme en agua. Miré la historia del Mundo que me había llevado media noche y me supo a nostalgia y vanidad. Miré mi mano izquierda que había llegado hasta la rama de roble que tenía entre las piernas cuando acarició su yema y todo mi cuerpo exhaló una queja que era al mismo tiempo un grito de la Tierra y sin pensar salí de la casa que la historia del Mundo había construido para mí. La muchacha verde y castaña me observaba correr hacia ella, me jaleó hasta que no nos separaron más que tres zancadas juveniles y entonces, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, huyó de mí, vi cómo escapaba y se perdía en el soto del bosque. Yo la seguí e inventé un nombre para ella. Un nombre que no supe articular. Y así empezaron a pasar los días. Y luego los meses. Y cada vez el paisaje se mostraba más desnudo. El mundo se volvía más frío. La nieve lo cubrió todo. Yo fui envejeciendo. De vez en cuando, a lo lejos, siempre lejos, veía a la muchacha verde y castaña con los brazos en jarras, lloviéndose a sí misma y en cuanto estaba a punto de alcanzarla, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, saltaba, corría, huía de mí. Hasta que un día no pude más. Me paré. Me observé en la delgada película de hielo de un lago y me vi viejo, con larga barba y desdentado. A mis espaldas todo era escarcha. Frente a mí, a una corta distancia, se había sentado la muchacha verde y castaña. Me sorprendió de su gesto cierta ternura. Y me sorprendió su voz cuando me dijo: Has de morir, Viejo. Ahora me toca a mí y abrió sus piernas y parió un jardín y yo morí.
La muchacha verde y castaña estaba iluminada por la luna. Llevaba un vestido que ceñía, cuando el viento se agolpaba en él, unas formas que influían en mis manos y en el ímpetu de mis piernas. La boca de la muchacha se abrió y expulsó un sonido leve como el rocío, intenso como la humedad en las marismas y en un gesto que me pareció al principio excéntrico y más tarde sublime, se levantó el vestido hasta la altura de su vientre justo cuando un rayo hendió en su sexo y me mostró la entrada a una caverna teñida de azul. Enloquecí de pronto. Me castañetearon los dientes. Sólo quise agarrar a la muchacha verde y castaña y jugar con ella hasta morir o deshacerme en agua. Miré la historia del Mundo que me había llevado media noche y me supo a nostalgia y vanidad. Miré mi mano izquierda que había llegado hasta la rama de roble que tenía entre las piernas cuando acarició su yema y todo mi cuerpo exhaló una queja que era al mismo tiempo un grito de la Tierra y sin pensar salí de la casa que la historia del Mundo había construido para mí. La muchacha verde y castaña me observaba correr hacia ella, me jaleó hasta que no nos separaron más que tres zancadas juveniles y entonces, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, huyó de mí, vi cómo escapaba y se perdía en el soto del bosque. Yo la seguí e inventé un nombre para ella. Un nombre que no supe articular. Y así empezaron a pasar los días. Y luego los meses. Y cada vez el paisaje se mostraba más desnudo. El mundo se volvía más frío. La nieve lo cubrió todo. Yo fui envejeciendo. De vez en cuando, a lo lejos, siempre lejos, veía a la muchacha verde y castaña con los brazos en jarras, lloviéndose a sí misma y en cuanto estaba a punto de alcanzarla, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, saltaba, corría, huía de mí. Hasta que un día no pude más. Me paré. Me observé en la delgada película de hielo de un lago y me vi viejo, con larga barba y desdentado. A mis espaldas todo era escarcha. Frente a mí, a una corta distancia, se había sentado la muchacha verde y castaña. Me sorprendió de su gesto cierta ternura. Y me sorprendió su voz cuando me dijo: Has de morir, Viejo. Ahora me toca a mí y abrió sus piernas y parió un jardín y yo morí.
Hastío no es aburrimiento. Hastío es asco, repugnancia.
Sí, sí, sé que no he venido aquí a decirle definiciones de palabras. Sólo que me estoy hastiando. O sea, me estoy llenando de asco. Hastiar. No sé si usted me entiende. Porque llega un momento en el que uno tiene la necesidad de decir: ¡Me cago en la familia Aznar Botella! Es esto lo que necesita decir. Decirlo en alto. Decirlo a voz en grito (otros dicen a voz en cuello que no sé si es un galicismo). Y decirlo como un conjuro. Decirlo como la quintaesencia de este cortijo de mierda que es España. Porque España es un cortijo. Un cortijo cuyos señoritos son los putos caciques de siempre. Perdone, pero esto no sale de aquí ¿verdad? Sé que lo está usted grabando. Ya, ya sé que luego es para estudiar mi neurosis. Pero es que en este caso no es neurosis. Mire, llevo toda mi vida haciendo un trabajo honrado. No aspiro a grandes posesiones porque mi aspiración es el tiempo no el espacio. Y creo que sería de justicia que un hombre que hace su trabajo tuviera siempre como contrapartida el elemento que le permita seguir realizando su trabajo: dinero. ¡Mardito parné! Pero, ¿qué ocurre? De ahí mi hastío, mi asco, mi repugnancia. Resulta que hay hombres, muchos hombres, muchas familias, que deciden quedarse ellos con el dinero que circula por el mundo. Lo amasan. Yo me cago en la familia Aznar Botella por su codicia. Yo sé que no son los únicos codiciosos. Pero son el ejemplo de la codicia. Como lo es la familia Borbón. Como lo es la familia Bárcenas (digo todo esto aunque simbólicamente antes de que entre en vigor la nueva ley de Seguridad Ciudadana que prohibirá cantarle las cuarenta a las autoridades). ¿Me entiende usted? Un día quise hacer una cuenta de los millones de euros que se han ido colando a las cuentas de todos estos codiciosos, y me empecé a marear. Y me mareaba más cuando luego aparecía en la televisión (que es esa ventana denigrada de la realidad) una familia con cinco hijos que vivían de la caridad de un amigo porque ambos padres estaban sin trabajo y el Estado les había denegado incluso el subsidio de desempleo que viene a ser 480 €. O cuando se hace un bodorrio colosal de una familia adinerada de la India en Barcelona mientras el pueblo indio se muere ahogado en la mierda y las ONGs tienen que ir allí para potabilizar el agua. No, no, no voy a poner más ejemplos. La lista sería infame e interminable. Infamia, infamia. Yo me acuesto por las noches con ansiedad, ¿sabe usted? Incluso decidí no informarme. Inútil. Por todas partes se cuela el olor hediondo de la familia Aznar Botella. Entiéndame usted, como símbolo. Porque no puedo dejar de pensar en la muerte de aquellas chiquillas en una macrofiesta en Madrid y cómo la señora Botella que a la sazón era alcadesa de dicha ciudad, se fue de fin de semana a un balneario en Portugal. Como símbolo aquella actitud me parece de mierda (de ahí el olor hediondo). Disculpe la arcada, es que los tengo en el estómago. Voy al baño un momento. No, no, estoy bien, de verdad. Son cinco minutos. (...) Ya. Me siento mucho mejor. Hastiado pero mucho mejor. Si no le importa me voy a tumbar un rato, me voy a quedar callado. Si lloro no se inquiete usted. Aunque usted no se inquieta por nada. Es un llanto relajante. Quizá mi último llanto aquí. Tengo la impresión de que el mes que viene ya no podré seguir pagándole. Con lo bien que me viene esta confesión laica semanal. Si lloro es porque tengo la certeza de que el dinero que me cuesta usted yo lo podría haber ganado si no se lo hubieran llevado los codiciosos como la familia ¡Aaggg!... es que ya no puedo ni pronunciar su nombre. Sí, sí, me voy a callar. Voy a cerrar los ojos si no le importa. Si me duermo despiérteme cuando se cumpla el tiempo. Sólo hay una cosa que me hubiera gustado: haber oído alguna vez su voz. Es usted tan callado. Se diría que está usted muerto como tantos de nosotros, muertos en vida, arrebatada nuestra vida, arrebatados nuestros medios para vivirla, vivir, vivir... ay....
Sí, sí, sé que no he venido aquí a decirle definiciones de palabras. Sólo que me estoy hastiando. O sea, me estoy llenando de asco. Hastiar. No sé si usted me entiende. Porque llega un momento en el que uno tiene la necesidad de decir: ¡Me cago en la familia Aznar Botella! Es esto lo que necesita decir. Decirlo en alto. Decirlo a voz en grito (otros dicen a voz en cuello que no sé si es un galicismo). Y decirlo como un conjuro. Decirlo como la quintaesencia de este cortijo de mierda que es España. Porque España es un cortijo. Un cortijo cuyos señoritos son los putos caciques de siempre. Perdone, pero esto no sale de aquí ¿verdad? Sé que lo está usted grabando. Ya, ya sé que luego es para estudiar mi neurosis. Pero es que en este caso no es neurosis. Mire, llevo toda mi vida haciendo un trabajo honrado. No aspiro a grandes posesiones porque mi aspiración es el tiempo no el espacio. Y creo que sería de justicia que un hombre que hace su trabajo tuviera siempre como contrapartida el elemento que le permita seguir realizando su trabajo: dinero. ¡Mardito parné! Pero, ¿qué ocurre? De ahí mi hastío, mi asco, mi repugnancia. Resulta que hay hombres, muchos hombres, muchas familias, que deciden quedarse ellos con el dinero que circula por el mundo. Lo amasan. Yo me cago en la familia Aznar Botella por su codicia. Yo sé que no son los únicos codiciosos. Pero son el ejemplo de la codicia. Como lo es la familia Borbón. Como lo es la familia Bárcenas (digo todo esto aunque simbólicamente antes de que entre en vigor la nueva ley de Seguridad Ciudadana que prohibirá cantarle las cuarenta a las autoridades). ¿Me entiende usted? Un día quise hacer una cuenta de los millones de euros que se han ido colando a las cuentas de todos estos codiciosos, y me empecé a marear. Y me mareaba más cuando luego aparecía en la televisión (que es esa ventana denigrada de la realidad) una familia con cinco hijos que vivían de la caridad de un amigo porque ambos padres estaban sin trabajo y el Estado les había denegado incluso el subsidio de desempleo que viene a ser 480 €. O cuando se hace un bodorrio colosal de una familia adinerada de la India en Barcelona mientras el pueblo indio se muere ahogado en la mierda y las ONGs tienen que ir allí para potabilizar el agua. No, no, no voy a poner más ejemplos. La lista sería infame e interminable. Infamia, infamia. Yo me acuesto por las noches con ansiedad, ¿sabe usted? Incluso decidí no informarme. Inútil. Por todas partes se cuela el olor hediondo de la familia Aznar Botella. Entiéndame usted, como símbolo. Porque no puedo dejar de pensar en la muerte de aquellas chiquillas en una macrofiesta en Madrid y cómo la señora Botella que a la sazón era alcadesa de dicha ciudad, se fue de fin de semana a un balneario en Portugal. Como símbolo aquella actitud me parece de mierda (de ahí el olor hediondo). Disculpe la arcada, es que los tengo en el estómago. Voy al baño un momento. No, no, estoy bien, de verdad. Son cinco minutos. (...) Ya. Me siento mucho mejor. Hastiado pero mucho mejor. Si no le importa me voy a tumbar un rato, me voy a quedar callado. Si lloro no se inquiete usted. Aunque usted no se inquieta por nada. Es un llanto relajante. Quizá mi último llanto aquí. Tengo la impresión de que el mes que viene ya no podré seguir pagándole. Con lo bien que me viene esta confesión laica semanal. Si lloro es porque tengo la certeza de que el dinero que me cuesta usted yo lo podría haber ganado si no se lo hubieran llevado los codiciosos como la familia ¡Aaggg!... es que ya no puedo ni pronunciar su nombre. Sí, sí, me voy a callar. Voy a cerrar los ojos si no le importa. Si me duermo despiérteme cuando se cumpla el tiempo. Sólo hay una cosa que me hubiera gustado: haber oído alguna vez su voz. Es usted tan callado. Se diría que está usted muerto como tantos de nosotros, muertos en vida, arrebatada nuestra vida, arrebatados nuestros medios para vivirla, vivir, vivir... ay....
La tarde anterior se había acostado con ella. Le gustaba su delgadez y su boca. Cómo le mordía el cuello le gustaba. Se iban enredando. Calladamente. Al día siguiente le solían doler los pectorales y partes del cuello, las partes donde ella había mordido y le quedaba durante horas el olor de su cuerpo. Ella se fue por la mañana con la sonrisa puesta y el pelo suelto. El día era luminoso y no muy frío. En la soledad se dejó llevar por la indolencia y cierta sensación de voluptuosidad. Leyó a Robert Louis Stevenson, el libro con sus Cuentos Completos que tenía una portada muy hermosa con la reproducción de Calma chicha, ocaso en la ensenada de Exmouth pintado por Francis Danby en 1855. La contemplación del cuadro le sugirió las caderas de ella, la tarde anterior, en un momento en el que ella se sentó, desnuda y abiertas las piernas, y le dijo, Quédate quieto, voy a ser mala. Y fue mala. Leyó un rato, justo durante el tiempo en el que el sol entraba en la sala y caía sobre su sexo; ese calor le empujó a bañarse y a masturbarse pensando en la tarde anterior junto a ella, sobre ella, dentro de ella. Luego dio un paseo por las calles desiertas a la hora de la comida. Se sentía maduro. De hecho, lo pensó exactamente así, Me siento maduro. Caminaba con ligereza y dejaba que los colores del invierno fueran entrando en él así como le llegaba el olor de la encina de una chimenea. Anduvo por calles estrechas. Escuchó el ladrido del perro que siempre le saludaba al pasar. Se detuvo para contemplar el fondo de montañas, alguna ligeramente coronada de blanco y en el tono verde de una parte del cielo creyó ver la tonalidad de los ojos de ella, la tarde anterior cuando estaba siendo mala. Sonrió. Decidió volver a su casa. Se sentó en el sofá después de haber comido y bebido el vino que no se habían terminado la tarde anterior y se quedó dormido. Al despertar sentía la belleza no como un ente abstracto, no como un tema de discusión sino la belleza bruta, la belleza del mundo, objetivamente bello, se dijo y ese pensamiento interior que expresó de inmediato en voz alta, le llevó hasta la cocina, se hizo un café y mientras lo bebía decidió entrar en su correo electrónico y como suele ocurrir, se puso a navegar por la red y en su navegación llegó a una página que se llamaba El cuadro más bello del mundo y durante horas estuvo deleitándose con modelos, escenas campestres, temas mitológicos, desnudos, marinas, estaciones de tren, ocasos, veleros, casas, ciudades, ríos, montes nevados, calles atestadas de gentes, patinadores, troncos de árboles, abstracciones, bosques enteros, marineros, puertos, restaurantes, bebedores, besos, parejas, verjas, parques, bañistas, forjas, trajes, bailes, teatros, campanas, torres, faros, vigías, buques o búcaros. Y esa contemplación de la pintura, ese deleitarse con las pinceladas de los pintores y sus infinitas apreciaciones de la forma y el color, esa exaltación y esa voluptuosidad (que se seguía manteniendo desde la mañana) le parecía que se había gestado la tarde anterior cuando estuvo con ella, amándose con ella, disfrutando a través de ella su propia belleza. Porque sentía que ambos habían compuesto un cuadro la tarde anterior y que el resultado lógico de aquella composición no podía ser otro que la contemplación de la pintura. Se vio -a ella y a él- fijos para siempre (dure lo que sea semejante adverbio intemporal), abrazados, jadeándose, con las bocas a punto de besarse y el brillo de un maestro en los ojos que se miran.
¿Vale un vals para la muerte? Esos días de los funerales de Nelson Mandela, ¿valen el reconocimiento de su labor? ¿Cuál era su labor? Yo, sinceramente, no creo que su guerra fuera la igualdad, ni la concordia, ni la paz (las cuales sin embargo, si ganaba su guerra, se convertirían en sus armas principales de propaganda) sino el acceso al Poder de los negros en un país de mayoría negra.
No escribo aquí de su Voluntad, escribo de su intelecto, de su estar en el espacio/tiempo unido a otras personas que forman un grupo de presión para alcanzar determinados fines (sean éstos legítimos o no). Escribo sobre la acción política de un líder.
No es lo mismo luchar por la igualdad que no luchar por la segregación.
Nelson Mandela podía tener una voluntad bondadosa, ser lo que tan llanamente decía Machado: un hombre bueno. La acción política, sin embargo, no es apropiada para hombres buenos sino para hombres hábiles en el manejo de otros hombres. El manejo del intelecto de otros hombres es siempre tarea que necesita de estrategia y táctica, es decir, de los dos elementos fundamentales de la guerra.
Lo que se ha honrado en los funerales de Sudáfrica es la labor del político y por eso han sido políticos sus hagiógrafos. Por eso cuando me enteré del falsario transcriptor al lenguaje de los signos, no pude por menos que encontrar un elemento poético o, si se quiere, una justicia poética, a lo que ocurría. Imaginé que Thamsanqa Jantjie había tenido un arrebato poético; había sido abducido por la voluntad de Mandela y se había encontrado en una región etérea, donde las palabras pierden su sentido y tan sólo los símbolos adquieren significado. Y la poesía es el terreno de lo indefinido, el lugar de la evocación, la peligrosa frontera entre el hombre y la bestia.
Me interesa más la Voluntad de Mandela que su acción política. De su Voluntad se pueden extraer los más hermosos poemas, incluso un hombre contratado para transcribir palabras se puede ver elevado y alejado de las palabras que ha de transcribir.
La Voluntad de Mandela se apropió del intelecto de Thamsanqa Jantjie e hizo que sus gestos quisieran transcribir un único mensaje: "Todo esto son naderías".
No escribo aquí de su Voluntad, escribo de su intelecto, de su estar en el espacio/tiempo unido a otras personas que forman un grupo de presión para alcanzar determinados fines (sean éstos legítimos o no). Escribo sobre la acción política de un líder.
No es lo mismo luchar por la igualdad que no luchar por la segregación.
Nelson Mandela podía tener una voluntad bondadosa, ser lo que tan llanamente decía Machado: un hombre bueno. La acción política, sin embargo, no es apropiada para hombres buenos sino para hombres hábiles en el manejo de otros hombres. El manejo del intelecto de otros hombres es siempre tarea que necesita de estrategia y táctica, es decir, de los dos elementos fundamentales de la guerra.
Lo que se ha honrado en los funerales de Sudáfrica es la labor del político y por eso han sido políticos sus hagiógrafos. Por eso cuando me enteré del falsario transcriptor al lenguaje de los signos, no pude por menos que encontrar un elemento poético o, si se quiere, una justicia poética, a lo que ocurría. Imaginé que Thamsanqa Jantjie había tenido un arrebato poético; había sido abducido por la voluntad de Mandela y se había encontrado en una región etérea, donde las palabras pierden su sentido y tan sólo los símbolos adquieren significado. Y la poesía es el terreno de lo indefinido, el lugar de la evocación, la peligrosa frontera entre el hombre y la bestia.
Me interesa más la Voluntad de Mandela que su acción política. De su Voluntad se pueden extraer los más hermosos poemas, incluso un hombre contratado para transcribir palabras se puede ver elevado y alejado de las palabras que ha de transcribir.
La Voluntad de Mandela se apropió del intelecto de Thamsanqa Jantjie e hizo que sus gestos quisieran transcribir un único mensaje: "Todo esto son naderías".
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/12/2013 a las 10:39 | {0}